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e hubiera gustado pasearme por el jardín de los Finzi-Contini. De hecho, era más bien un parque, ya que cubría diez hectáreas y contenía tilos, olmos, hayas, álamos, plátanos, castaños de Indias, pinos, abetos, alerces, cedros del Líbano, cipreses, encinas, acebos, palmeras, eucaliptos… En el prólogo de El jardín de los Finzi-Contini, Giorgio Bassani cuenta que en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial todos aquellos árboles fueron talados para hacer leña, de modo que cuando el narrador y Micòl pasean por él ya sabemos que esa maravilla está condenada a desaparecer. No es muy diferente lo que sucede en el huerto de los cerezos de la obra homónima de Chéjov, bello y evocador, pero escasamente productivo, destinado a ser sustituido por casas de veraneo. Al final, los espectadores oyen el ruido del hacha que empieza a talar los árboles: otro recuerdo de lo que era y ya no es. Cuando Micòl estudia en Venecia, el narrador evoca las tardes que pasó en el jardín de los Finzi-Contini jugando al tenis o caminando bajo los árboles. Se siente, dice, expulsado del paraíso. Efectivamente, el paraíso fue nuestro primer jardín, perdido desde los lejanos tiempos del Génesis, y que solo podemos evocar con melancolía. Conciliaba la belleza y la utilidad, ya que “Yahvé Dios hizo brotar de la tierra toda clase de árboles hermosos a la vista y buenos para comer”. No era necesario trabajar, en ese jardín —y huerto— de las delicias, y teníamos ocasión de conversar con Dios.
Incluso un hombre tan poco sospechoso de veleidades religiosas como Voltaire, al final del Candide, nos propone que cultivemos nuestro jardín. Y, sin embargo, nos cuesta imaginar a un intelectual como él cavando con la azada o arrancando malas hierbas. Igualmente, nos cuesta imaginar a Kafka trabajando en el huerto, y sin embargo Reiner Stach, en su voluminosa biografía, nos informa de que, en la primavera de 1913, cuando teme y al mismo tiempo sueña con el matrimonio con Felice Bauer, Kafka se traslada a las afueras de Praga para trabajar por las tardes en un huerto situado en la ladera del Nusle. En ese suburbio de gente con pocos recursos, nadie habla alemán y nadie lo conoce. Intuimos que allí, conversando con desconocidos con la pala en la mano, Kafka olvida sus dudas y sus obsesiones.
También en el jardín que cultiva la Bestia adivinamos la delicadeza con la que seducirá a la Bella. En las profundidades del jardín se oculta una profunda verdad. Jerzy Kosinski, en la novela Being there —llevada al cine con el título Bienvenido, Mr. Chance—, retrata la ascensión social de un jardinero analfabeto que tan solo sabe pronunciar sentencias sobre flores y estaciones, que sus interlocutores interpretan como metáforas trascendentes. “Ni un solo pensamiento turbaba la mente de Chance. La paz reinaba en su corazón”. Entre la idiotez y la santidad, el protagonista se convierte en un candidato serio a la presidencia de Estados Unidos.
Rudyard Kipling, autor de páginas memorables sobre la selva, tiene un cuento titulado El jardinero que narra la visita de una mujer al cementerio donde reposa su sobrino, muerto en el campo de batalla. Como no encuentra su tumba, un jardinero providencial la acompaña a ella. El cuento termina con esta frase enigmática: “Y se marchó, convencida de que era el jardinero”.
Volvamos a Chéjov. La biógrafa Rosamund Bartlett explica que, en su casa de Mélijovo, el escritor plantó sesenta cerezos de la variedad Vladimir, que da unos frutos grandes y dulces, de un rojo intenso. “Lo único que hago es pasear por el jardín comiendo cerezas”, escribe en 1897. Dos años más tarde, venderá la finca a un comerciante de madera que no tardará en talarlos. Quizás cuando paseamos por nuestro jardín, hortus conclusus, perdiendo el tiempo mientras contemplamos cómo se abren las flores y crecen los frutos, es cuando más nos parecemos a Dios.
Al principio de la narración La estepa, del propio Chéjov, el pequeño Yegorushka pasa con una tartana por delante del cementerio: “Verde y agradable, rodeado de una valla de piedra sobre la que asoman, esparcidos entre el verdor de los cerezos, cruces y panteones que, mirados de lejos, son como manchas blancas”. A continuación, se desata una sinfonía de colores: “Yegorushka recuerda que, en primavera, aquellas manchas blancas se confundían con las flores de los cerezos y hacían como un mar de alabastro; y cuando la fruta maduraba, los panteones y las cruces parecían salpicados de puntitos purpúreos, como de sangre coagulada”. Pero, “al otro lado de la valla, a la sombra de los cerezos, dormían noche y día su padre y la abuela Zinaída Danílovna”. Infancia y tumbas, floración y cementerio… He aquí como los cerezos de Chéjov mezclan la vida y la muerte, igual que en El huerto de los cerezos se mezclan la tragedia y la comedia. La tragedia es recordar que nos echaron del paraíso, la comedia es lo que hacemos para olvidarlo.