Siendo niño, la gran pasión de Mario Silvestre era el hockey, deporte al que se entregó en cuerpo y alma hasta que un día, a los catorce años, una nueva obsesión se le metió en la vida y lo cambió todo. “Fue en casa de un amigo y no sé por qué pusimos la gala de la MTV que este tenía grabada en una cinta de VHS. Entonces aparecieron aquellos tres tíos vestidos normales, sin melenas rizadas, sin muñequeras de cuero, sin motos caras ni tías rubias en bikini, sin toda la parafernalia del show business. Simplemente tres tíos que podrían ser tú o yo. El cantante dejándose la garganta con un grito que no era musical, sino animal, atávico. El baterista aporreando con furia los tambores. El bajista lanzando al aire su instrumento”. En aquel instante, viendo a Nirvana en directo, la vida de Mario dio un giro. “La música se acababa de convertir en mi pasión”.
Acodado en la barra, degustando una Estrella de media mañana al ritmo de los Posies, el guitarrista, cantante y compositor rememora su entrada en un mundo de notas y compases. “Desde finales de los 60, mi tío Sebastián tocaba la guitarra, haciendo canción protesta y folk. Un día, sencillamente le pedí que me dejara una guitarra para aprender a tocarla y me la prestó”. De aquel familiar por el que guarda un recuerdo preñado de afecto, el músico heredó el gusto por cantautores como Cohen, Dylan o Elliott Smith o el que era el grupo fetiche compartido entre ambos, Simon & Garfunkel. “Defender una canción sólo con tu voz y una guitarra acústica es la prueba última de lo que vale ese tema, de su esencia. Algo que ahora me estoy atreviendo a hacer en algunos conciertos”. El disco que para él iba a unir el gusto por el ruido con el de la canción desnudada y acústica —“el punto medio entre mi tío cantando en acústico y los Sex Pistols o los Sonic Youth haciendo ruido”— es, cómo no, el Unplugged de sus adorados Nirvana.
“Mi primera banda fue Mantra, en la que me integré cuando iba al instituto y con ellos duramos un par de años. Más tarde formé The Solenoids, con los que además de tocar la guitarra decidí que también iba a cantar. Con estos duramos cinco años hasta 2011. Después llegaron Playa Ángel, donde volví a tocar la guitarra y empecé a escribir algunas canciones del repertorio. Con ellos duramos otros cinco años”. Finalmente, en 2016, Mario quiso arrancar un proyecto más personal e intransferible, cantando, tocando la guitarra y componiendo, y así nacieron The Deathlines. Estos acaban de lanzar su álbum de debut Interzone (Kraken), en cada uno de cuyos surcos se respira un amor por los de Kurt Cobain y otras bandas del rock de los 80 y 90 como Hüsker Dü, R.E.M. o No More Lies.
Además de estar en plena fase de presentación del nuevo artefacto por diferentes ciudades, el parroquiano escribe sobre música para cabeceras como Ruta 66 y se halla actualmente inmerso en la escritura, a varias manos, de un libro “que recorre y explica una etapa muy específica de un cantante y compositor que me gusta mucho”. Actividades a las que suma un trabajo “muy vocacional” de profesor de inglés en un instituto de Santa Perpètua de Mogoda y una recién estrenada paternidad, la de su hija Greta, que acaba de cumplir un año.
Muchos mundos que son de este
Cuando tenía once años, Mario marchó con su familia a México. “Mis padres nunca habían salido de España y de pronto ahí estábamos, una familia de Vila-seca cruzando el océano para vivir dos años en Veracruz, donde todo era tan distinto. Aquello me hizo darme cuenta de dos cosas: ni el mundo es tan grande, ni hay que tenerle miedo a viajar. Cuando volví al pueblo a los trece años ya todo era distinto. Yo ya no era el mismo”, rememora.
Años después, ya como adolescente atrapado en la vorágine de la música, el parroquiano visitaba los bares de guiris de Salou, donde actuaban bandas que le interesaban y nadie hablaba una palabra de castellano o, ya no digamos, de catalán. “Era una sensación de estar metiéndome en otros mundos dentro de este. En aquellas noches establecí el vínculo entre música, ocio y lengua inglesa. ¡Yo estudié inglés para entender bien lo que decían aquellas canciones!”. Enamorarse de la literatura en aquel momento vital supuso una casi inevitable cuadratura del círculo que le llevó a dar un paso audaz. “Tras dos años estudiando un módulo de mecanización de metal, les dije a mis padres que lo quería dejar porque lo que realmente quería estudiar era Filología Inglesa. Y se volvieron a fiar de mí. Aquel paso definió toda la siguiente etapa de mi vida, hasta hoy”.
Por todo ello, el músico se muestra especialmente orgulloso “de haber dado tantos tropezones en mi vida, de haberme caído y haberme sabido levantar”.
Una relación plena
Para un chaval de Vila-seca enamorado de la música, Barcelona era un destino obvio desde muchos puntos de vista. “Recuerdo que las seis mil pesetas que me dieron por ganar un concurso de relato de mi instituto me sirvieron para venir al Palau dels Esports a ver a Bob Dylan”, recuerda.
— Imagino que llegaría un momento en que vendrías mucho más a menudo a la ciudad.
“Sí, fue hacia 1999, con el boom de las bandas escandinavas tipo Hives o Hellacopters que venían a menudo a tocar aquí. Yo iba a muchos de aquellos conciertos y fui tejiendo un círculo de amistades ligado a la música”, afirma el parroquiano antes de sorber un trago de cerveza. “En breve hará trece años que vivo aquí —prosigue— y ahora puedo decir que mi relación con la ciudad es plena. Ya no es sólo festiva, basada en la oferta musical, sino que puedo decir que es mi casa”.
Pero, como todos los hogares, hay aspectos que fallan. “No me gusta la forma en que se vende Barcelona como un modelo cultural, cuando lo cierto es que muchas de sus expresiones minoritarias carecen de espacios donde expresarse. Ni tampoco me gusta cuando veo suciedad o violencia en algunas zonas, que parece que retrotraigan a la ciudad a un pasado que yo no viví”, reflexiona acabándose ya del todo la cerveza mientras los primeros compases del Flavour of the month de los Posies llenan el ambiente.
— Lo que puedes vivir es nuestra oferta gastronómica con la siguiente cerveza. Tenemos platos combinados, bocatas, menú, carta, raciones… Y todo sobresaliente.
Mario Silvestre clava una expresiva mirada azul a las viandas expuestas y, tras echar el primer trago de la siguiente cerveza, se decide por una ración de callos.
— Lo que siempre pedimos mi padre y yo cuando, en verano, nos vamos los dos por las barriadas de Tarragona a almorzar en bares de currelas— explica en alusión a esos momentos vitales irrepetibles, en los que se cimientan los recuerdos emocionales más hermosos ligados a los buenos sabores.