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n largo y estrecho pasillo con mesitas redondas de mármol oscuro y sillas tapizadas, de un rojo solemne, y un camarero con frac y estirado como una vela que se pasea elegantemente con la bandeja en la mano. Es lo primero que ve el cliente ocasional cuando pone los pies en el Café Greco de Roma. Al contrario de lo que podría parecer, no se trata de un cuadro anodino. Apenas ha dejado atrás el bullicio de la Piazza di Spagna, con aquellas escalas ampulosas que cada día suben maquinalmente un avispero de turistas, sin saber muy bien por qué. El café actúa de oasis. La pequeñez de las mesitas es una invitación a buscar refugio. Probablemente esto es lo que no ha cambiado en los más de 250 años de historia de la casa. Es justo llamarlo casa porque esta es la condición que ha ejercido en todo el tiempo en que artistas, escritores, músicos e intelectuales, en buena parte extranjeros, han encontrado un refugio para hacer tertulia, tomar notas, recuperarse del caos romano o sencillamente pasar las horas. ¿Cómo quién? La lista es infinita y cuando se avanza por el pasillo y las estancias del Café Greco —originariamente Antico Caffe Greco— se toma conciencia de la cantidad de huellas, conversaciones, gustos y posibilidades artísticas a las que ha dado cobijo. Ahora la casa está repleta —llena, en un sentido plenamente barroco— de cuadros, esculturas, manuscritos, dedicatorias, fotografías, grabados, cartas que atesoran el tipo de parroquia que ha tenido.
De Goethe a Andersen, de Mendelsson a Wagner, de Leopardi a Stendhal, de Gógol a Orson Welles, de Josep Pla a María Zambrano. Circulan amplísimas listas —se diría que cada vez mayores— de personalidades que han pasado por el Greco, como si cumplieran una voluntad inenarrable de agrandar su leyenda. Lo cierto es que artistas de primera fila internacional se pasaron a probar las bondades de su café o de su whisky.
Cuanto más lo frecuentaban artistas e intelectuales, más llenaban sus paredes de piezas artísticas, lo que hace pensar en el tipo de atmósfera que conocieron los inquilinos de la primera mitad del siglo XX
Precios aparte —un cortado, nueve euros; un café irlandés, dieciocho—, la carta actual informa de que una de las primeras referencias del Greco aparece en las memorias de Casanova, que cuenta que en 1779 visitó un café de la Via Condotti. No sé con certeza si la calle que conoció Casanova ya tenía el atractivo comercial de ahora, porque es indudable que hoy ocupa un lugar destacado en la nómina de ejes de grandes ciudades dedicados a la ropa y las prendas de lujo. Goethe, autor del referencial Viaje a Italia, fue un habitual del Greco que, con el paso de los años, se convirtió en un inequívoco punto de encuentro de los extranjeros en Roma. Animado por el crecimiento de plazas hoteleras a su alrededor, fue lugar preeminente de ingleses y alemanes, también de nórdicos —Hans Christian Andersen alquiló una habitación sobre el café—, y también de catalanes. Cuanto más lo frecuentaban artistas e intelectuales, más llenaban sus paredes de piezas artísticas, lo que hace pensar que la atmósfera que conocieron los inquilinos de la primera mitad del siglo XX por fuerza debía ser muy diferente de la de ahora.
Entremos del brazo de Josep Pla. Es después de comer y el escritor ampurdanés debe elegir entre ir a trabajar en la biblioteca de la embajada de España, que queda cerca, o el Café Greco. Inefablemente, prefiere el café, que reconocerá como su café de Roma. “Es un café pacífico, recogido, con una clientela —sobre todo a ciertas horas— habituada a hacer el menor ruido posible. En este sentido parece un café del norte de Europa, y si fuera posible ver más a menudo gotear la lluvia en los cristales de la calle, la ilusión sería perfecta. Pero la Roma de las frescas acuarelas no es corriente. Abundan más los Piranesi.” El Pla que refunfuña por una cosa u otra encuentra en este café el lugar ideal para practicar una de las gimnasias para las que estuvo mejor dotado: la conversación. La encuentra la primera vez que fue, en 1922, y años después, durante la guerra civil, cuando, según recoge el profesor Rossend Arqués, se instala una tertulia catalana. Toman parte en ella los señores Soldevila, Manuel Brunet, J.B. Solervicens, el conde de Logotete, Salvio Valenti y otros esporádicos, como Pere Rahola, el doctor Vilardell, Ramon d’Abadal y los alguereses Simón Mossa, Manca y Ferigno. Unas décadas más tarde, el escritor, ya mayor pero igualmente socarrón, la llamará tertulia catalano-sardo-clerical. Y recordará como la dueña del café, la señora Antonella Gullinelli, viuda de Grimaldi, le había asegurado que desde los años de Goethe hasta entonces ese grupo de catalanes era quien había pasado más horas en la casa.
Siguiendo la tradición de los grandes cafés de Europa que han hecho de epicentro cultural, este café, el más antiguo de Roma, ha encarnado durante años una idea de civilización, la posibilidad de salvarse y crecer en la conversación, de reconocerse. Ahora tiene más un aire de pieza de museo, de carne de cañón de filtro de Instagram. Seguramente, como diría Pla, “tot això ja ha passat avall”.