— Hemos cenado y comido muchas veces, pero, en cambio, hay muchas cosas de ti que no sé.
— Claro, porque nos conocemos de estos encuentros de amigas, pero del resto de temas no hablamos mucho.
— Por ejemplo, no sé si eres creyente.
— No soy creyente. Fui a un colegio religioso, estoy bautizada, he hecho la comunión, la confirmación y en la confirmación me confirmaron que no era creyente. Sirve para eso la confirmación, ¿no? Pero, en cambio, ¡sí que rezo!
— ¿Como hábito?
— ¡Claro! Piensa que a mí me acostumbraron a rezar cada noche el jesusito de mi vida, el ángel de la guarda dulce compañía y el padre nuestro.
— ¿Cada noche?
— Mi madre era creyente. Y mi padre, un agnóstico rematado, pero en casa teníamos el hábito de rezar cada noche antes de ir a dormir. No lo hacíamos en voz alta, ¿eh? Pero cuando éramos más pequeñas, sí.
— ¿Las monjas sabían que no eras creyente?
— Yo creo que no. De todos modos, en COU ya no hacíamos religión y la monja que habíamos tenido era una monja muy moderna.
— ¿Eras buena estudiante?
— Aplicada pero caótica. Me costaba mucho organizarme. Yo creo que debo ser TDAH porque me costaba mucho concentrarme y me despistaba con cualquier cosa. Pero con los años me fui centrando.
— ¿Dirías que tuviste una buena infancia?
— Tengo un buen recuerdo, pero no diría que tuve una niñez pletórica. Recuerdo que a veces sentía envidia cuando mis amigas se iban al pueblo de vacaciones, porque nosotros no teníamos pueblo. Al ser de Tarragona ya no teníamos que ir a buscar la playa a otro lugar, pero para mí entonces era quedarme en casa.
— ¿Cómo nace tu interés por ser actriz?
— De una manera muy natural e inherente. Lo dije siempre en casa y cuando jugaba con las amigas yo dirigía los juegos. En el fondo estaba teatralizando y repartiendo los papeles que tenía que hacer cada una. Y tengo recuerdos de muy pequeña subiéndome a una silla y haciendo de Montserrat Caballé. Mi abuelo también era actor y a pesar de que no lo vi nunca sobre un escenario, porque dejó el teatro de muy joven, seguramente también tuvo que ver.
— ¿El abuelo materno?
— Sí, Josep Maria Tarrassa. Trabajaba en Radio Tarragona haciendo vocecitas. Hacía el personaje infantil Maginet Pelacanyes y debía de haber algo que me influyó.
— En casa, por lo tanto, lo vieron siempre bien.
— No te creas. Tuve el apoyo del abuelo que jugó a favor. Pero en casa sabían que a mí me gustaba picotear de todas partes: ahora quiero bailar, ahora quiero tocar el piano, ahora quiero hacer teatro y recuerdo que mi padre me dijo: “tú esto lo quieres hacer para fardar, la carrera de actor y actriz es para fardar”. Y paralelamente a hacer las pruebas de ingreso en el Institut del Teatre hice las de Comunicación Audiovisual en la Universitat Ramon Llull. Porque, además, yo había entrado en Historia y pensé: “qué demonios hago yo en Historia?”. No me interesaba nada. Al final solo fui al Institut del Teatre.
— ¿Qué es lo mejor de tu trabajo?
—Que no es un trabajo.
— ¿No es un trabajo?
— No. Es una vocación. Y además tengo una suerte que no me la acabo. ¿Qué quizás no hago el tipo de teatro que me gustaría? Quizás, y ahora abriríamos otro melón. Pero también hago otro con el que me lo paso muy bien y hago pasarlo muy bien a la gente. Esto no quiere decir que no me haga sufrir, pensar en si se acaba, en si no me llaman más, pero vamos, como en cualquier otro trabajo.
— El plus de inestabilidad que tienen las profesiones más artísticas.
— Artísticas o simplemente autónomas. No quiero darle esta pátina romántica de trabajo artístico. Un tío que es fontanero estará sufriendo igual que yo.
— Los grifos se estropean siempre. Y la edad en su caso, no sé si es tan determinante como en tu trabajo.
— Eso sí. En mi caso tienes que estar demostrando constantemente que eres apta. Pero si el fontanero el día que viene lo hace mal, o ensucia mucho o es un imbécil, tampoco lo volverás a llamar.
— ¿Dirías que te has convertido en la actriz que querías ser?
— No. Yo me veía haciendo un Chéjov en el Lliure y todavía pienso en el día en que a ver si caen las etiquetas y nos dan esta oportunidad.
— ¿Qué impide que puedas hacer un Chéjov en el Lliure?
— Que no caigan las etiquetas de actriz cómica o humorista. Y a veces sin la palabra “actriz” porque directamente te llaman cómica. Somos actores y actrices que podemos hacer muchas cosas.
— ¿Cómo recuerdas tu primer día en el Institut del Teatre? ¿Se parecía a lo que veíamos en Fama?
— No (ríe). Y me hubiera encantado que se pareciera. De hecho, tenía una amiga que iba mucho como de Fama, porque ella quería que aquello fuera Fama y se vestía como los de la serie.
— “La fama cuesta y aquí es donde vais a empezar a pagar, con sudor”. Me sé la frase de memoria.
— De repente te das cuenta de que aquello (Institut del Teatre) no es como en la tele. Fue mucho más terrenal y práctico de lo que pensábamos. Yo siempre digo que si nos hubieras puesto a los de mi promoción delante de la facultad de Ingeniería Industrial hubiéramos colado perfectamente porque éramos el anti glamour y la anti farándula. Cesc Casanovas, David Olivares, Pau Miró, Òscar Muñoz, Xavi Serrano. Éramos supernormales y cero “numereros”.
— Con muchos de ellos has acabado trabajando en el Polònia.
— Pero yo creo que ha sido por casualidad porque venimos de hacer cosas muy diferentes. Y además en el Institut del Teatre no hacíamos nada que se pareciera a esto. Quizás el que se acercaba más era Cesc, que imitaba. Coincidimos en el Polònia por puñetera casualidad y mira, ¡llevamos media vida juntos!
— ¿El aplauso del público es mejor que un orgasmo?
— No. El orgasmo es mucho más físico. Creo que lo más próximo a un orgasmo metafórico es clavar una réplica y que te la rían, mucho más que el aplauso final. Porque aplausos siempre hay, más o menos fuertes, aunque sean por protocolo o compromiso. Pero que durante la función oigas a la gente reír o emocionarse es mucho más gratificante. Para mí es mucho más placentero el público cuando he cantado que cuando he actuado.
— No sabía que cantabas.
— ¡Me lo pasaba tan bien! Cantaba jazz. Primero con el grupo pseudo-amateur de unos amigos que se llamaba Blue Crepe Jazz Band y después conocí la Clara Luna, Santi Careta, Dani Comas, Santi Serratosa. Vivíamos en el barrio de Gracia y nos gustaba el jazz. Y empezamos a cantar. Y es esto que tienen los músicos, que son tan generosos y no van con tantas puñetas como los actores. Hicimos un grupo que se llamaba Les Voisins, porque éramos todos vecinos.
— Acabas de debutar como novelista con el libro No ho sé, digue-m’ho tu (Navona). Dices que es auto-ficción.
— Porque el germinado soy yo.
— La protagonista es una mujer, madre, en un proceso de separación, a quien se le muere la madre y aparece un abuelo como el tuyo. Me suena.
— El abuelo es el único a quien no he sabido cambiarle el nombre, ni la profesión, ni el lugar.
— ¿Cuándo empezaste a ser consciente que la gente miente?
— (suspira). Que las mentiras hieren y que puedes herir mintiendo, supongo que en la adolescencia. Cuando vas entrando en la edad adulta y usas la mentira como arma de destrucción masiva.
— La protagonista vive permanentemente en la mentira y el autoengaño y hay un momento en el que se pregunta si se empieza mintiendo primero a los otros o a uno mismo.
— Yo quería hablar de aquella sensación que muchas veces nos invade de decir: “soy una estafa” por la manera de ser, la manera de hacer, que si eres un bluf, que si engañas a la gente, que vas de una cosa que no eres. Y todo esto surge de una falta de autoestima.
— ¿Y a qué atribuyes esa falta de autoestima?
— Estudiar teatro hace que te compares mucho con los demás. El ser juzgado. Y si no tienes la autoestima muy bien colocada y por tu ego te crees que en tu micro-mundo eres “lo más” de repente ese mundo se abre y ves que hay más gente. Entonces empiezas a compararte a muchos niveles. Y la novela nace a partir de querer descubrir si mintiéndome a mí misma, lo que estoy haciendo es mentir a los demás. No sé cómo vas a transcribir eso (ríe). Es un poco paranoia.
— ¿Eres partidaria de explicarle a alguien que lo están engañando?
— Uf, soy partidaria de explicar, pero a veces no me he visto capaz de contarlo. Supongo que por miedo a salir salpicada. En según qué terrenos quizás es más fácil advertir que en otros.
— ¿Quién fue la primera persona que leyó el libro?
— Se lo mandé directamente a Ernest Folch (el editor) porque iba de puto culo. ¡Lo entregué in extremis!
— ¿Antes que Ernest no lo leyó nadie?
— Habían leído algunas cosas Marta Bayarri, Marta Buchaca, Mireia Portas…
— ¿Lo ha leído tu hijo?
— No. Ni creo que lo lea hasta dentro de muchos años.
— ¿Por?
— Porque me lo ha dicho él: “no me lo leeré”. También creo que todavía no está preparado para leer este tipo de literatura. Primero que lea cosas más ligeras.
— Me ha encantado cómo está escrito.
— A mí esto me ruboriza mucho. Pero cuando lo entregué para que lo leyeran siempre pensé que había escrito una cosa que no estaba tan mal (ríe). Porqué además como no me juego nada a nivel profesional, pues no me angustia.
— Tu madre, la Menchu, murió hace casi un año de forma inesperada. Todavía no habías acabado el libro. ¿Crees que le habría gustado?
— Yo tenía mucho miedo. Pensaba, cuando lo publiquen a ver cómo se lo toma. A ver si entiende que hay mucha cosa ficcionada. Aunque tampoco sale nada que yo no hubiera hablado ya con ella.
— No debía de ser fácil tener que acabar el libro en medio de un proceso de duelo. ¿Cómo lo gestionaste?
— Me ha servido como terapia y, además, la muerte de mi madre ha transformado el libro.
— Sí, porque a la protagonista también le pasa esto.
— La figura de la sirena que tiene que ir saliendo. Y descubro que probablemente es mi madre. Ha sido todo muy intuitivo.
— Un amigo me dijo una vez que las madres no mueren nunca.
— Es verdad (se emociona)
…
Con ella me costaba mucho decirnos te quiero, pero últimamente nos lo habíamos dicho. Y ahora a quien se lo digo mucho es a mi padre. Y a mi hijo ya le he enseñado que esto hay que hacerlo y él ya me lo dice de forma natural.
— Somos hijos de una generación a la que decir te quiero le costaba mucho.
— Porque ellos han sido la generación de la practicidad, de no mostrar sentimientos porque la vida es ir al grano. Y también está la cosa catalana de ser cerrados, de “no estemos por hostias”. Y entonces veías las películas americanas y todo el rato se estaban diciendo te quiero y te parecía todo muy extraño.
— La influencia de la madre sobre la protagonista es muy importante. ¿Cuesta no repetir patrones?
— Aprendemos por imitación y las emociones también se aprenden imitando. Por eso a veces cuesta reeducarse.
— ¿Ser madre ha sido tal y como habías imaginado?
— Ahora que tengo un hijo adolescente, creo que entiendo lo que es la adolescencia por el recuerdo de mi propia experiencia; en cambio, el caos de cuando son bebés, es otra cosa. Esa época lo pasé muy mal. Probablemente, porque somos una generación bastante poco sufrida.
— El libro también sobrevuela las dificultades que tenemos a la hora de tomar decisiones. ¿Si te pregunto por la más difícil que has tomado?
— Soy una persona a quien le cuesta mucho tomar decisiones y si encima es algo que afecta a mi hijo, ni te cuento. Te diría que estoy convencida de que tomé una muy mala decisión cuando, mientras estaba haciendo una obra de teatro con la compañía Menudos, la productora El Terrat me ofreció irme a Madrid y me fui. Y creo que esta decisión me penalizó mucho artísticamente.
— ¿Qué fuisteis a hacer a Madrid?
— El programa La última noche, que pretendía ser un tipo de Saturday Night Life y que fue una mierda, porque lo cancelaron y todo el equipo habíamos puesto mucha ilusión en el proyecto. Por suerte, ellos mismos me rescataron y volví a Barcelona a hacer 7 de notícies con Toni Soler. La experiencia en Madrid no me dio ninguna visibilidad ni repercusión. Gané dinero y ya está. Y me sabe mal porque hice muy buenos amigos, pero yo creo que, si me hubiera quedado en el Teatre Malic haciendo aquella función, mi carrera a nivel teatral habría hecho otro recorrido. Es la única decisión que a veces pienso: aquí la cagué.
— Si solo es esta, tampoco te ha ido tan mal.
— No, no me ha ido nada mal.
— ¿Cómo eres cuando te enfadas?
— Muy visceral, soy dinamita. También te digo que me dura relativamente poco. Ahora es cuando todos empiezan: “¡Pero qué dices! ¡Si llevabas una semana sin hablarme!”
— ¿Te preocupa lo que la gente piense de ti?
— Cada vez menos.
— ¿Tienes sentido del humor?
— Sí. Un sentido del humor selectivo, pero procuro rodearme de cosas que me hagan reír.
— ¿Hay alguna canción que siempre que la escuchas te haga llorar?
— My Favourite Things de Sonrisas y lágrimas. Cuando llegaba el cambio de armonía no podía seguir cantando y me echaba a llorar como una imbécil.
— Llevas casi 18 años haciendo el Polònia. Vas camino de conseguir el récord Guinness como tu abuelo.
— No, porque a mi abuelo se lo dieron por estar 50 años ininterrumpidos al frente de un programa de radio.
— Por eso lo digo, vas de camino.
— ¡No hombre no! Con 70 años no me veo yo haciendo el Polònia. Yo me veo jubilada.
— Con una palabra, ¿qué ha significado este programa a tu carrera profesional?
— Estabilidad. Familia.
— ¿Éxito?
— No la pongo. No considero que haya sido una persona que haya tenido éxito. Éxito lo ha tenido el programa, pero no yo. Y no es falsa modestia.
— Tu hijo que no lee tu libro, ¿te mira en la tele?
— Ahora empieza a darle vergüenza. Es que es adolescente, es normal que se empiece a avergonzar de mí, es lo que toca.
— ¿Qué preparas para después del verano?
— Pues estoy muy contenta porque haré Escape Room, con Borja Espinosa, Paula Vives y Joel Joan y estaremos en el Condal en diciembre.
— ¿Cómo te gusta tomarte el ColaCao?
— Con bebida vegetal, de arroz o avena y muy fría, con mucho ColaCao.