El momento soñado

Lo espera desde principios de verano, y no sabía que lo esperaba. Hoy, hoy es el día, el día ajetreado, el día de nervios, el día de soltar esa frase (una frase de abuela): “¿Se te han pegado las sábanas?”. Hoy sí tienen que desayunar, se acabó el despiporre, no, no puede ser que se vayan con el estómago vacío. Algo, un zumo, medio vaso de leche, no pueden decir que no les entra nada, porque tienen que usar el cerebro, y el cerebro, ya se sabe, necesita azúcar (lo dicen los nutricionistas, no se lo inventa).

Hoy es el día que dirá “¡Vamos, vamos!” y hoy es el día que se pondrá la camiseta y los vaqueros de firma —informal, pero arreglada— porque las vacaciones ya se han terminado. “¡Vamos, vamos!”, dice. Repasa las mochilas de uno y de otra. “¿Llaves de casa? ¿El bocadillo? ¿El Chromebook está cargado? ¿Qué? ¿No? Es que no me lo puedo creer, serás la única, la única que no lo tiene cargado, cuéntale a la tutora que… ¡No me pongas estos morros encima que se te ha olvidado, te lo dije anoche! ¡De lo único que te acuerdas es de peinarte! ¿Qué haces tú? No ¡Ahora no te cambias de camiseta! ¡No, señor!”.

Salen de casa, bajan al parking con el ascensor. Ambos, el hijo y la hija, se pelean para ver quién se sentará delante. Al final, enfadada, obliga a ambos a sentarse detrás. Abre la puerta automática con la llave y se une al tráfico de la ciudad. Ahora, ahora lo hará, cuando llegue, enseguida. Enseguida oirá los cláxones impacientes, algún grito, algún insulto, enseguida verá alguna cara de “desde luego”. Enseguida el urbano se le acercará para decirle que vaya deprisa y ella le sonreirá. Enseguida, enseguida lo hará. Enseguida, finalmente, hoy podrá, como todos los demás, aparcar el todoterreno en doble fila en la puerta del colegio.