Una imagen vale más que mil bikinis 

Tendencias como el 'foodstagramming' y el 'camera eats first' confrontan a los restauradores con algo innegable: muchos de los comensales que acuden a sus establecimientos solo buscan una foto que puedan publicar en las redes sociales. "Dime qué alimentos fotografías y te diré quién eres", que diría un Brillat-Savarin moderno. 

Hace poco me comentaban que el cuarto mejor bar del mundo se había dado cuenta de un hecho sorprendente: muchos de sus comensales no terminaban el cóctel que habían pedido y, aproximadamente, se dejaban un 30%. La razón no era tanto que las combinaciones de sabores no gustaran sino, más bien, que los visitantes tenían una pulsión más allá del alcohol: la fotografía. Un hecho curioso que plantea una pregunta moderna: ¿a los restaurantes y a los bares, todavía se va a comer/beber? 

Lo vi hace poco en La Bodega la Puntual. Una pareja estilosa pedía una cantidad ingente de platos. Los distribuía hábilmente sobre la mesa, los intercambiaba entre ellos y lo capturaban todo con un teléfono de última generación. Al finalizar, conseguían conformar un bodegón tan perfecto como los de Siméon. Pero el recuento foodie era sobrecogedor. ¿Número de patatas bravas consumidas?: Cinco. ¿De anchoas?: Tres. ¿De pan con tomate?: Ni tocarlo. Esta gente no estaba aquí para comer; estaba aquí para ver y ser visto digitalmente.

También lo percibí en un restaurante de un hotel barcelonés. Durante toda la cena, una de las personas de la mesa realizó varios vídeos en directo —para una audiencia que, comprobaría después, no superaba a los mil usuarios— explicando al detalle cada una de las recetas que se servían durante el menú. Las enseñaba de lado y con plano cenital, haciendo travellings con el teléfono y dando vueltas al aparato como si de un aspersor se tratara. El futuro es más de Wes Anderson que de Kubrick. 

Quizás por estas tendencias, algunos restaurantes neoyorquinos ya han empezado a prohibir determinados usos de cámaras en sus locales. Es el caso de Momofuku Ko, el local de David Chang ubicado en el East Village con una mesa para seis comensales y una carta que supera los 100 dólares de precio medio. El chef ya había prohibido antes el uso del flash en sus establecimientos, siguiendo la estela del Fat Duck de Heston Blumenthal, pero ahora se ha puesto firme en la decisión de no permitir que nadie guarde un recuerdo digital y, por ejemplo, no se puede hacer ningún tipo de grabación con vídeo.

En esta línea, recuerdo perfectamente una visita al Disfrutar, hace un año, en la que tardé más de lo esperado en terminar el primer bocado del menú de degustación. El camarero, con los nervios a flor de piel ante mi insistencia fotográfica, llegó a la mesa abiertamente molesto y soltó un “Ahora tendremos que volver a servir ese pase, porque derretido no vale nada”. En realidad, salí ganando: por 250 euros, accedí a dos primeros pases; uno derretido y el otro en su punto.

Y es que hay que diferenciar entre dos tipos de foodógrafo: el que pide la comida para hacer una foto y, después, se marcha sin habérselo comido todo; y el que está un rato sacando imágenes, pero, finalmente, tiene alma de zampador. De hecho, existe un término que explica este segundo caso y que está vinculado a la psicología del comensal. “La cámara come primero”, del inglés camera eats first, describe el acto de tomar fotos antes de empezar a engullir, normalmente seguido de la subida de las mismas a las redes sociales.

De esta forma, el fotógrafo alimenta metafóricamente la cámara antes de alimentarse físicamente a sí mismo. Y aquí no sólo hay una cuestión de ego, sino que algunos especialistas creen que el foodstagramming puede hacer que los alimentos tengan mejor sabor. Parece contradictorio porque en muchos casos estos ingredientes estarán más fríos que si los degustáramos al momento, pero la magia de la psique, ya lo sabemos, sigue sus propias reglas.

¿Cuál es la ruta a seguir, entonces, para los restaurantes barceloneses? ¿Deberían fomentar las fotografías y celebrarlas como estrategia de márketing, o más bien prohibirlas y alimentar el misterio culinario? Esta elección también debería estar vinculada a la selección de la vajilla y de la cubertería —¿es posible no fotografiar un vaso de El Taller de Piñero?— y también del espacio, si es que aceptamos que el gusto no tiene nada que ver con el entorno. Pero la gran pregunta es si, ante la prohibición de hacer vídeos o fotos en un restaurante, seguiríamos o no visitándolo.