Ópera 'Turandot' en el Liceu.
Instante de la ópera 'Turandot' en el Gran Teatre del Liceu de Barcelona.

Una ‘Turandot’ espectacular, frente al enigma del trauma

El Gran Teatre del Liceu programa una de las óperas más icónicas del catálogo con la magnificente escenificación realizada por Núria Espert para la reapertura del Liceu tras el incendio de 1994

Muchos recordamos qué hacíamos, dónde estábamos en la mañana del 31 de enero de 1994, cuando el coliseo barcelonés ardió irremediablemente por causa de la chispa de una soldadura del telón que debía servir para protegerlo en caso de incendio. Se acerca la fecha en que se cumplirán 30 años del desgraciado suceso, en una temporada —la presente— que desde el Liceu presentaron con el lema de Grietas irreversibles, con la bienintencionada aspiración de “reconocer las grietas irreparables y soñar que el conocimiento, el arte y la ópera nos ayudan a aligerar los pesos vitales que arrastramos”. La capacidad del arte para exorcizar demonios, permitir que afloren conflictos internos —perniciosamente silenciados— es sin duda su mayor e imponderable virtud. Se ha escrito acerca de la afección sub limine de la música —la forma como incita estados de ánimos, semiconscientemente— y en caso de la ópera, estando dotada de una narratividad explícita, el trabajo con lo traumático parece tanto más viable.

Turandot vuelve a sonar en el Liceu, después de una versión futurista o cercana a la estética manga —precisaba Víctor García de Gomar— en una temporada infausta, la 2019/20, que no pudo desarrollarse de la manera esperada por causa de la pandemia global. En la presente, la apuesta es clásica y como tal espectacular, suntuosa en dorados de vestimentas que espejuelan caleidoscópicamente, con un número de participantes enorme y decorados de dimensiones babilónicas. Se recupera la magnificente puesta en escena con que Núria Espert, en 1999, avivó la ilusión de los amantes de la ópera, tras el trauma del incendio que arrasó el Liceu y que obligó a cinco años de lejanía de los escenarios. Este título, uno de los más populares y apreciados, enfrenta al espectador con una historia de regusto mítico, en que convive tácitamente amor y violencia en las relaciones interpersonales, con un lenguaje emocional que hoy en día —quiero pensar— nos parecería inaceptable.

La trama es conocida: la princesa Turandot hace cumplir con mano de hierro una ley que reina en Pekín y que concierne íntimamente a su persona, según la cual tiene derecho a ajusticiar a todo pretendiente que, con la intención de desposarla, no resuelva tres enigmas. Compartirá una remota justificación de esa su tendencia sangrienta en el segundo acto —la recordará en el tercero— cuando se remonte al atroz asesinato de una princesa como ella, “miles de años atrás”. Custodia de esa agresión, actualiza la reparación de la herida original con violencia ritual, como para suturar un trauma que en, realidad, es retroalimentado. Ella, la pura —término que aparece en varias ocasiones— no debe ser “poseída jamás por nadie”, y la numerosa corte que la acompaña —con el ejecutor Pu-Tin-Pao a la cabeza y los insufribles, supuestamente cómicos Ping, Pang, Pong— facilita el cumplimiento de sus expectativas. En este sentido, la música de Puccini oscila entre un registro altisonante y la ligereza de una aproximación a oriente necesariamente sesgada, fecunda en chinoiseries motívicas.

La apuesta es clásica y como tal espectacular, suntuosa en dorados de vestimentas que espejuelan caleidoscópicamente, con un elevado número de participantes y decorados de dimensiones babilónicas

El compositor no llegó a acabar la ópera en vida, como se evidenció en su estreno milanés, por Arturo Toscanini, el 25 de abril de 1926. En este sentido, y a pesar de la existencia de un libreto y de que la historia sería adaptada por otros creadores, la responsable de la reposición —Bárbara Lluch, nieta de Núria Espert— compartió en redes la posibilidad de un final abierto. En su colaboración con el Liceu, Lluch no sólo mantiene la espectacularidad de los decorados —con un muro hecho de una escultura enorme que se agrieta horizontalmente, en un haz de luz poderosa que deja ver por vez primera a la princesa Turandot— sino que apuesta por el final más esperable, que no decepcionará a los amantes del almíbar… aunque para ello haya que firmar dos o tres veces el pacto de ficción y suspender todo contacto con la realidad: la actitud de la princesa, que hasta las últimas escenas rechaza al hábil Calaf, se transmuta incomprensiblemente como resultado de un beso no concedido, ni deseado. En ningún momento da a entender la trama algo distinto.

Para acompasar y hacer algo creíble la narración de una historia de amor imposiblemente imposible, la música de Puccini sonó rotunda y matizada, más que convincente gracias a la dirección de Alondra de la Parra. Indudablemente una de las mejores noticias, comprobar el nivel que puede alcanzar la orquestra del Liceu en manos de una directora que ya puso en pie al público del Palau de la Música. La respuesta de quienes tuvimos el privilegio de asistir al ensayo general —algunas caras conocidas entre el afortunado público, como la prometedora y ya premiada soprano barcelonesa Serena Saénz, o la inesperada y sentida presencia de la misma Núria Espert— fue incontestablemente entusiasta, como es de esperar que lo sea en las funciones que se extienden desde el 26 de noviembre al 16 de diciembre.

La actitud de la princesa, que hasta las últimas escenas rechaza al hábil Calaf, se transmuta incomprensiblemente como resultado de un beso no concedido, ni deseado

Lo cierto es que, junto a un coro poderoso, el elenco de cantantes del primer turno lució un nivel interesante. De forma destacada, emergió la Liù de Vannina Santoni, acaso por ser el personaje más verosímil y trágico (aun si se sacrifica por amor, para que su amado pueda amar a otra). Michael Fabiano, en el papel del enamoradizo príncipe Calaf, demostró su empaque —como en otras ocasiones, en este mismo escenario— ejerciendo de galán incomprensiblemente cegado ante la sobreabundancia de red flags. La Turandot de Elena Pankratova, altiva y distante, percutió hirientemente en sus arrebatos de cólera. Fuego y hielo son los elementos invocados para dar a entender una ambivalencia afectiva difícilmente resoluble, como metáfora de la transustanciación que, sin embargo, tendrá lugar. 

Turandot en el Liceu
Ópera ‘Turandot’ en el Gran Teatre del Liceu.

CODA: MISOGINIA ENDÉMICA Y AMOR-PASIÓN 

La indisponibilidad erotizante (“jamás me poseerá nadie”) es contrarrestada por la obscena adquisición de esa princesa con issues como premio (“eres mía”), una dialéctica que enarbola la realización del deseo en forma de dominación, y cuya ficción suprema es la idea de reciprocidad. ¿Cabe acaso la posibilidad de un enamoramiento repentino de ella, semejante al vivido por Calaf, que la lleve a deponer los “privilegios” de femme fatale impuestos por la mirada masculina? Si pensamos en el caso del filtro tristaniano —médium de una fatalidad que antecede a los tiempos— parece pertinente preguntarse si, más que una explicación del amor, no simboliza acaso la imposibilidad de determinar una causa racional. Semejantemente, por mucho que pueda entenderse que el fuego derrite el hielo, la realidad del trauma —como la pregunta por la causa del fuego— palpita en lo profundo, tanto más indeterminable desde la resolución de los enigmas y la instauración de un amor supuestamente balsámico, sin porqué. Un amor que retroalimenta la grieta al trasladar silenciosamente el falaz mensaje de que ya no hay nada que resolver.

Momento de la ópera ‘Turandot’ en el Liceu.