Àngel Llàcer (Barcelona, 1974) habla a mil revoluciones por minuto. Mientras enlaza una idea con otra y otra, hace bromas y, si hace falta, se tira al suelo para hacer abdominales. Dispara chistes, pero sin tener la intención de ofender a nadie, solo provocar risas. “Para ser humorista, tienes que ser muy empático”, defiende en una entrevista con The New Barcelona Post desde su gimnasio, el DIR de Sant Cugat. Se trata de la primera entrega de una serie de entrevistas a personajes en forma de la sociedad civil barcelonesa que publicaremos con el apoyo de DIR, la cadena de gimnasios líder en Catalunya.
El director y actor teatral se encuentra ahora inmerso en su último musical, The Producers, que se puede ver en el Teatro Tivolí hasta febrero de 2024. Un clásico de Broadway que aterriza en Barcelona con una producción de una magnitud poco habitual en la ciudad, con un presupuesto de 2,7 millones de euros, un elenco formado por más de 20 actores y bailarines, una orquesta en directo y una escenografía de gran formato. A todo esto, a partir de esta semana, suma a la cartelera El Petit Príncep en la sala Paral·lel 62, la antigua BARTS.
Es una cara conocida que no soporta hacer colas ni “todas las cosas que establece la sociedad”. Ah, y siempre tiene problemas para recordar tres palabras: funcionario, conservador y Meryl Streep. Con los años, dice que se ha vuelto vergonzoso, “antes hablaba con todo el mundo, iba a un restaurante y acababa enseguida en la cocina; en una fiesta, en el escenario cantando…”. Ahora, además, ha topado con la crisis de los 50: “Es más triste que la de los 40 o los 30 porque es de la vejez, es el cuerpo, como me cuelga el cuello, qué piel de elefante tengo”. Con todo esto, siente que la gente lo rechaza y critica por la imagen que se ha construido alrededor del nombre de Àngel Llàcer. “Àngel Llàcer no tiene nada que ver conmigo. Yo soy Àngel. No sirve de nada ser Àngel Llàcer”, señala.
— Antes de salir al escenario, ¿sigues algún tipo de ritual?
— Básicamente, lo que hago es calentar durante veinte minutos, con estiramientos, abdominales y flexiones, o sea, tonificándome. Una vez el cuerpo está caliente, toca calentar la voz durante diez minutos. Entonces, ya estás preparado. Después, pongo una música animada y reúno a toda la compañía antes de salir al escenario, hacemos el atún, que le digo yo.
— ¿El atún?
— Esto es crear una energía positiva. Al fin y al cabo, siempre pienso que los musicales son una fiesta. Cuando tú te arreglas porque vas a una cena o vas a salir, tienes esta actitud. Es hacer un poco lo mismo, ponerte en un mood que sea de diversión.
— Tiene que sonar Chenoa y Mónica Naranjo.
— Sí, sí, de todo, siempre que sean canciones animadas. Cuando yo estoy en el camerino y me están maquillando, si suena María Dolores Pradera, malo.
— Agárrense que vienen curvas.
— Tengo que decir que yo soy muy peligroso porque en el escenario siempre hago feliz a la gente, pero no solo al público, sino también a los compañeros. Cuando estoy cansado es cuando más me temen. Cuando llego y digo, “ay, hoy estoy muerto, estoy cansadísimo”, todos hacen ya “ui, ui, ui”. Es cuando más se me va la cabeza. El cansancio me ayuda.
— ¿Cómo?
— Les hago bromas. Y después los dirijo. Muchas veces los muevo, les digo: “¿Tú qué haces ahora? ¿Esto te lo he dirigido yo? Yo no te he dicho nunca de hacerlo así”. Todo esto, mientras me están hablando en la escena y, entonces, me toca a mí y digo mi texto.
— Y el público ni se da cuenta.
— No lo nota nadie, es muy fuerte. Pero son espectáculos de gran formato, es decir, si fuera una obra pequeña, de dos personajes, no se podría hacer.
— ¿Algo más?
— También me gusta jugar e investigar el lenguaje teatral. Lo utilizo para saber cuáles son los límites. O sea, cuánto rato puedo estar en silencio ante el público. Lo pruebo hasta que aplauden, se enfadan, ríen… A Armando Pita (en el papel de Max Bialystock en The Producers), por ejemplo, le hago repetir una frase sobre un sombrero de productor de Broadway. Al principio, no lo quería hacer porque le daba vergüenza, claro, te tiras sin red. Yo le decía tú sigue porque llega un momento en el que el público ríe por la absurdidad de todo esto.
“Me gusta jugar e investigar el lenguaje teatral. Lo utilizo para saber cuáles son los límites. O sea, cuánto rato puedo estar en silencio ante el público. Lo pruebo hasta que aplauden, se enfadan o ríen”
— Como una catarsis colectiva.
— Exacto. A la gente le gusta mucho ejercitar la risa. Yo creo que el éxito que hemos tenido con La Jaula de las Locas, Cantando bajo la lluvia o The Producers es que hacemos felices a la gente. Se van contentos a casa y habiendo vivido una experiencia colectiva alegre. No en plan, “ay, me ha interesado mucho o he encontrado que no sé qué”, no, sino que de repente dicen, “hostia, es que me he reído, hasta me hace daño la cara”.
— Calentar el cuerpo y la voz, hacer el atún, pensar bromas y dirigir mientras cantas y bailas… ¿Es muy exigente hacer un musical?
— Por eso necesitas una preparación. En The Producers tengo un papel más pequeño, pero en La Jaula de las Locas tenía un papel protagonista y mi vida estaba dedicada a esto. Es un poco como ser un atleta. Tenía un entrenador personal que venía cada día, a quien cogía para que me obligase a hacer deporte, no para que me guiase. Tienes que estar tonificado y tienes que dormir las horas que tienes que dormir, pero también tienes que comer bien y no pasarte de peso.
— Toca dieta.
— La verdad es que siempre he tenido una alimentación muy sana. Cuando me dicen de hacer dieta, lo único que me quito es el alcohol. A mí me gusta tomarme un vinito, sin hacer excesos. Pero te tengo que decir que, muchas veces, para la voz… Esto es muy políticamente incorrecto… Cojo una borrachera y al día siguiente tengo mejor la voz.
— Me lo apunto.
— Te lo digo en serio. Al final, la voz eres tú. O sea, no es “tengo una cosa aquí, no sé qué…”. Cómo tú estás, está tu voz. Y, si estás triste, tu voz está como balada; si estás alegre, está brillante. Entonces, muchas veces vas acumulando tensiones y, un día, sales de fiesta y te emborrachas como una cuba. A la mañana siguiente, te levantas con resaca y, como que se han relajado todos tus músculos de la borrachera, también lo ha hecho la voz.
— Todo esto si no te has quedado afónico de tanto chillar de fiesta.
— Te sorprenderá, pero yo no chillo. Yo soy de aquellos que están en la barra y no se les nota que van borrachos.
— Los que aguantan más.
— Hay quien te dice que se ha tomado dos cervezas y ya va borracho, pero yo me puedo tomar ocho gin tonics y estoy igual. Tengo un hígado… Creo que nunca he llegado al punto de hablar mal o no vocalizar, pero sí que me gustan mucho los borrachos. Mucho. Te lo juro. Como hay tanta hipocresía en el mundo, cuando se emborracha la gente, se quitan unas cuantas capas de encima y se muestran un poco más como son, y esto me encanta. Los borrachos son un poco como los niños. A mí los niños pequeños no me gustan, los detesto, pero los que tienen una edad, cuando empiezan a hablar, me gustan mucho, porque son tal y como se muestran, no tienen filtros y te dicen qué está bien y qué está mal… Y, los borrachos, lo mismo. Lo que pasa es que hay borrachos que realmente son muy desagradables porque han tenido tanta presión social y se han intentado comportar de una manera tan correcta, que después se emborrachan y dices “ay, mira, vete a la mierda”. Yo, como que me comporto igual en todas partes y huyo de la presión social, intento no tener vergüenza y que nada me haga sentir mal.
“Me gustan mucho los borrachos. Como hay tanta hipocresía en el mundo, cuando se emborracha la gente, se quitan unas cuantas capas de encima y se muestran un poco más como son”
— No tener vergüenza te habrá ayudado para enfrentarte a una audiencia. ¿Cuándo empezaste con el teatro?
— La primera vez que fui al teatro fue porque tenía que salir yo. Era en el cole, hacía de bebé e iba con unos pañales muy grandes. Como un nacimiento. Era una obra de Apollinaire. Después hice Stravinski y Molière. Yo iba al Liceo Francés y todo era en francés. Me transformé en el que tenía los papeles protagonistas en el cole.
— Pero no te pusiste a estudiar teatro cuando acabaste.
— No, me fui a hacer Empresariales a Esade, pero duré poco, muy poco. Lo dejé a los tres meses y empecé en el Institut del Teatre al curso siguiente, pero me quedé dirigiendo el grupo de teatro que había en Esade durante cinco años, cada martes y jueves. Ahí probé obras que después hice profesionalmente. Por eso, conocí a tanta gente de Esade y mantengo el contacto con ellos. Yo los veía ahí y me decían, “ah, tú, qué desgraciado”. Pensaban que no estaba bien de la cabeza por haberlo dejado, ir a Esade era como aprender a hacer dinero, ¿no? Pensé que, si tenía que hacer dinero, ya lo haría. Con los años, creo que puede llegar a ser divertido, es como jugar un Monopoly a lo grande en la vida. La ambición de hacer dinero te puede estimular. Hay gente que dice yo quiero ser rico y otra que quiere hacer el mejor croissant del mundo o teatro. Ahora, ellos se ríen porque he acabado ganando más dinero yo que muchos de los que estudiaron en Esade. Esto ya es otro tema. La gente se piensa que estoy superforrado y no es verdad. O sea, he ganado dinero, pero no estoy forrado, eso es otro nivel.
— Si no, no estarías haciendo cada semana un musical.
— Es exactamente lo que les digo. Si fuera rico, no estaría haciendo esta entrevista ni ahora tendría que ir al teatro a hacer la función.
— ¿Cómo se lo tomaron en casa cuando dejaste Esade?
— Fatal. Mi abuela no me hablaba y mi madre, superenfadada, iba llorando y diciendo “hijo mío, qué desgracia”. Vaya, un apoyo horrible, nefasto. Cambió cuando hice El somni de Mozart, que fue un éxito rotundo en la cartelera de Barcelona y recibí premios y me hacían las primeras entrevistas.
— Una entrada por la puerta grande.
— Entonces caía muy bien y mira que hacía lo mismo que ahora. Yo soy como cuando tenía 23 años, pero, entonces, la gente se tomaba como graciosa esta impertinencia. Y ahora no porque empiezan a volcar en mí sus frustraciones, anhelos sociales… El triunfo no gusta. Para ellos, yo soy un triunfador y esto les molesta mucho y me cogen una manía absurda. Intento tener siempre virtudes y, cuando tengo algún defecto, lo intento pulir enseguida o no tenerlo. Igual que la gente se cuida el cuerpo, yo me cuido mi manera de ser. No chillo, evito el conflicto, siempre prefiero el diálogo, soy cariñoso, simpático, generoso… Yo tengo Twitter, pero no entro nunca. Mis amigos me lo leen y veo que me insultan. Y pienso, “hostia, qué fuerte”, son capaces de crear un personaje que no existe y realmente les caigo mal y me atribuyen unas cosas horribles.
— El éxito…
— Yo no pienso que sea eso. Mira, ahora mismo, el éxito para mí sería no ser Àngel Llàcer. Que tú no tuvieras ningún interés en hacerme esta entrevista, o sea, que quisieras hablar conmigo por mi persona, no porque soy Àngel Llàcer. Pero no es así, soy un fracasado. Àngel Llàcer no tiene nada que ver conmigo. Yo soy Àngel.
“Yo tengo Twitter, pero no entro nunca. Mis amigos me lo leen y veo que me insultan. Y pienso, “hostia, qué fuerte”, son capaces de crear un personaje que no existe y realmente les caigo mal”
— Hm.
— Te lo digo de verdad. A mí la gente cuando me dice, “es que eres famoso”, pienso, “tú eres idiota”. No sirve de nada ser Àngel Llàcer. De nada. El año pasado hice El temps i els Conway en el TNC, fue la obra más vista y al público le encantó, pero las críticas no fueron buenas y no estuvimos nominados a ningún premio. Es porque soy yo. Es un “lo hace Àngel Llàcer” y ya está. La cosa es que me gusta el trabajo que hago, me gusta que la gente salga del teatro y diga que se lo ha pasado superbién. ¿Qué hago? ¿Qué puedo hacer?
— Complicado.
— Por eso, estoy en la Garrotxa. Allí soy Àngel. Bueno, el primer día soy Àngel Llàcer, después ya está. He encontrado mi refugio en la Garrotxa, donde puedo dejar de ser Àngel Llàcer para ser Àngel. Y, cuando vengo a Barcelona, tengo un choque de Àngel Llàcer.
— Una última pregunta. ¿Mientes en las entrevistas?
— Siempre. Pero creo que hoy no he dicho ninguna mentira. En las entrevistas de mierda siempre miento.