El escritor Miqui Otero. ©Elena Blanco
El Bar del Post

Miqui Otero: De nacionalidad, barcelonés

Llega a media mañana, fastidiado por el cierre vespertino de la hostelería impuesto por la pandemia, “que te impide echar esa caña rápida cuando bajas la basura o al colmado a comprar algo” y ya habituado a un horario diurno, resultado de la paternidad “de dos vástagos de tres años, el mayor, y pocos meses, la pequeña”. Pero aquí está, como siempre dice él, “en primera línea de bar” y con su nueva novela, Simón (Blackie Books), bajo el brazo.

–Lo primero, un quinto ¿no?

–Por descontado.

Más que como escritor, Miqui Otero se describe “como una persona que escribe y que empezó a hacerlo desde muy pequeño, a la que repele el malditismo y procura ser, en la medida de lo posible, alegre”. A los cinco años acostumbraba a redactar un pequeño relato diario en su cuaderno, aprovechando la pausa escolar para comer. “A los ocho, participaba en concursos de relatos en el colegio, con cuentos que luego me copiaban alumnos de otros centros”.

–¿¿Te plagiaban ya con ocho años??

–Sí, e incluso ganaban premios, pero yo me lo tomaba como una forma de elogiar lo que hacía.

De aquella etapa, este cuarentón barcelonés recuerda con cariño su primer personaje, “un fantasma dandy llamado Sabanito, que siempre hacía acto de presencia con una sábana de estampado distinto e impecablemente planchada”.

Con la entrada de la música y las éticas y estéticas Pop en el riego de su vida adolescente, aquel caudal se orientó a escribir artículos para fanzines y revistas. Muchos sobre música y otras expresiones subculturales, ya fuera sobre Northern Soul, la serie The Prisoner, reivindicando el legado de Los Canguros, o incluso organizando un club musical, junto con el también periodista y sibarita musical, Daniel Rodríguez Caruncho, llamado Our Favourite Club.

El recuerdo de Miguel Otero y el reto de Casavella

Los veranos pasados en Lugo, tierra de sus padres, llevaron a un joven Otero a hacer prácticas en la redacción del diario local El Progreso. “Ahí trabajaba otro Miguel Otero así que, para diferenciarme de él, yo entonces firmaba como Miguel Otero Díaz. El caso es que, pese a su timidez, Miguel y yo acabamos haciéndonos íntimos amigos. Y era, de verdad, un tío con un humor afiladísimo y una imaginación desbordante. Pudo no escribir nunca ficción, pero hablar con él era como sumergirte en mil y un relatos. El caso es que la historia acabó de forma trágica, con su muerte repentina y yo entonces empecé a firmar como Miqui Otero, pero nunca como Miguel por respeto a la memoria de aquel enorme escritor sin obra”.

–¿Y cómo das el salto a la novela?

–Por un reto que me planteó Francisco Casavella

La cosa fue así: un día, el llorado autor de El Día del Watusi, primo de Otero, le desafió: “me dijo que a ver si publicaba mi primera novela antes de los 30, lo conseguí por los pelos, aunque él no estaba ya ahí para verlo”, rememora a propósito de su debut, Hilo Musical, que finalizaba con un gran tumulto catártico al ritmo divino de los Majestics y su (I Love Her so Much) It Hurts Me.

Y ahora, años después, Miqui atesora una serie de obras aplaudidas, de las que destaca Rayos, “por ser la que mejor define mis veinte años” y la nueva, Simón, “porque para mí ha significado dar un paso más allá”. También está involucrado en la organización del festival literario Primera Persona, “una muy buena idea, sobre todo al principio”, y colabora en El Periódico y RAC1.

–¿No ejercías también de profesor en la universidad?

–Sí, aunque he tenido que dejarlo por falta de tiempo. Tengo que decir que me gustó mucho dar clases en Bellaterra a chavales poco más jóvenes que yo. Creo que ellos aprendieron, pero yo también aprendí mucho.

Otero acaba de publicar la novela Simón (Blackie Books). ©Elena Blanco

Barcelona como patria

No me gusta la obsesión de esta ciudad por renovarlo todo, por sumirse en una suerte de amnesia forzada que borra su identidad. Parece que todo este ejercicio de ‘limpieza’ esté más pensado para los que vienen de fuera que para los que somos de aquí. Prefiero un bar de toda la vida con un camarero con mejor o peor humor, que una cadena donde escriben tu nombre en el vaso de café”, reivindica el escritor quien, como ocurre a tantas y tantos barceloneses, se considera más de esta ciudad que súbdito o ciudadano de cualquier otra nacionalidad.

“Nací aquí, crecí aquí. Barcelona aparece mucho en mis novelas. Es una relación como la que tienes con un hermano o buen amigo, en casa puedes rajar mucho, criticarla, ponerla a bajar de un burro, pero fuera de ella la defiendes a muerte”.

El bafle escupe, implacablemente, las notas banales de ese mínimo denominador común sonoro llamado radiofórmula, sirviendo de altavoz para raquíticas inventivas musicales grotescamente arropadas por elevados presupuestos de producción.

–Igual mejor quito la radio o pongo algo decente, ¿no?

Miqui Otero se atiza el último trago de su quinto y, haciendo ademán de pedir otro, responde:

–Da igual. Deja la radio puesta con lo que haya y no le demos mucha importancia que el valor, aquí, está en lo que hablamos. Si luego la conversación sigue por derroteros musicales, o bien decae y nos ponemos en plan de dar palmas, ya elegiremos qué escuchar.

Y entonces Maluma queda, con toda justicia, relegado a la categoría de ruido de fondo.