Hoy, en la calle de Muntaner, esquina Rosselló, hay mucho más ruido del que hay normalmente por la mañana, cuando los estudiantes entran, de manera escalonada, al colegio San Miguel. Hoy las vallas (estas vallas amarillas donde puedes leer, de vez en cuando, creativos grafitis que expresan sentimientos controvertidos hacia la alcaldesa Colau) no pueden contener todos los bípedos adolescentes que se acumulan alrededor de la puerta, así como a los progenitores. Desde la terraza del bar de la esquina (donde, por desgracia de los consumidores de cafés, han aparcado los autocares) se puede adivinar que los de primero y segundo de ESO se van de colonias. Según oímos, estuvieron a punto de no poder irse, porque ayer un niño tenía fiebre, le han tenido que hacer la PCR de urgencia. “A mí ya me hubiera gustado, mira, que no se fueran… Una semana fuera es mucho… Y haciendo snorkel y bici y de todo…”, se queja una señora, madre de una tal Aina, que ya se ve que comenzará a fumar dentro de dos minutos.
“Mamá, ¡no se te ocurra venir a decirme adiós!”, Dice una chica, con top minúsculo, pantalones cortos y, debajo, medias negras, como de abuela de los años cincuenta. “¡No ha venido ningún padre, sólo vosotros!”, se queja un chico desgarbado y larguirucho. “¡No me digáis adiós!”. Maletas tan gigantescas (llenas de outfits para todo tipo de actividades y situaciones humanas imaginables) que Carles Porta mandaría abrir para comprobar que no hay cadáveres descuartizados dentro, pero también mochilas donde sólo caben unos calzoncillos. También un chico con una bolsa llena de pelotas. La madre de una tal Carla le advierte al profesor que su hija tiene que ponerse crema solar, que se le va a olvidar, y que no se quería llevarse el bañador, pero que ella se lo ha puesto en la mochila a última hora, a escondidas, que lo sepa, porque es que la niña… El profesor sonríe.
Los bípedos rodean la mesa de los consumidores de café, cargan los equipajes en el autocar y suben. Saludan, displicentes, con una leve inclinación de cabeza a los padres, que, en cambio, comentan la jugada y miran, ansiosos, donde está “el suyo”. Volverán, por lo que dicen los adultos, una y otra vez, el viernes a las cuatro de la tarde. “Ay, yo pediré fiesta”, dice la madre de la tal Aina, que ya ha empezado a fumar y se adivina que, en unos instantes, abrazará el gintónic. Y el viernes por la tarde ellos, los hijos, bajarán del autocar, cansados, indiferentes, cabreados mientras que los padres los recibirán como fans de los Beatles. Los que tengan pelo se tirarán de él. Y ese día se acabarán las existencias de pasta en el barrio, pero no servirá de nada, porque los bípedos declararán que, si por ellos fuera, no habrían vuelto nunca, y que allí, en la casa de colonias sí se comía bien. Tanto, que se habrían quedado a vivir.