Cuando hablamos de aquello que nos resulta cotidiano u ordinario, las palabras toman un cariz aburrido, peyorativo. Parece que, si no añadimos el prefijo extra, no merezca ser tenido en cuenta o no valga la pena. Pero, ¿qué ocurre cuando lo que cambia no es la palabra en sí sino la intención que ponemos en ella? Ocurre la magia, y todo se impregna de esa intencionalidad que transforma el acto más banal en un momento absolutamente trascendente. Y es en ese tránsito de la transformación donde se enmarcan las imágenes de William Eggleston, una leyenda viva de la fotografía, que el centro KBr Fundación MAPFRE Barcelona presenta en una de las más amplias exposiciones que se han hecho en nuestro país sobre el fotógrafo.
Nacido en la ciudad de Memphis, William Eggleston creció y desarrolló su carrera en un entorno complejo, el sur de Estados Unidos, en un momento en que, por un lado, aún estaban presentes las cicatrices de un pasado esclavista y, por el otro, emergía una nueva sociedad de consumo entre la clase media. A pesar de que se inició tomando fotografías en blanco y negro, a mediados de los 60, se decantó por el color, y ya nunca abandonó esa práctica y el uso casi pictórico del mismo.
Es en ese tránsito de la transformación donde se enmarcan las imágenes de William Eggleston, una leyenda viva de la fotografía
Pero el verdadero culmen llegó pocos años después, en 1976, cuando realizó una exposición individual en el MoMA de su obra en color, que causó gran revuelo, no solo por ser el primer fotógrafo en exponer solo, sino por hacerlo con fotografías en color, que aún se consideraban vernáculas y no habían adquirido la consideración de artísticas.
Y es que la obra de William Eggleston no tiene absolutamente nada de banal ni de ordinario. Ya desde las primeras imágenes en blanco y negro, se percibe esa búsqueda del instante decisivo que le inspiró Cartier-Bresson, junto a la libertad de temas en cuanto a la elección del elemento y el foco protagonista, que huye de la grandilocuencia, para centrarse en aquello que tiene delante de sus narices, aun siendo la cosa más simple.
El fotógrafo entrena su mirada en cada instantánea, desde la sencilla escena de supermercado, la botella de refresco sobre el capó del coche, a la foto tomada desde dentro del mismo. Y todo ello, adquiere su máximo apogeo en el momento en el que decide cambiar su película a color, por el uso que hace del mismo.
“Así que una noche me quedé despierto planeando lo que iba a hacer al día siguiente, que era ir al gran supermercado que hay calle abajo, llamado Montesi’s —no sé por qué parecía un buen sitio para probar cosas—. Tenía en la cabeza un nuevo sistema de exposición: sobreexponer la película para que salieran todos los colores. Y, Dios mío, todo funcionó. De la noche a la mañana. Recuerdo que la primera foto era de un chico empujando carritos de supermercado. Cuando recogen los carritos del aparcamiento y los empujan hasta la tienda para que los usen otras personas. Hice la foto de un chico pelirrojo y pecoso a la luz de la película de la tarde. Una foto bastante bonita, la verdad”.
El fotógrafo entrena su mirada en cada instantánea y, todo ello, adquiere su máximo apogeo en el momento en que decide cambiar su película a color
En la serie Los Alamos (1965-1974) es donde, como espectadores, somos partícipes de ver la captura de ese instante, que lo cambia todo, y hace que, el mismo, deje de ser ordinario. Y son las fotografías de esta serie las que van definiendo el que será su propio lenguaje visual, el modo de ver el todo. Porque es justo decir que no solo estamos viendo una fotografía, sino que lo estamos viendo todo. Un campo ciego que, como decía Roland Barthes, consiste en todo aquello que se mueve en el exterior o bajo la superficie de las cosas; captura nuestra atención, se transforma en deseo.
El deseo de Eggleston que se refleja a través de su viaje, siguiendo la orilla del Mississippi, en dirección sur. En la luz horizontal de la tarde, que se repite y se busca una y otra vez, como un leitmotiv y como el velo dorado bajo el que enmarcar la escena. En los lugares decadentes, que empiezan o han perdido ya su esplendor, símbolo de un tiempo cambiante que lo acelera todo y de nada. En las carreteras y las estaciones de servicio, a mitad de camino de todo. Y en los cielos, de un azul intenso rotundo, presentes como marco de fondo, como en los reflejos de los capós de coches o los charcos de agua. “La fotografía nos hace salir de casa”, afirmaba.
El deseo de ser capaz de captar el color, el anhelo del instante preciso, está presente a lo largo de toda su obra. “Solo hago una foto de una cosa. Literalmente. Nunca dos. Así que esa foto está ya hecha y la siguiente está esperando en otro sitio”. Pero la mirada, ya no es la misma. Ahora es experta, y se aprecia en los volúmenes y el peso de los elementos, en las fotos, en el equilibrio de los mismos, en los grandes bloques de color, en las líneas precisas, en los horizontes. Nada es fortuito, porque al mirar, se sabe ver.
William Eggleston ha asistido como testigo a la desaparición de un mundo devorado por la naciente sociedad de consumo de su país, pero ha tenido la enorme capacidad de escribir un testamento fotográfico de ese tránsito, convirtiendo lo banal y ordinario en trascendental y extraordinario, y permitiéndonos entender que nunca estamos solo ante una foto, sino ante un legado sin igual. Y que el todo, está detrás de nosotros, si nos damos la vuelta. La muestra podrá visitarse hasta finales de enero de 2024.