La letra pequeña de Barcelona

Si no viviera en Barcelona, ​​estaría enamorado de ella. “Barcelona combines everything that is most charming about Mediterranean cities — a relaxed pace, months of endless sunshine, unbeatable food— with the cultural and design clout of almost any city in the cold north”, escribe la experta del Telegraph Sally Davies y es del todo comprensible. Me imagino a sus lectores, tan británicos ellos, hartos de encadenar días lluviosos y gastronomía insípida y deseosos de hundir con voluptuosidad en la arena caliente de las playas de la Barceloneta unos pies acostumbrados a pisar moquetas húmedas y tristes. Barcelona ya no es aquella hidden gem que el mundo descubrió hace treinta años con los Juegos Olímpicos, sino uno de los destinos turísticos más reconocidos del planeta. Uno de esos paraísos mainstream al que decenas de millones de personas de todo el mundo sueñan con hacer una escapada para tratar de hacer un poco más luminosa su vida.

La Barcelona de 2022 poco tiene que ver con aquella ciudad gris y desfigurada por los años del desarrollismo que hasta que empezó a ser consciente de sus atractivos o a redescubrirlos (Gaudí, playa…) —estamos hablando de los años noventa del siglo XX— se miraba las grandes capitales europeas un poco como Alfredo Landa a las suecas, con una mezcla de deseo y acomplejamiento. Barcelona 92 ​​supuso una inyección de pasta sensacional para hacer obras y poner la ciudad al día, pero, por encima de todo, fue un chute de autoestima. En lugar de quedarse sólo en la costa, los turistas empezaron a venir en masa a Barcelona y luego volvían maravillados a sus países. Lo explicaban a los cuñados y al año siguiente éstos también se plantaban aquí. La ficción también ayudó a crear una cierta imagen de Barcelona como ciudad de la joie de vivre: L’Auberge espagnole de Cédric Klapisch proclamaba a los cuatro vientos que Barcelona era fantástica para venir a hacer un Erasmus (fiesta, paellas, sexo y sangría) y, con Vicky Cristina Barcelona —un publirreportaje oportunamente subvencionado por nuestras administraciones—, que cuando rondas los treinta también puedes pasártelo bomba en la capital catalana.

Por todo ello no debe sorprender en absoluto que el Telegraph acabe de escoger Barcelona como la mejor ciudad del mundo. Sí, nuestra querida Barcelona encabeza el ránking elaborado por el Telegraph Travel a partir de una selección de 50 ciudades de todo el planeta. Barcelona obtiene 588 puntos, seguida de Sidney (Australia) con 556 y de Ciudad del Cabo (Sudáfrica) con 549. Para acabar de endulzar la victoria: Madrid queda relegada a la decimosexta posición. Como dijo el socialista Jaume Collboni en Twitter: “Madrid ‘lo peta’, sí, pero Barcelona, mejor ciudad del mundo”. ¡Chúpate esa!, esto lo añado yo, claro.

Imaginemos que un tal Miquel Pujol –no es una persona real sino un arquetipo, de hecho, si en lugar de barcelonés fuera estadounidense le llamaríamos John Doe— escucha en la radio del coche la noticia de la elección de Barcelona como mejor ciudad del mundo. Enseguida se emociona hasta el punto de que se le saltan las lágrimas porque, aunque vive en Mataró desde que un fondo buitre compró el edificio del Eixample donde vivía para hacer pisos turísticos de alto nivel y le fue imposible encontrar un alquiler razonable, él se siente muy de Barcelona. Miquel Pujol cada mañana hace un buen rato de cola para entrar a la ciudad por el túnel de Glòries y aprovecha las retenciones para tomar un café que lleva de casa dentro de un termo. Antes lo tomaba en el bar que hay junto a la oficina, pero desde que una foodie con muchos seguidores en las redes sociales lo escogió como el mejor sitio de la ciudad para hacer el brunch, se forman unas colas de guiris fenomenales en sus puertas y, además, han duplicado precios. Mientras espera, pacientemente, para entrar en la mejor ciudad del mundo, a Miquel Pujol se le ocurre que le propondrá a la pareja que el sábado bajen a dar una vuelta por el centro ahora que todo vuelve a estar abierto y hay mucho ambiente. Sabe que a ella le gusta mirar los escaparates de Paseo de Gràcia. Cenar, ya cenarán en casa, si acaso.

Pensando en personas como Miquel Pujol, me he tomado la molestia de ir a la fuente para averiguar qué metodología ha seguido el Telegraph para escoger Barcelona como la mejor ciudad del planeta. He ido a leer la letra pequeña del asunto, como si dijéramos. Para empezar, el Telegraph ya advierte que han elaborado su ranking desde la perspectiva del turista y no en función de la comodidad de los Miquels Pujols.

Entonces, ¿qué ha tenido en cuenta el Telegraph para decidir que Barcelona es la mejor ciudad del mundo?

Pasen y vean:

  • Número de sitios Patrimonio de la Humanidad de la Unesco
  • Número de restaurantes con estrella Michelin per cápita
  • Distancia desde el centro de la ciudad del aeropuerto más cercano
  • Número de hoteles de cinco estrellas per cápita
  • Número de museos y galerías que figuran en TripAdvisor
  • Horas anuales de sol
  • Playa
  • Sistema de bicicletas o patinetes compartidos
  • Orquesta sinfónica

Para ser justos hay que decir que también valora algunos elementos relacionados con la calidad del aire, la seguridad o el transporte, pero, grosso modo, ya vemos por dónde van los tiros ¿verdad?

Mi intención con todo ello no es poner en entredicho la elección de Barcelona como mejor ciudad del mundo. Tampoco negar que ello sea una buena noticia para la ciudad. De hecho, soy un poco Miquel Pujol —supongo que como todos los barceloneses que sentimos los colores— y, personalmente, me alegro de su elección. Lo que reclamo a quien le corresponda es que, en primer lugar, trabaje para que los que vivimos en Barcelona también podamos seguir estando enamorados de ella puesto que, algunos días, el nuestro parece un amor imposible.