[dropcap letter=”L”]
a casa Bartomeu, de estilo Noucentista, hoy sede del Consell Català de la Música y de la asociación Jardí dels Tarongers, acoge veladas de música de cámara que transportan al oyente a otra época. La época en que Josep Maria Bartomeu (1888-1980) animó la actividad musical de la ciudad de Barcelona estrenando obras, como por ejemplo el Quartet de Pedralbes de Manuel Blancafort, y acompañando la carrera de intérpretes de primer nivel, entre los cuales Victoria de los Ángeles. El compromiso con las artes, en décadas difíciles, logró trascender su tiempo de vida, pues la donación al ayuntamiento barcelonés de un espacio privilegiado, “de estilo marcadamente mediterráneo”, se cerró bajo la condición de perpetuar la difusión de la música. Una realidad acometida por el actual proyecto, inaugurado en 2014, que cuenta con diferentes ciclos.
INTERIORIDADES QUE SE ENCUENTRAN EN INTERIORES
Una sentencia a modo de invitación resume aquel espíritu, cuya validez no es sólo arqueológica, sino inherente a las emociones que despiertan la experiencia estética: “ofrecemos a los amantes de la música la oportunidad de vivir en la intimidad sesiones musicales que conmueven”. La música no sólo se disfruta al aire libre en el Jardí dels Tarongers, durante las estaciones más cálidas, como en el caso del magnífico concierto de Bandart y la Jove Orquestra Nacional de Catalunya. En los ciclos de otoño e invierno se puede redescubrir la magia de la interpretación de la música de cámara en un interior con pinturas de Antoni Vila i Arrufat, en una proximidad con relación al artista hoy en día desconocida, que retrotrae al oyente a siglos pretéritos.
Incluso si la recreación de las condiciones interpretativas por parte de la música antigua ha hecho posible una aproximación a la estética de las épocas correspondientes, rara vez se escuchan esas obras en el tipo de estancias para las que fueron pensadas: salas o salones mucho más pequeños que los actuales auditorios, incluso que sus respectivas salas de cámara. La presencia del instrumento, la forma cómo la sonoridad ocupa el espacio y afecta al oyente que en él se encuentra junto con el artista es cualitativamente diferente. No media una distancia insalvable, ni la obligada impersonalidad, características que -cabe suponer- permiten fomentar una experiencia estética mucho más intensa, similar a la de las veladas de música doméstica más célebres, las Schubertíadas.
Así pues, el Jardí dels Tarongers se torna en escenario para una proximidad prácticamente extinta. Un estar codo a codo con el artista, a escasa distancia de la interpretación de una obra que pasa a sentirse como propia, que parece resonar en el interior de uno mismo. Pues la música de cámara no es sólo música hecha con pocos instrumentos, es música que interpela a las interioridades que se encuentran compartiendo un mismo espacio. Esta experiencia tan exclusiva está, en realidad, abierta a todos. A cambio del pago de un importe simbólico, se ofrece la posibilidad de una vivencia genuina en recitales sin intermedio, que acostumbran a no alcanzar la hora de duración. Un hecho que no impide que se interpreten piezas importantes, siguiendo la tradición impuesta por el mecenas, quien programó obras tan fundamentales, progresistas y dispares como el Orfeo, de Claudio Monteverdi, Socrate, de Erik Satie o las Gurrelieder de Arnold Schönberg.
La música de cámara no es sólo un tipo de música hecha con pocos instrumentos, sino música que interpela a las interioridades que se encuentran compartiendo un mismo interior
Se trata, en suma, de un formato amable, cuya cercanía culmina con la posibilidad de compartir una copa de cava, después de la interpretación, con los jóvenes artistas. Músicos en el inicio de carreras prometedoras, y excelentemente dispuestos a exprimir la experiencia del directo. Muchos de ellos no tardan en consolidarse, con escasa sorpresa los descubrimos poco tiempo después programados en escenarios más grandes y reconocidos, e inevitablemente a mayor distancia del espectador. Pensamos -por mencionar sólo a tres- en nombres como Sara Blanch, que cantará en el Gran Teatre del Liceu este diciembre, el carismático pianista Carles Marigó o la flautista Elisabet Franch, que recientemente debutó en el Carnegie Hall. Todos ellos pasaron por El Jardí dels Tarongers.
INTÉRPRETES Y ESPECTADORES POSEÍDOS
Excelente ejemplo de la evocación que suscita una experiencia musical de este tipo fue el último recital -el viernes 30 de noviembre- con la participación de Maria Canyigueral, al piano, y Lana Trotovsek, cuyo violín, creado en torno al 1750, cautivó a los presentes. Una suerte de magnetismo -o simplemente la vibración sonora, acordada con pitagórica pulcritud- se expande en las proximidades de la fuente que lo genera. La energía no viaja lejos, sino que se condensa in situ, entre las paredes de la sala Vila i Arrufat gracias a una acústica más que aceptable. Tanto la artista catalana como la eslovena conocen las principales piezas del repertorio para violín y piano, y de hecho en la actualidad se hallan inmersas en el proyecto de grabación de la integral de sonatas de Beethoven, siendo la quinta -“Primavera”, una de las más vistosas- incluida en el programa de la velada.
Pero, por encima de todas, sobresale la novena, la sonata “Kreutzer”, acrecentada en significación por la fama demoníaca que le fue asignada retrospectivamente, a tenor del relato homónimo de Tolstoi. Aparecido en 1889, ilustra cómo la complicidad entre una pianista y el violinista que la acompaña en la ejecución de aquella pieza deriva en una relación de adulterio, al margen de la eticidad reinante e intensamente sufrida por el marido, que a la postre ejerce de agrio narrador, llegando al extremo de un enloquecimiento inspirado: “Esta sonata es terrible, sobre todo esta parte (…) ¿Qué es eso? No lo entiendo. ¿Qué produce? Y ¿por qué produce tal efecto? Se dice que la música influye de tal modo que eleva el espíritu. ¡Tonterías, mentira! Así es, produce efecto, un efecto terrible (…) La música hace que me olvide de mí mismo, de mi situación real, me traslada a otra situación”.
La música de cámara impacta en la intimidad de los protagonistas de muchas de las mejores ficciones -también las cinematográficas- que se asumen como reales por la implicación de los lectores/espectadores. En este sentido, tanto los progresos sentimentales como los desatinos e infortunios de Barry Lyndon parecen, en la película de Stanley Kubrick, indefectiblemente gobernados por el hermoso Andante con moto del Trio con piano en mi bemol mayor, op. 100, de Franz Schubert. Una pieza minimalista en términos de recursos instrumentales, y de ahí, quizás -gracias al buen hacer de Schubert/Kubrick- que su impacto sea máximo en el oyente/espectador, sintiéndose íntimamente vinculado a la trama; al despliegue vital que refleja la gloria y miseria de un mismo individuo en su lucha por hacerse un hueco en la alta sociedad. El movimiento interno de las emociones, la transformación que experimentan los protagonistas es evidente también en la escena del juego:
Incluso si la utilización de aquel movimiento por Kubrick es intempestiva -pues la obra fue compuesta por Schubert en 1827, poco antes de su muerte, y no en el Siglo XVIII- a efectos fílmicos funciona magistralmente. Sobre el discreto caminar del piano, el tema del violonchelo se eleva y traza una filigrana solemne y emotiva, que -uno diría- se instala ya de por vida en los estratos profundos de nuestra psique, como si siempre hubiera estado allí. Pero la pieza avanza, y las relaciones entre instrumentos se invierten, enriquecidas con la entrada del violín y la dramática serie de preguntas y respuestas que Schubert insinúa, y con las que Kubrick plasma el vaivén, la tremenda y no obstante hermosa fragilidad del protagonista.
Tanto los progresos sentimentales como los desatinos e infortunios de Barry Lyndon parecen indefectiblemente gobernados por el hermoso Andante con moto del trio de Franz Schubert.
De todos los detalles psicológicos se aperciben los espectadores, a través de la empatía inherente al proceso de identificación con el personaje, pero también gracias el carácter que emana de la musicalidad a él asociada. Félix Mendelssohn escribió una serie de piezas para piano tituladas Canciones sin palabras y remarcó en una carta dirigida a su hermana Fanny -de hecho, se cree que ella colaboró en la tarea compositiva- la mayor precisión de la música, en contraste con la falsa determinación y seguridad semántica de los conceptos. Sin palabras, con silencios o mediante la elipsis se puede (dar a) entender todo. Pensamos ahora en el papel de la música en una película como In the Mood for Love, de Wong Kar-Wai, en la que un hombre y una mujer que han sido traicionados por sus respectivas parejas conviven puerta con puerta, se hacen compañía y dan consuelo, tanteando inevitablemente la posibilidad del encuentro amoroso sin que nada (de cuanto se desea) suceda.
La música invita a concebir la realidad de una atracción que no se concreta visiblemente, sólo en la mente del espectador/oyente a tenor de unas imágenes hiper-estéticas y, sobre todo, de una banda sonora llena de contrastes (Nat King Cole y su Quizás, quizás quizás), en que se impone, igualmente recurrente, aquel tema Andante: una melodía para cuerda marcada por el contrapunto en pizzicato, latido que baliza los progresos en paralelo de ambos individuos. Los efectos de la complicidad musical se dan espontáneamente a través del entendimiento de los intérpretes/actores, entregados a una misma causa. De forma semejante, y lejos de su aparente pasividad, el espectador de las ficciones cinematográficas se erige en intérprete en segundo grado al participar del significado del hecho sonoro, cuya realidad entreteje en su interior una trama que nunca puede serle completamente ajena.
“MUNDANIDAD”, DE PROUST A LA GRANDE BELLEZZA
A una sonata no menos literaria que la Kreutzer las últimas artistas en pasar por el Jardí dels Tarongers -Lana Trotovsek y Maria Canyigueral- dedicaron un excelente y exitoso (galardonado) disco. Se trata de la Sonata en la mayor de César Franck, una de las posibles inspiradoras de la ficticia “Sonata de Vinteuil” -referida por Marcel Proust en Un amour de Swann– y célebre por “la pequeña frase” que congrega a los personajes enamorados. La explicación de la reunión anímica de los amantes en torno a esa música puede parecer algo impostada; se tienta la cuerda del esteticismo kitsch -de un modo absolutamente premeditado por parte de Proust- al igual que con la alusión cómplice al acto sexual a través de la mención de la orquídea Cattleya, preferida de la demi-mondaine Odette de Crecy. No en vano supone el amor-pasión de Swann una caída, que sólo reconocerá en el momento último, cuando se sepa libre del coctel bioquímico que embriaga y confunde los sentidos, reconociendo que, de hecho, ella no era su tipo (pas mon genre).
“Era como en el comienzo del mundo, como si sólo estuvieran ellos dos en la tierra, o más bien en ese mundo cerrado a todo lo demás, construido por la lógica de un creador y donde nunca habría nada más que ellos dos: esta sonata”
Hasta entonces, lo que se da es la vivencia de una simultaneidad temporal, que la música sella y eleva platónicamente. Proust no se queda corto en su intento de explotar mediante imágenes y comparaciones aquello que la música suscita: “Al principio el piano solitario se quejaba, como un pájaro abandonado por su pareja. El violín lo escuchó, le respondió desde un árbol cercano. Era como en el comienzo del mundo, como si sólo estuvieran ellos dos en la tierra, o más bien en ese mundo cerrado a todo lo demás, construido por la lógica de un creador y donde nunca habría nada más que ellos dos: esta sonata”. Se trata de una sonata cíclica -la de César Franck- con un tema que se enuncia, transforma y reencuentra. En efecto, los instrumentos se recrean en juegos de espejos con la puntualidad y el dinamismo justos, como dos amantes que se miran a los ojos y se reconocen solos en un mundo recién constituido, que acaban la frase antes iniciada por el otro o simultanean respuestas que sólo ellos entienden como idénticas.
El pasaje de la sonata referido en la ficción proustiana -incluida en el primer volumen de la À la recherche du temps perdu, a pesar de su carácter relativamente independiente- podría encontrarse en el Allegretto poco mosso, movimiento de cierre, pero la sugestión se presta a otros “reconocimientos”, sin ir más lejos en alguno de los extáticos pasajes del Ben moderato: Recitativo-Fantasia. Con todo, qué significa esa música es algo que nadie puede determinar más allá de su propia experiencia, más allá de los sentimientos que despierta, asociados a vivencias realmente vividas o a ensoñaciones de regusto mítico. La retroalimentación de ambas esferas -la de la realidad y de la fantasía- constituye, de hecho, el fundamento de una emocionalidad que se actualiza en el curso (y con el cúmulo) de experiencias estéticas; que azuza el sentimiento en una suerte de presente perfecto, cuya fundamentación parece hallarse en otra vida.
Pasear de noche por los Jardines de la Casa Bartomeu, perderse en los exteriores de un mundo remoto o deleitarse en la interioridad de la música, remite a una búsqueda del sentido que se siente como extraviado desde el origen. La Grande Bellezza, de Paolo Sorrentino, nos ha enseñado que los intentos que vienen después -sucediéndose en los tiempos- son meros simulacros, que elevan o rebajan. Celebraciones divinas o denigrantes. Vanos esfuerzos por volver a sentir como por vez primera un exceso de fuego en el interior. El enamoramiento lejano -en tantas ocasiones musicalmente inducido- que el lector o espectador de ficciones se consuela con avivar. Un pasado mítico, inmemorial, aquel que habilita y aguijonea la memoria, de forma no siempre dulce. El “mundo de ayer”, al que se remonta el bueno de Jep Gambardella, no es el mundo regido por valores supuestamente inquebrantables y temerarias decisiones geopolíticas. Es el mundo de la interioridad deseante en que se gesta el asombro y el anhelo por colmarlo.
En el “caso Gambardella”, el enamoramiento se afirma impenitentemente, adherido a la imagen fantasmática de un ser que nunca podrá ser poseído. La realidad del deseo como gozo extático se inaugura a modo de trauma; una ruptura que no conoce retorno, en la medida que demora ad eternum su posible reparación -la realización del deseo- desplazándola más allá del tiempo. “You’ll never have me”, le había susurrado la protagonista-doble de Carretera perdida a su amante después de hacer el amor, en psicótica e inspirada recreación de lo experimentado décadas antes por el protagonista de Vértigo. Un espacio-tiempo cualitativamente distinto ha de acoger y fructificar la revelación de la belleza pura e incondicional, aquella forma de amor ardiente y salvador que protege al envestido por el sentimiento, y que algunos dicen que reencontraremos al final de nuestros días, cuando no haya tiempo. O quizá cuando, por fin, comience la novela.