Béla Tarr ante la Filmoteca
El director Béla Tarr ante la Filmoteca de Catalunya, que le ha dedicado un ciclo sobre su obra.

Béla Tarr: la luz y el silencio del apocalipsis

El genial director ha visitado Barcelona con motivo de la retrospectiva de su obra en la Filmoteca de Catalunya, donde ha protagonizado coloquios y dará una clase magistral para los alumnos de la Escuela de Cine de Barcelona

Hay tiempo hasta el 31 de enero para disfrutar en la Filmoteca del ciclo excepcional de las películas de uno de los mejores directores de cine vivos. Cabe agradecer el esfuerzo como mediador del director Manel Raga Raga y al trabajo del director de la Filmoteca, Esteve Rimbau, para hacer posible tan célebre visita, así como la colaboración de La Filmoteca, Filmin, La Acadèmia del Cinema Català, Zumzeig, la Escuela de Cine de Barcelona (ECIB) y La Foradada Films.

Béla Tarr es, hoy por hoy, una figura clave del cine europeo y nombre esencial del cine contemporáneo. El tiempo, un juez insobornable, ha proporcionado un sinfín de hijos bastardos de la obra de este director que, año tras año, como ha pasado con los más grandes genios del séptimo arte, han bebido de la fuente inagotable de su talento para nutrirse. 

El buen cine, el cine de verdad, el cine trascendental, en términos acuñados por el director y guionista norteamericano Paul Schrader en su monumental obra analizando el cine de Ozu y Dreyer, es el cine que ofrece al espectador algo más que lo evidente. El crítico, censor y asiduo de las tertulias trasnochadas de José Luis Garci, Juan Miguel Lamet (1934-2014) lo expresó de un modo extraordinario en una presentación de Ordet (1955) a finales de los noventa: “El cine que a mí me gusta es aquel que permite al espectador reflexionar por sí mismo sobre aquello que está viendo”. Reflexionar sobre el qué y el cómo de lo expuesto frente a sus ojos. El espectador, para lograrlo, necesita tiempo; tiempo físico y tiempo cinematográfico favorable y acorde a lo que se plantea en la pantalla.

Siempre quiso ser filósofo, pero se le negó la entrada a la universidad después de rodar un pequeño documental en 8mm sobre los trabajadores gitanos en Hungría

A grandes rasgos, a Béla Tarr se le conoce por rodar en blanco y negro, por los silencios inacabables y por sus interminables planos secuencia. Su obra exige al espectador moderno que se aleje del convencionalismo del cine comercial y abra su mente a un estadio en el que los clichés, el montaje televisivo y el lenguaje actual del entretenimiento, viciado por la publicidad, el ritmo trepidante de la multiplataforma y la inmediatez, no le van a servir de nada para este viaje.

Béla Tarr, director, guionista y actor, nace en Pècs (en plena Hungría comunista) en 1955. Creció en Budapest en el seno de una familia trabajadora. Con diez años, obtuvo un papel para La Muerte de Ivan Ilich de Tolstói, después de que su madre lo llevara a un casting de la televisión nacional húngara. Su otra aparición como actor fue de la mano de uno de sus mentores, el director Miklòs Jancsó, en el filme Temporada de Monstruos (1986). 

Siempre quiso ser filósofo, pero se le negó la entrada a la universidad después de rodar un pequeño documental en 8mm sobre los trabajadores gitanos en Hungría. De este modo, lo que hasta entonces había sido únicamente un pasatiempo, se convirtió en su motor de vida. 

Sátántango de Béla Tarr
Instante de la película Sátántango del director Béla Tarr, que agotó entradas en la Filmoteca.

Trabajó en la dirección con su mujer, la también directora Ágnes Hranitzky, desde su boda en 1979 y su primer filme juntos en 1981. A partir de  entonces, se puede decir que la dirección de las películas es conjunta a cuatro manos. Su carrera, nada prolífica y extremadamente selecta, comparada a veces con la de nombres populares como Kubrick, la conforman 3 cortometrajes: Hotel Magnezit (1978), Viaje por la Llanura (1995) y Visiones de Europa (2004); un documental: City Life (1990), y diez largometrajes: Nido Familiar (1977); El Intruso (1981), Gente Prefabricada (1982); Macbeth (1982), adaptación en vídeo para televisión y considerado uno de sus proyectos más ambiciosos; Almanaque de Otoño (1985); La Condena (1988); Sátántango (1994); considerada su obra maestra con más de siete horas de duración; Las Armonías de Werckmeister (2000); El Hombre de Londres (2007), y El Caballo de Turín (2011), la que hasta hoy es su obra final. 

El Caballo de Turín, su última película por decisión propia, es la síntesis perfecta de toda su obra

Ganó el premio de la Cultura Francesa al mejor director extranjero del año en el Festival de Cannes en 2005. En enero de 2011, se unió a la ONG por los derechos humanos Cine Foundation International y ese mismo año sorprendió a todo el mundo al anunciar, tras el estreno en el Festival de Nueva York de El Caballo de Turín, que esa sería su última película porque ya no tenía nada más que decir en el mundo del cine. En 2017 organizó una exposición de 300.000 metros cuadrados en el Museo Eye de Amsterdam y montó, en Viena, Missing People, una instalación de arte con película animada, exposición y concierto en vivo en lo que llamó una Gesamtkunstwerk: una obra de arte total.

El cine de Tarr está influenciado por Tarkovsky en lo filosófico y en Fassbinder en lo emocional. Declaró su clara admiración por este último, quizás, por su anarquía referencial, su reivindicación formal y, seguro, por la desesperación de sus personajes. 

La sensibilidad visual que propone, se construye mediante primeros planos cortantes, planos generales abstractos y una mirada de lo real en un camino a la metafísica muy cercana a un punto de vista pesimista y casi apocalíptico. La ausencia casi total de diálogos, el blanco y negro claustrofóbico, el ritmo lento y las tomas extremadamente contemplativas tienen algo de iniciático. Una transposición que culmina con la capacidad de encoger el corazón del espectador a través de la brutalidad de una realidad omnipotente que huele a humedad, a campo recién labrado, a harapos hediondos y a heces de animal y de hombre.

Las Armonías de Werckmeister de Béla Tarr
Fotograma de Las Armonías de Werckmeister (2000) de Béla Tarr.

La manera de rodar te inquiere, te reclama de un modo del que no puedes escapar, estamos allí metidos, en el espacio de la representación formando parte del espectáculo. Destacan sobremanera la magnificencia de sus planos, la precisión de su puesta en escena y la serenidad y la composición que, junto al trabajo de fotografía, a cargo de Gábor Medvigy o Fred Kelemen, confieren un poder hipnótico irresistible.

Para algunos críticos amigos de lo snob, Sátántango, adaptación de una novela de László Krasznahorkai, es una experiencia inmersiva como en literatura lo es leer La Broma Infinita de Foster Wallace, el Ulises de Joyce o Rayuela de Cortázar. 

Tarr nos muestra otro modo de contar, otro modo de mirar. Juega con las expectativas artificiales que todos hemos aprendido del cine convencional norteamericano, del cine, digamos, comercial. En un alarde de la anti-narrativa, el director reclama un slow-cinema como parte de una slow-life. Quizá sea una buena oportunidad para re-aprender a mirar y dejar de alabar según qué cine por los motivos equivocados. En lo que parecen escollos en un inicio, descubriremos virtudes y singularidades en aquello que es reflexivo y profundo. Un auténtico espíritu revolucionario nos invadirá a tenor del meollo en el que andamos todos metidos.

'El Hombre de Londres' (2007) de Béla Tarr.
El Hombre de Londres (2007) de Béla Tarr.

Deberíamos entender que hay un cine para entretener y otro que, utilizando los mismos medios, se enfoca en un fin radicalmente opuesto: trascender. Como espectadores, tenemos el deber de encarar la experiencia cinematográfica preguntándonos cómo nos sentimos al terminar el visionado de uno de sus filmes y con qué intensidad somos, de nuevo, empujados a la realidad. 

Los movimientos de cámara siguen de forma obsesiva a los personajes desde un punto de vista psicológico. Obsesionado con las inclemencias del tiempo, con el costumbrismo, los obreros y las clases desfavorecidas; con las ruinas, la degradación del espacio y del espíritu, la decadencia, de los lugares y de las ideas; con las estructuras sociales que colapsan, con las comunidades en decadencia, las distancias inalcanzables, la crueldad humana y la fuerza de la idea de que nada sobrevive. Las siete horas de Sátántango son debidas al cambio de perspectiva constante de los protagonistas. Aprenden despacio hasta verse atrapados en un tango eterno: un paso adelante y dos hacia atrás.

En las obras de Tarr, la ausencia casi total de diálogos, el blanco y negro claustrofóbico, el ritmo lento y las tomas extremadamente contemplativas tienen algo de iniciático

El cuerpo inerte de la gigantesca ballena en Las Armonías de Werckmeister es la perfecta alegoría de aquello inamovible e irremediable. También hay tiempo para las implicaciones políticas sobre la identidad y la capacidad de persuasión de las ideas fascistas. Tarr declara: “Al principio de mi carrera, tenía mucha rabia social. Solo quería hablar de joder a la sociedad. Eso fue solo el principio. Con el tiempo, empecé a entender que los problemas no eran solo sociales, eran más profundos. Eran cósmicos”. Tarr plantea un universo de plena oscuridad bajo el paraguas del existencialismo pesimista y de Nietzsche. Siguiendo esa línea de pensamiento, Dios ha muerto y la idea del eterno retorno resuena con fuerza: todos estamos condenados a vivir nuestras vidas eternamente, una y otra vez, después de nuestra muerte, exactamente del mismo modo.

Los personajes de su obra no se cuestionan a sí mismos, aceptan la fatalidad como algo inevitable, no dudan de su fe ni se preguntan sobre el sentido de su existencia. La atmósfera general es de desesperación ante el desastre. No hay posibilidad de encontrar una verdad ni un verdadero sentido a la vida. La paradoja de la condición humana plasmada en el celuloide. Sin sentido aparente, sin claras respuestas a nada, el director se dedica a preocuparse de un modo obsesivo por la dignidad humana.

'El Caballo de Turín' (2011), de Béla Tarr.
El Caballo de Turín (2011), la última película de Béla Tarr.

El Caballo de Turín, su última película por decisión propia, es la síntesis perfecta de toda su obra. Con una premisa de Nietzsche, vivimos seis días en una granja con el granjero, su hija y el caballo. Todo en el exterior colapsa hasta contaminar el interior, así pues, todos los colores confluyen en el negro.

Autor de los planos más largos que se recuerdan, uno se pregunta cómo puede ser que en plena época de Tik Tok, Netflix y otras plataformas se hayan agotado las entradas para ver una película de más de siete horas de duración y tono contemplativo. El viaje, señoras y señores; el viaje vale la pena. Y si somos capaces de saltar a los hipsters, que por esnobismo aguantarán los primeros 30 minutos, nos quedaremos en la sala los acólitos del viaje, los viajeros mentales, los soñadores conscientes, los valientes de corazón, los espíritus elevados… La experiencia se convierte en algo similar a visitar una iglesia y asistir a una misa. Así pues, rezar en el cine debe ser algo como ver a Tarr, Ozu, Tarkovsky, Bergman, Dreyer, Bresson o Malick.