obra de teatro L'Hèroe TNC
'L'Hèroe', de Santiago Rusiñol, puede verse en el TNC, dirigida por Lurdes Barba ©May Zircus/TNC

No es país para héroes

El Teatre Nacional programa L’Hèroe, de Santiago Rusiñol, una oportunísima obra sobre un país que profesa demasiada tendencia a idolatrar y que cura su cobardía con la moral del trabajador honrado

Cataluña siempre ha preferido los mártires a los héroes. A nuestra tribu, ya lo sabéis, le encanta regocijarse en la derrota, elucubrar sobre aquello que tal vez podría haber sido –o se podría haber implementado, dirían los cursis– pero que, en el último minuto de partido, se fue a tomar viento. A falta de héroes y de una ética de la masculinidad afirmativa, heteropatriarcal y testosterónica (que es propia de otros lugares y, concretamente, de la castellanor, de gente llamada Rodrigo Díaz de Vivar, para entendernos), la ética patria se acerca al quehacer abnegado del labrador, al poc a poc i bona lletra y a la moral de quienes no quieren más problemas de la cuenta y que prefieren pasar por asnos por mor de la discreción. Lo sabía el genio Santiago Rusiñol cuando escribió L’Hèroe, un drama de 1903 que es una obra maestra del teatro y que ahora podéis ver en el Tenecé dirigida por Lurdes Barba, si el bichito de Wuhan lo permite, hasta el próximo 10 de enero.

L’Hèroe es un texto precioso sobre una familia de tejedores donde la santa continuidad del curro y la honradez se violenta cuando el heredero se pira a las Failipines a guerrear. Del baile de sables vuelve hecho un héroe, un concepto que ni su progenie ni las autoridades saben definir con exactitud pero que ha llenado de banderas españolas las calles de su pueblo. Instrumentalizado por la política, el chaval reaparece en plan Don Juan (al igual que el héroe, la del seductor es una figura poco nostrada, pues esto de triunfar con las mujeres, y en la vida en general, siempre nos ha producido vergüenza) y ejerce la nueva condición mangando la respectiva a su hermanito y a Juan, un soldado tullido que ha regresado al mismo lugar sin honor alguno, con el ánimo justo para esperar que la muerte le ayude a acabar con la angustia del trauma. Cuando tiene estatua propia y honores a mansalva, el héroe malbarata la posteridad vagueando, mamando y mujereando.

L'Hèroe, de Santiago Rusiñol al TNC
Una de las escenas de ‘L’Hèroe’, drama escrito en el año 1903 y obra maestra del teatro catalán. ©May Zircus/TNC

La obra de Rusiñol irrumpe en escena de una forma más oportuna que nunca, porque como bien recuerda el colega Raül Garrigasait en su bello libro sobre el autor (El fugitiu que no se’n va, Edicions de 1984), L’Hèroe es una pieza sobre cómo el estado moderno permeabiliza la vida de los ciudadanos hasta límites de un espantoso intrusismo, lo cual nos arroja directamente a este nuestro tiempo en el que el común de los mortales nos hemos acostumbrado a que la administración, a parte de robarnos la pasta, nos organice el jolgorio, nos dicte dónde podemos ir y hasta con quién follar. Raül tiene razón en esta apreciación que tinta la aproximación histriónica de Lurdes Barba a las escenas más risibles de la trama en las que el señor Tomàs, el juez de paz, canta la nueva condición del Übermensch de pacotilla del joven y el Sargento brilla en castiza prosa para afirmando que “¡Él es de aquella madera, de aquella madera que antes muere que sucumbe!”

Mientras asistía al estreno, no podía dejar de pensar en los epidemiólogos nacionales, el nuevo referente de la tribu

Rusiñol es hábil contándonos que lo de erigir a un héroe necesita de un pueblo amansado, de un buen aparato propagandístico y de la justa mitificación (mientras asistía al estreno, no podía dejar de pensar en los epidemiólogos nacionales, el nuevo referente de la tribu) para que las atrocidades de la guerra pasen de crueles a necesarias para la supervivencia del contrato social. Cuando se chotea de los héroes, Rusiñol no sólo menosprecia la idolatría, sino que ataca frontalmente a una corriente de opinión intelectual catalana (urdida primero en Maragall y que después rematará Ors) que pretende fundar el orgullo nacional, alla Carlyle, en figuras ejemplarizantes y salvíficas que, traducidas al mundo del humanismo, vendrían a ser aquello tan sobado y pomposo del Maître à penser. Rusiñol lo niega, afirma que el héroe no deja de ser una víctima, que bajo las medallas de guerra sólo se esconde lo peor del hombre y que lo único intelectual es reírse de lo sacro.

L'Hèroe de Santiago Rusiñol al TNC teatre
La obra se representa en la Sala Gran hasta el 10 de enero. ©May Zircus

El contrapunto del guerrero es Joan, el soldado repatriado por fiebre, que a mi modo de ver es uno de los personajes más apasionantes de nuestro teatro. Cuando recuerdan sus hazañas, y mientras el héroe recita la salmodia de la ética viril de supervivencia, Rusiñol disfraza el tullido de Walter Benjamin para recordarle que de la batalla y de los sacrificios morales sólo pueden hablar los muertos: “Els hèroes són els que moren pels seus, pels altres, per la llibertat dels altres, ho entens? I no els borratxos de sang! Els hèroes són els que es defensen. Però tu? Tu eres una bèstia, que de tant que n’eres has causat l’admiració de totes les bèsties covardes.”  Corred al Tenecé, insisto, porque la pirotecnia verbal pre-fabriana de Santiago es algo tremendo, y no sólo por cómo se mofa de los héroes, sino también por cómo dinamita la moral catalana del anar tirant y del roc a la faixa que pretende contraponérsele en nombre del seny. Rusiñol dispara y no deja a nadie sin bala.

Enmendar el héroe cruel y maligno es fácil, pero en Cataluña el currante todavía tiene demasiada buena prensa como para tocarlo

Diría que lo importante de L’Hèroe es que a Rusiñol le parece tan absurda la ley del más fuerte y la moral de los artistas divinos como la obsesión de la clase trabajadora por dignificarse abrazando el telar como un familiar más. Así lo cuenta el padre del protagonista: “Mira’l com treballa! Cric, crec! ¿Que no sents com canta? Doncs ell sempre canta, i cantant ens dóna per viure, i si tu el deixes em moriré amb ell! Ens morirem com fusta vella!). No es extraño que, ante las obras de Rusiñol, las plateas catalanas todavía no sepan si reír o llorar de lo clínico del retrato sobre nuestro espíritu de botiguer vencido. Enmendar el héroe cruel y maligno es fácil, pero en Cataluña el currante todavía tiene demasiada buena prensa como para tocarlo. El autor lo hace con una mala leche brutal y recuerda que la idolatría de falsos líderes también es imputable al pueblo engordador de egos. Supongo que no hay que especificar analogías con el Procés, porque resultan demasiado evidentes.

actor Javier Beltrán L'Hèroe TNC
Javier Beltrán es el héroe, con quien Santiago Rusiñol no tiene piedad. © May Zircus

Rusiñol no tiene piedad con el héroe que acaba enloquecido y borracho exigiendo sangre (en la que quizás es una de las escenas más bestias de nuestra literatura, escrita con una ciencia que da envidia, como su Rusiñol hubiera estudiado el siglo XX y conocido de primera mano el estrés post-traumático al que se han enfrentado los soldados de las dos guerras mundiales), pero tampoco con los ciudadanos que asisten impávidos al robo de su descendencia y que no renuncian a la condición de obreros porque la moral del esclavo les permite hacerse pasar por buenas personas. A pesar de la excelente labor en la dramaturgia de Albert Arribas, uno de los grandes valores de nuestro teatro, diría que esta dialéctica queda un poco coja en la dirección actual del montaje del Nacional en el que la decadencia del héroe es nítida pero donde la dignidad individual de la familia todavía conserva demasiada empatía para con el orgullo proletario, con lo que el punch texto pierde fuerza.

actors Rosa Renom i Manel Barceló TNC
Rosa Renom y Manel Barceló, en un momento de la obra. ©May Zircus/TNC

Yo regalaría la misma dosis de comicidad que tiene la tropa de botiflerots y militares (comandada por un genialmente experimentado Toni Sevilla) a los actores del sector familiar, adaptando la tragedia un poco más a la farsa para equilibrar los bandos: seguro que actorazos como Barceló y Renom pueden darle todavía más profundidad a sus personajes (quien lo intenta con más ahínco es Mima Riera, que trama una transformación de pepa ingenia a mujer liberada con mucho oficio). En lo que toca al prota, entiendo que la aproximación risible de la dramaturgia pida un actor como Javier Beltrán, de un adecuado espíritu primario y con las neutras catalanas harto deficientes (la directora se curra la credibilidad del rol, pero si puedo llegar a perdonar las vocales, me gustaría notar intactos el resto de los fonemas de mi lengua…). Pero la falta de un líder más dúctil puede perdonarse, porque la gloria es para Albert Prat, que es un actor inmenso.

La obra de Rusiñol es un espejo incómodo. Por ello es necesario verla, las veces que haga falta, aunque sea con los ojos cerrados

Pero todo ello es secundario y fruto de mi opinión sobre el montaje, que no tiene importancia alguna, porque aquí lo realmente transcendente es que viajemos a la Sala Gran del Tenecé para ver cómo Albertí, y aprovechad porque la fiesta nos durará muy poco, sigue regalándonos obras de la tradición en versiones que revitalizan lo verdadero de los textos, que es lo que debería haber hecho desde su apertura este desastre arquitectónico llamado Teatre Nacional. Eso sería algo de país normal, y esperemos que la futura directora del Nacional no nos obligue a echar de menos una programación en la Sala Gran que debería ser la norma, no la excepción. La obra de Rusiñol es un espejo incómodo. Por ello es necesario verla, las veces que haga falta, aunque sea con los ojos cerrados. Este no es un país para héroes, ni tampoco para artistas ni obreros. Aquí, si uno quiere sobrevivir, sólo puede hacerlo a base de ironizar, chotearse de todo y no dejar nada en pie.

¡Cómo te agradezco que me lo hayas recordado, querido y maravilloso Santiago, adorado Rusiñol de mi corazón!

PS.- Para repasar el texto, comprad el Teatre Polèmic de Rusiñol que editó en 2018 Els Llibres de l’Avenç.