Impacta la frialdad inicial. La oscuridad, la línea estética conceptual, la sensación de estar penetrando en un universo complejo, y no se me ocurre otro adjetivo que frío. No misterioso, no enigmático, no inquietante, sino frío. Metálico, cuadriculado. Crudo. Enseguida te das cuenta de que han escogido una línea expositiva muy explicativa, muy didáctica, casi enciclopédica.
La Inteligencia Artificial (IA) se nos presenta como una gran lección, un amplísimo abanico de posibilidades que parece enlazar muy directamente con la gran exposición sobre el Big Data (Big Bang Data) que el propio CCCB nos ofreció en 2014. Sí, en 2104; cómo pasa el tiempo. Pero si esa presentación era entretenida, artística, estética, colorida y sorprendente en la forma, esta exposición —coproducida por el CCCB y el Barcelona Supercomputing Center (BSC)—, que podemos considerar la segunda parte de la historia, es una exposición fría y plana. No toca la piel ni toca la fibra. Toca la información, eso sí. Y, en ese sentido, es una exposición impecable.
Lo primero que descubres es que la IA no es el futuro, ni siquiera el presente, sino que hace ya muchos años que es el pasado. Hace demasiado tiempo, por cierto, que en las exposiciones sobre arte digital vemos las mismas figuras antropomorfas que se mueven en una pantalla según los movimientos del usuario: queda, incluso, anticuado. Pero cuando te conectan el Big Data con la IA, que es una conexión necesaria e insoslayable, es cuando te das cuenta de que estamos mucho más en manos de cerebros artificiales, y desde hace más tiempo, de que no te pensabas: los teléfonos móviles, los sensores, los ordenadores e internet acumulan los millones de datos que contribuyen a crear la IA, y lo hacen sin que nos demos cuenta.
La exposición está llena de instalaciones que nos ilustran sobre el gran parecido entre la creación de la IA y la configuración de una red neuronal
Es a partir de esos bancos de datos que la IA recopila, crea sus lógicas, construye imágenes y enlaza conceptos de una manera del todo imposible para el cerebro humano: y es aquí donde resulta tan útil como peligrosa. El reconocimiento facial es un elemento ya presente en nuestras políticas de seguridad, así como para ordenar por ejemplo la conducción de vehículos, pero el problema de estas utilidades es el grado de dependencia que pueden crear. En efecto: ¿Qué puede suceder si fallan? ¿Si la IA falla en el reconocimiento facial aunque sea una sola vez, con una sola persona? ¿Quién responde de esto y, sobre todo, cómo evitarlo?
La exposición está llena de instalaciones y pantallas, con explicaciones detalladas en paneles, que nos ilustran sobre el gran parecido entre la creación de la IA y la configuración de una red neuronal. Los algoritmos pueden parecer arbitrarios, pero se basan en probabilidades y en lógicas, y pueden establecer nuevos lenguajes que pueden ser incluso conmovedores: en la exposición, pones tu mano bajo una cámara y puede tomar la forma de una nube, de galaxia, de mar o de fuego. Con un realismo casi inverosímil, de tan dinámico, detallado, vivo y en directo que es.
Pero enseguida pasamos de estas intervenciones más artísticas, más conmovedoras (pocas), a otra sucesión de ejemplos prácticos sobre la IA: la ayuda que presta en la detección precoz de incendios forestales, o en la identificación de nuevos planetas, o en la previsión climática, o en la elaboración de tratamientos médicos personalizados y servicios de traducción simultánea sorprendentemente veloces y eficaces. Otras aplicaciones son más de entretenimiento, o de curiosidad, como la capacidad de disponer de todos los fonemas y subfonemas de los discursos de John Fidgerald Kennedy para disponer de un JKF permanente al que se le puede pedir decir cualquier cosa. O a destacar la referencia a la experiencia Reprocessing piano + AI, presentada en el Pabellón Mies Van der Rohe en el marco del Sónar de este año, donde la máquina, el trasto, reacciona en tiempo real a la música interpretada por una pianista: se crea, al fin y al cabo, un curioso dúo musical a cuatro manos.
Aprendemos también que en China la IA ya se encarga de dirigir los camiones de bomberos, o de regular el cambio de los semáforos para que los vehículos de emergencias puedan llegar con menos interrupciones a su destino, o para que el tráfico se adapte a las condiciones climatológicas o de densidad de circulación, reduciendo energía y polución lumínica. Y después vienen las preguntas éticas, como en manos de quiénes acaban estando estos datos, y en manos de quiénes son dirigidas las inteligencias artificiales (observamos, sin embargo, que pueden estar en buenas manos y obedecer a objetivos humanitarios de forma muy eficiente) .
Y aparte, un repaso a la prehistoria de la IA (el dispositivo Bombe dirigido a descifrar mensajes encriptados alemanes durante la Segunda Guerra Mundial), o los primeros robots en forma de tarántula móvil o de mano mecanizada, o las victorias de Kaspárov contra el ordenador ajedrecista Deep Blue en 1996, con la simpática aparición final de un perrito de última generación que parece responder a los estímulos planteados por su artificial inteligencia. De nuevo, aquí un pequeño oasis para la sensibilidad: la instalación Myriad (Tulips), de Anna Ridler, que fotografió y clasificó más de 10.000 tulipanes para controlar las imágenes generadas por la red neuronal. Se entienden peor las referencias al gólem o a Frankenstein, si no es por pinchar nuestro imaginario de pesadillas hacia criaturas inteligentes que cobran vida, pero puestos en medio de tanto sentido práctico parecen un poco fuera de sitio.
La pregunta básica es obligada: ¿es realmente artificial, la IA? ¿Qué entendemos por inteligencia?
La pregunta básica es obligada: ¿Es realmente artificial, la IA? ¿Qué entendemos por inteligencia? Pero queda poco expuesta la conexión con las artes, la música o la literatura, que habrían permitido más espacios sensibles y sorprendentes, por mucho que se haga referencia a la inclusión de la codificación del ADN de los miembros de Massive Attack en uno de sus álbumes, o a poder añadir ADN sintético en la pintura de un spray o, por mucho que exista, la instalación interactiva donde puedes armonizar tu voz en tiempo real con la de Maria Arnal. Sí es interesante la conexión conceptual que se hace de la IA con la secuencia del ADN, ya que siempre hablamos de datos descodificados, lo que ha permitido resucitar olores perdidos (podemos oler la esencia de las flores de un árbol desaparecido en 1912 en Hawai) o rediseñar plantas, ratones, correos y (potencialmente) personas.
A la salida de la exposición, los murales alicatados del patio del CCCB nos advierten, entre sus viejas florituras: Del poc que tens, content seràs / si tot ho vols, tot ho perdràs. El sabor que queda al salir de la exposición no es el de peligro, ni el de la magnitud de lo que nos viene encima, ni siquiera el de una excesiva (ciertamente) carga de datos como si nuestra cabeza tuviera que hacer un gran Big Bang Data final. El regusto que queda, me temo, es que la exposición pudo ser más divertida, más sensible, más artística y más humana. Pero a mí no me hagan caso. Los cerebros que la han diseñado deben ser de una inteligencia superior, a la que no puedo acceder con mi humana medida. Sin duda, será que no estoy preparado para tanta artificialidad.