La nostalgia es uno de los deportes predilectos de la tribu catalana y hoy me resulta casi imposible dejar de aferrarme al pasado como si éste fuera un bote de madera en el océano o una piscina portátil. Van muriendo mis maestros; primero Francesc Garriga, después Ricard Salvat… y ahora Alier. Pensando en Roger viajo a un aula de la facu de Historia del Arte de hace más de veinte años, lunes y martes del primer cuatrimestre, de ocho a las nueve y media. Hacía un frío drásticamente polar (en Zona Universitaria, la UB tenía un sistema de calefacción infalible, una potente central térmica situada en Física que, a base de repartir el aire al resto de centros mediante tuberías sin ningún tipo de aislamiento, nos regalaba una ventolera de aire acondicionado heladora), Alier llegaba bamboleando como un pingüino sin manada, con una maleta de ministro rebosante de cedés de ópera y, en pocos minutos, ya tenía a todo dios incendiado musicalmente.
Pasión, entusiasmo. Éstas son las dos palabras que, seguramente, leeréis en todos los panegíricos que hablen de Roger Alier. La figura mediática, como crítico en La Vanguardia y alma del programa Nit d’Arts (de cuando el Canal 33 era referencia cultural del país), sombreará el perfil de un académico que fue de los primeros musicólogos en interesarse por la eclosión del género operístico en nuestra ciudad. Pero de todo ello, sus alumnos recordaremos sobre todo la pasión educativa de unas lecciones universitarias que valían su peso en oro. Se ha dicho hasta la náusea, pero merece la pena insistir: primero, sorprendía la memoria enciclopédica de un hombre que albergaba el transcurso del teatro cantado en el coco y lo narraba con un recitativo inconfundible y una voz histriónica de bufón. Después, no es cosa menor, la convicción de que el saber sólo puede contagiarse a los demás haciendo uso de esa poderosa espada llamada alegría.
Roger Alier no sólo abrió el camino de la divulgación de la ópera en nuestro país, siendo uno de los pilares fundamentales de esta curiosa secta llamada liceístas. También inoculó el amor por la música a sus alumnos y oyentes con un tesón oceánico. Con Roger siempre nos entendimos, pues pensábamos que esto de la ópera romántica resulta un poco coñazo y la gente ahí grita demasiado. Alier era un hombre del XVIII; amaba Cimarosa, se hermanaba con Rossini y adoraba a Mozart. Opinaba, y en eso tenía toda la razón del mundo, que el teatro del rococó tenía más gracia que el de los héroes con cornamenta porque, afortunadamente, se parecía más a todo lo que acontece a los humanos. Pero, fuese cual fuese su manía estética, lo contaba tono con idéntica generosidad. Recelaba de la modernez escénica, of course, pero lo justificaba desde el amor purista a la metódica ancestral.
Alier no sólo abrió el camino de la divulgación de la ópera en nuestro país, siendo uno de los pilares fundamentales de esta curiosa secta llamada liceístas
Será muy difícil volver a pisar la platea del Liceu sin contemplar la figura ewok de Alier inmiscuyéndose en las butacas, muy pocos segundos antes de la performance. Éste es un país enfermizamente póstumo y resulta una pena –qué coño una pena, una puta vergüenza– que el Liceu haya esperado tantos años para entregarle una Medalla de Oro que recibirá sin vida. ¿Por qué siempre, pero siempre, llegamos tarde a todo, en esta tifa de país? Espero sin mucha esperanza que nuestro primer equipamiento público enmiende esta nueva negligencia con un acto de homenaje que Alier creería innecesario, pero que merece sin ningún tipo de cuestión. Roger fue un académico importante y un gran conocedor del género (esperemos que la UB también esté la altura de su legado), pero su contribución más esencial es la legión inmensa de opereros que ahijó.
Sin ti, magnífico maestro alegrísimo, nada hubiera sido lo mismo. Hoy toca llorarte, querido panxut, divertidísimo compañero de sonidos. Ya sabes que te echaré de menos. Continuaremos trabajando. Una centésima parte de lo que tú te lo curraste, eso sí.