En estas últimas semanas, los medios se han hecho eco del estado en el que se encuentra la Reforma de la Ley 49/2002, la popularmente conocida como Ley del Mecenazgo española.
Una ley que cuando se aprobó abanderaba una normativa europea pionera, pero que desgraciadamente nacía con unas carencias insalvables que la condenarían a decenas de peticiones de modificaciones y amenazas de reforma a lo largo de dos décadas, hasta hoy, cuando por primera vez su articulado se encuentra discutiéndose en la sede del Congreso de los Diputados. Veremos si finalmente los políticos permiten que llegue a buen puerto.
Hemos podido leer en los medios una amplia exposición de lo que significa el mecenazgo, el tratamiento que tiene actualmente y el que busca la nueva Reforma legislativa, pero nada avanzará si no conseguimos cambiar cómo percibimos las acciones filantrópicas como sociedad. Aquí está el quid de la cuestión.
Leía con pena los comentarios que los diarios digitales recibían en sus artículos, donde parte de la opinión pública se ensañaba viendo solo en la reforma una herramienta de evasión fiscal al servicio de la sociedad civil acomodada, o como poco, se entendía el mecenazgo como una maquinaria de limpieza reputacional de ricos y privilegiados.
Estamos muy equivocados como sociedad si no sabemos reconocer los beneficios que el mecenazgo aporta a todo el mundo. Y es por eso que esta Ley necesita una clara reforma. No en los porcentajes de deducción fiscal por donación, que también, sino para establecer, como hace la Ley Aillagon francesa, el gran referente normativo en filantropía en Europa, políticas públicas que a través de la institución de la Mission du Mécénat ha sabido explicar a todo el país, departamento a departamento, lo que es el mecenazgo, cómo se puede llevar a cabo por parte de todo el mundo y cuáles son sus beneficios, personales y como miembro de una comunidad.
Aquí, a diferencia de las sociedades anglosajonas, donde participar y retornar a la sociedad una parte de lo que uno obtiene es motivo de orgullo y se asume casi como una obligación obvia, estamos muy lejos de apropiarnos de un sentimiento de corresponsabilidad comunitario en este sentido.
Parece mentira que nos cueste tanto entenderlo cuando la sociedad catalana todavía vive en parte del rédito económico que generan las apuestas que los grandes mecenas dejaron como legado a finales del s.XIX y principios del s.XX. Pero en algún momento de la historia más contemporánea, esta apuesta de la burguesía catalana, el empresariado, hacia los artistas, sufrió una desconexión que ya nunca ha vuelto a fluir de igual manera. O cuanto menos, su necesidad o percepción.
Estamos muy equivocados como sociedad si no sabemos reconocer los beneficios que el mecenazgo aporta a todo el mundo
Aunque los escépticos no se lo crean, el mecenas dona de corazón, porque quiere, hay una voluntad implícita en el acto de hacer una donación que responde a una convicción y voluntad de colaborar y ser parte de aquella causa por la que apuesta. Si desaparecieran las donaciones que todos y cada uno de los filántropos del país están haciendo actualmente, las Fundaciones y las entidades sin ánimo de lucro que sustentan el estado del bienestar mucho más allá de las posibilidades de la administración caerían y centenares de miles de personas quedarían desatendidas.
La próxima vez que oigas criticar a un mecenas, párate a pensar de qué fundación, ONG o entidad sin ánimo de lucro eres beneficiario, tanto tú como algún familiar tuyo. El día en el que los mecenas dejen de colaborar, desaparecerá. La ciencia y la investigación, el tercer sector social y la cultura necesitan el mecenazgo para sobrevivir, proyectarse y enriquecernos a todos como personas y como sociedad mediante las tareas extraordinarias que hacen a favor del interés general. De nosotros depende que se lo reconozcamos de una vez por todas.