Turistas refrescándose en la Font de Canaletes. ©V. Zambrano

Este calor

Nos disponemos a viajar a un nuevo mundo en el que la humanidad buscará enclaustrarse en casa huyendo del calor y de un cielo cada vez más volcánico

Sé que llega el verano cuando tengo avidez de septiembre. Este año, el deseo inmoderado de otoño se me impone aún más con este espantoso calor. Desde San Juan hasta este mismo fin de semana, el país ha alcanzado temperaturas propias de un horno e incluso el Molt Honorable se ha disfrazado de meteorólogo para avisarnos de los peligros de permanecer a la intemperie. Para los que somos animales de invierno, esta canícula no sólo nos tuesta la piel; también sume a las neuronas en un estado dominguero de siesta perpetua y humor de pocos amigos.

Acostumbrémonos; al parecer, y a pesar de las advertencias de los climatólogos, Occidente ha celebrado la estampida del cambio climático con la brillante idea de volver a quemar carbón a raudales y contaminar (aún más) la atmósfera con la excusa de mantener a raya al teócrata ruso. A raíz de los atentados del 11-S, el filósofo Sloterdijk nos advirtió que el peligro de nuestros tiempos consistiría en la imagen de un cielo en llamas: poco pensábamos que la profecía sería tan literal.

Durante muchos siglos, hombres y mujeres hemos construido nuestro hogar al abrigo de las ventoleras y de la nieve incontrolable. Por el contrario, nos disponemos a irrumpir en un futuro de temperaturas extremas, sin estaciones de tibieza, en las que viviremos enclaustrados en casa huyendo del calor. El infierno ya no es un glaciar; es, como han visto muy bien los guionistas de Stranger Things, el perpetuo incendio de un planeta permanentemente volcánico. La cosa no está como para hacer broma; desde hace una década las empresas vinícolas compran terrenos en el Pallars Jussà o Andorra para buscar cultivos que se salven de la canícula. En breve, no es literatura ni ciencia ficción, los humanos abandonarán la bonanza vital-comercial que les ha proporcionado el mar durante siglos para largarse a la montaña. La noción de refugiado climático puede parecernos una rareza propia de indígenas obligados a hacer maletas con tal de huir de islas tragadas por el mar, pero ya afecta a unos 250 millones de personas en el planeta.

En breve, no es literatura ni ciencia ficción, los humanos abandonarán la bonanza vital-comercial que les ha proporcionado el mar durante siglos para largarse a la montaña

Uno de los efectos más evidentes de la pandemia ha sido el de provocar cierta alergia a la exterioridad: esto tiene indicios más o menos anecdóticos, como la reducción de nuestra actividad de ocio y una clara disminución del número de veces que salimos a cenar, pero la noción adquiere una melodía casi terrorífica si le sumamos esta sensación perenne de calor. Al pavor del contagio y la desconfianza en la alteridad como fuente de virus, pronto se añadirá la extrañeza existencial para con el globo de aire que nos acolcha de una forma invisible. A diferencia del frío, que al fin y al cabo es una forma de civilización (lo sabemos los mediterráneos, que hemos excusado nuestra pereza ancestral y la incapacidad genética a la hora de escribir novelas y óperas tan pesadas como las de los artistas del norte de Europa), el calor tiene una presencia inquietantemente agresiva, persistentemente fatigosa. Caminad por Barcelona y veréis conciudadanos interesadísimos en compartir su cara de impotencia ante el tornado de calefacción que llevan en los huesos.

Sé que llega el verano cuando tengo avidez de septiembre, pero el sueño de mucho más otoño también resulta vano: la llegada del nuevo curso conllevará temperaturas igualmente estivales y las hojas de nuestras ramblas no caerán hasta que las abuelas vuelvan a atornillar canelones cuando estemos a punto de cantar villancicos. Nos golpea un nuevo mundo hecho de extremos, vivimos rodeados de máquinas y pantallas de luz permanente que no cesan y, a pesar de nuestra vocación racialmente mediterránea, muchos hemos cambiado el sueño de una cala por unas vacaciones en Islandia. Del hielo puedes escapar con capas de piel animal o sintética; de este malestar no hay quisque que huya. Mira el sol; vuelve a ser el dios del miedo. Ponte agua en la boca o la piel; se evaporará antes de que la pruebes. Preocupémonos, lectores de La Punyalada; yo buscaré la sombra, como siempre, para seguir escribiendo la sabatina de cada semana… huyendo del fuego.