Con permiso de My Fair Lady, musical que se representará en el Gran Teatre del Liceu los días 22 y 23 de julio, puede decirse que la temporada musical se coronó con una memorable Lucia di Lammermoor, protagonizada por Nadine Sierra y Javier Camarena bajo la dirección musical de Giacomo Sagripanti, con quien la soprano ya intervino en ocasión de un concierto emitido en streaming durante la época de confinamiento desde el Teatro San Carlo (lugar en que se estrenó precisamente aquella ópera, un 26 de septiembre de 1835). La producción que se presentó en el Liceu, procedente de la Bayerische Staatsoper, abundó en algunos tópicos del romanticismo con una puesta en escena moderna y antigua al mismo tiempo —sin demasiada originalidad a pesar del empleo de videoarte en determinados momentos— que resultó, con todo, más que satisfactoria gracias al rendimiento vocal del dúo protagonista.
Todo el mundo esperaba del tenor mexicano —uno de los favoritos del Liceu, en los últimos tiempos— unas prestaciones sobresalientes en su papel de Edgardo di Ravenswood, y la caracterización del personaje, su aire canalla y un punto introvertido, no impidieron que surtiera el efecto previsto en el momento de mostrar su pasión amorosa, con un canto potente y matizado en los agudos. Mucho más inesperada —una gratísima sorpresa, de hecho, para la inmensa mayoría de espectadores— fue la intervención de la soprano Nadine Sierra, quien aun habiendo cantado el septiembre pasado junto a Josep Pons en el concierto Del dolor a l’esperança, en la basílica de Montserrat, puede decirse que debutó oficialmente en el Liceu el viernes 16 de julio.
Quién sabe si quedará como una fecha para recordar, cuando en un futuro nos remontemos al primer éxito de esta soprano en la ciudad de Barcelona. Sin duda llega ya con una carrera consolidada y reconocimiento internacional, pero no menos cierto es que le espera un futuro pródigo en actuaciones triunfales. A tenor de las muestras de cariño que recibió de los espectadores del Liceu en su estreno, tanto con la ovación cerrada en ocasión del curtain call como durante la ópera —hasta el punto de que el director hubo de interrumpir los aplausos y bravos a causa de su duración, con la orden dirigida al foso de reemprender la interpretación musical— podría tratarse este del inicio de una historia de amor, incluso si se ha comenzado a tejer con la representación de la clásica historia de amor desgraciado.
Basada en la historia de Sir Walter Scott The Bride of Lammermoor de 1819, la ópera de Gaetano Donizzetti incluye momentos de alta tensión dramática, como apunta el aparentemente redundante calificativo de dramma trágico. La intuición de la fatalidad, de hecho, no tarda. Se hace evidente ya en el prólogo instrumental, manifiestamente fúnebre. Una declamación solemne y oscura, marcada por el ritmo ineluctable del timbal, preludia la subtrama de intrigas políticas y traiciones que minará la historia de los enamorados al tiempo que la eleva a la categoría de paradigma, por su la imposibilidad de su realización. Cosmovisión que participa de la arquetípica representación de clanes antagonistas que —por mencionar solo a dos de las creaciones más presentes en el imaginario colectivo— va desde Romeo y Julieta a West Side Story. A propósito de este mítico musical, celebrado en gran medida por la música de Leonard Bernstein, Steven Spielberg ha filmado un remake que podrá verse a finales de 2021.
Una declamación solemne y oscura, marcada por el ritmo ineluctable del timbal, preludia la subtrama de intrigas y traiciones que minará la historia de los enamorados al tiempo que la eleva a la categoría de paradigma
La posibilidad de incidir en la vida emocional del espectador revisitando tramas, a pesar del carácter tópico del planteamiento romántico —el amor como pathos, incomprendido, condenado al fracaso o al sufrimiento— radica en la eficacia los lenguajes empleados. Mecanismos narrativos suscitan afectos que la trama en ningún caso podría imponer de manera directa. Sean eminentemente visuales o musicales, o una conjunción equilibrada de ambos, los estímulos sensoriales condicionan de forma premeditada para que entendamos que lo que sucede en el escenario forma parte de nuestra vida; que representa una proyección o reverberación exterior, la emergencia de una verdad en no pocos casos negada. La desdicha de Lucía, como la de tantas mujeres, cabe vincularla a su consideración de agente pasivo: posee la capacidad de obrar responsablemente, y de hecho no está exenta del cumplimiento de obligaciones morales, pero al mismo tiempo no es dueña de su destino.
A ese rasgo de heroína romántica se le añade lo que propiciará un malentendido fatal —“fundamental” para la trama— como es el acceder a casarse con un hombre a quien no quiere. Se suele decir que todo acto libre es voluntario, pero que no todo acto voluntario es libre, por los condicionamientos —muchos de ellos inconscientes, como decíamos— que permite nuestra humana naturaleza. Esa diferencia se cobra en la trama de Donizzetti un precio elevadísimo: la pérdida del juicio de Lucía, quien enloquece como correlato letal de una decisión, la suya, inducida por los engaños de su hermano.
Una curiosidad altamente significativa para los amantes de interpretaciones psicoanalíticas: quien ejerce de truhan —Lord Ashton, despiadadamente pragmático— asume la intervención malévola de la madre, que constaba originalmente en la obra de Sir Walter Scott. Cualquiera de ellos representa el rol de obstáculo-necesario, que impide la consumación del amor y en la misma medida (sin medida) aviva el deseo.
La modernidad decadente de un palacio desconchado, en la puesta en escena de Barbara Wysocka, acoge la trama y le otorga un cariz atemporal. Es ya un recurso clásico introducir un coche como elemento de atrezo, quien sabe si como añoranza del motor inmóvil que anhela en términos de eficiencia el sapiens sapiens.
Un Lord Ashton despiadadamente pragmático asume la intervención malévola de la madre, que constaba originalmente en la obra de Sir Walter Scott
Arcaica y moderna, posmoderna aspiración que cabalga un Camarena de aspecto engominado y encerrado en su look rebelde. Interioridad insumisa con causa —se nos explica— en contraste con la absoluta exterioridad y consiguiente proliferación de matices gestuales en la soprano Nadine Sierra. Una Lucía que accede a formar parte del circo en clave de sacrificio personal, sin saber realmente lo que hace, hasta que intuye la verdad. Y, entonces, ya es demasiado tarde.
La enajenación de la novia como forma de lucidez conduce a la muerte, cumpliendo la profecía que augura el desdoblamiento fantasmal en escena: la niña que es y no es, que nunca fue ni será más que como proyección del destino que le espera, anunciado mediante la imagen de la fuente y la sangre. La pureza del amor y su inadvertida corrupción, que cinematográficamente narró Tim Burton en The Corpse Bride con una exquisita atmósfera sepia —contrasta con el colorido submundo que habitan los difuntos—, se acompaña en la Lucia de Nadine Sierra de tics y espasmos desconcertantemente convincentes. Especialmente en el episodio en que juguetea con la flauta a solas, en un peligroso ejercicio de descubrimiento y reconocimiento mutuo que consagra el desvarío al esbozar en el aire, con mirada perdida, el contorno de una belleza paradójica.
La enajenación de la novia como forma de lucidez conduce a la muerte, cumpliendo la profecía del desdoblamiento fantasmal: la niña que es y no, que nunca fue ni será más que como proyección
A propósito de la llamada “escena de la locura”, en el tercer acto, hay que decir que originalmente la partitura señalaba la presencia de un instrumento que transmitía como pocos esa aura de irrealidad: la armónica de cristal o glass harmonica, inventada por Benjamin Franklin. Un instrumento para el que Mozart y Beethoven compusieron piezas, y que emite un sonido onírico, suave, pero hasta cierto punto inquietante. Similar al de una copa de cristal mojada en su borde, con tonalidad diferencial según el volumen de líquido o según el tamaño de su circunferencia. Precisamente en la producción muniquesa, de la cual deriva la del Liceu, se quiso mantener ese recurso, que denota la fragilidad, la evanescencia psicológica de la protagonista y acaso también la misteriosa anticipación que suscita la imagen de la fuente.
Aparecida después del mozartiano Elisir d’amore, esta ópera puede leerse como una versión siniestra de la misma historia. Allí los amores de Tristán e Isolda funcionaban como fútil pretexto; puro divertimento para introducir el condicionamiento exterior del vínculo amoroso, pero en un tono juguetón y ligero. En efecto, se anuncia como dramma giocoso, lo cual da a entender el final feliz, tras la resolución de los preceptivos enredos. La contraposición de clanes se vive en el drama inspirado por Walter Scott, en cambio, como una realidad inesquivable.
La sacudida que aún despierta en el espectador se fundamenta en la gestión de la energía psicológica y su sabia modulación a través de las voces protagonistas, las maravillosas actuaciones de Nadine Sierra y Javier Camarena. Se alcanza el efecto catártico también en una versión como la presente, a pesar de la distancia entre el dúo y el resto del elenco, y a pesar de la puesta en escena falsamente trasnochada.
Es un mérito de la ópera de Donizetti —y de esta puesta en escena concretamente— advertir acerca de lo que no puede (no) acontecer. En el fondo, toda comprensión se produce en presente a partir del reconocimiento de una realidad nunca del todo poseída, si acaso anhelada o perdida. O que ya solo queda en la memoria, y aflora con la intervención de la facultad aliada, encargada de crear imágenes (Einbildungskraft). También en términos afectivos, gasolina altamente inflamable para la idealización romántica. La verdad reminiscente que a posteriori trasladarán los versos de la Lucía de Joan Manuel Serrat funciona como diagnóstico y desactivación de ese paradigma (“No hay nada más bello / Que lo que nunca he tenido / Nada más amado / Que lo que perdí”).
Más que la muerte de los inocentes escandaliza la muerte de la inocencia, la añoranza de un paradigma irrealizable desde siempre
Pero la protagonista no goza de perspectiva. El rapto extático que reconoce de inicio estando aparentemente cuerda (el aria Quando rapita in estasi), no le permite visualizar el vértigo de la posibilidad contraria hacia la que se precipita, ni siquiera con la indescifrada visión fantasmal. Parece no apercibirse de la caída o vuelo aciago que insinúa ya el apellido de su amado Ravenswood (“bosque de los cuervos”). Más que la muerte de los inocentes escandaliza la muerte de la inocencia, la añoranza de un paradigma irrealizable desde siempre.
Poner nombre al desafecto radical, a la irrealidad del amor-pasión —la imposibilidad de la imposibilidad— y mostrar el rostro de los que lo desafían en nuestra modernidad líquida, con un desatino que también es celebración, histérica y creativa, cuestionadora de lugares comunes y arquetípica… Todo ello se vive al cerrar descaradamente los ojos a la realidad para sentir la música. Música que vibra y desfallece, pero que también vuelve, siempre. Y, en un instante que dura más allá del tiempo, incluso nos permite perder la cabeza.