¿Por qué el ser humano ha tenido la necesidad antropológica, ancestral, de ocultar el rostro en determinadas circunstancias? A esta pregunta intenta responder el CCCB a través de la exposición La màscara no menteix mai, que se podrá visitar hasta el 1 de mayo próximo. Desde los inicios de la humanidad, la máscara ha tenido un uso religioso y ha ido adquiriendo otros. Desde el festivo y teatral, a su uso en las prácticas de las sociedades secretas. La máscara ha sido una manera de inspirar terror, pero hoy, en tiempos de pandemia, se ha convertido en elemento de defensa contra una fragilidad global que el virus ha puesto en evidencia.
El visitante no va a encontrar ni una exposición integral sobre la máscara ni desde un punto de vista únicamente antropológico. La muestra se adentra en una historia que sus comisarios, Jordi Costa y Servando Rocha, califican de “subterránea”, en la versión “desacralizada” de la máscara cuando en los últimos 150 años “se infiltra” en el “paisaje político” al servicio de “perversos ejercicios del poder”.
La exposición, estructurada en siete capítulos, fue inspirada por el libro Algunas cosas oscuras y peligrosas. El libro de la máscara y los enmascarados que Rocha, uno de los comisarios, publicó en 2019. Así, durante el recorrido de la muestra, el visitante va penetrando en mundos tenebrosos e inquietantes como el del Ku Klux Klan, la masonería, Fantomas, la lucha libre mexicana y Anonymous, entre otros. Todos ellos representan distintas edades de la máscara y nos descubren diversos significados de la ocultación del rostro.
La evolución del uso de la máscara se nota en organizaciones como el propio Ku Klux Klan. Cuando surge a finales del siglo XIX, lo hace, según los comisarios, en un contexto carnavalesco, en el que los rostros ocultos interpretan a soldados del sur fallecidos en la guerra de Secesión norteamericana que regresan de sus tumbas. La imagen actual del Klan se gesta a partir de 1915 con la película El nacimiento de una nación, de D. W. Griffith, ya con la indumentaria de hábito blanco y capucha estilo nazareno.
La máscara también se adentra en el universo criminal, y en este tramo de la exposición cobra protagonismo Fantomas, el rey de los ladrones, como líder de una serie de personajes que cubren su rostro con la intención de delinquir. Aquí conoceremos a Eduardo Arcos, un hábil ladrón de guante blanco de la España de principios del siglo XX que se camuflaba tras unas mallas y capucha negra. Arcos se reivindicaba como el auténtico inspirador del personaje literario creado por Marcel Alain y Pierre Souvestre.
Los comisarios dedican especial atención a la masonería, donde el antifaz se utiliza en algunos momentos de la ceremonia de iniciación. Costa y Rocha se centran, sin embargo, en lo que ellos denominan “el gran fraude” perpetrado a finales del siglo XIX por el escritor Léo Taxil, el iniciador de un discurso y literatura antimasónica amparada en lo que hoy llamaríamos fakes. En efecto, Taxil exageró las prácticas rituales de la sociedad secreta para construir un imaginario que equiparaba la masonería al satanismo aprovechando un contexto de antisemitismo en auge y de enfrentamiento de la Iglesia católica con las logias. Taxil influyó en todo el antimasonismo posterior, incluido el ejercido por el franquismo contra lo que denominaba contubernio judeomasónico. La muestra ofrece imágenes de un templo masónico real en contraste con el que la dictadura reconstruyó en la sede del actual Archivo de Salamanca, ambientado con personajes con capucha negra y una decoración tenebrosa y diabólica para inspirar el rechazo de la población a esa especie de enemigo invisible al que el régimen culpaba de todos los males de España.
Tras una incursión por la lucha libre mexicana, V de Vendetta, el icónico cómic de Alan Moore y David Lloyd, y el movimiento Anonymous, la exposición no tiene más remedio que finalizar con la instalación de una enorme mascarilla quirúrgica para reflexionar sobre su uso en la pandemia. Era un capítulo no escrito, pero de obligada inclusión como colofón de la muestra. La mascarilla se ha convertido hoy en la máscara más global de la historia a causa de la irrupción de la Covid-19 y sus mutaciones. ¿La llevamos por miedo o responsabilidad? ¿Se trata de un medio de control político sobre la población?
En cualquier caso, la pandemia ha producido una inversión en el significado de la máscara. Si hasta ahora había sido un instrumento generador de miedo, de clandestinidad y peligro, hoy nos identifica como miembros solidarios de una comunidad vulnerable por el virus, de modo que el rostro desnudo nos provoca ahora la perturbación e inquietud que se asociaba a la máscara.
Como toda exposición del CCCB, no nos la podemos perder.