Salimos de la Casa Batlló, y muy bien. Insisto: muy bien, tanto la propuesta de seguimiento del recorrido con una tableta digital (que enseña cómo era cada rincón hace más de un siglo) como el acceso al balcón superior (con foto incluida) como, muy especialmente, la apuesta por la integración laboral de personas con autismo (o neurodivergentes) con una naturalidad impúdica y bien visible. Lo que hace pocos años era una visita de media hora para revisitar la reliquia de la abuela, ahora son dos horas bien invertidas de conocimiento, sensibilidad, juego e historia. Sí absoluto al Gaudí Dôme, sí a las guías digitales y sí al acceso al patio y sobre todo a la terraza. Bravo. Otra cosa es pretender entrar en el cerebro de Gaudí, mediante una sala inmersiva situada en el sótano, llamada Gaudí Cube y obra del artista Refik Anadol. Creo que es de esas situaciones de jugar al siete y medio y, teniendo un siete, pedir carta: no es necesario. No hace falta, así, quiero decir. No hace falta que se parezca tanto a cualquier otra de cualquier lugar del mundo. Pensé enseguida que el aviso, de hecho, es para la ciudad entera.
Evidentemente, la mejor experiencia 3D, o más bien 4D, inmersiva, envolvente, táctil, interactiva y mega dolby surround de toda la Casa Batlló es tomarse un cacaolat en las mesas de la terraza superior, donde han tenido el detalle de poner una barra de bar. Ni que decir tiene que la realidad, o mejor dicho el acceso a una realidad que desconocíamos o a la que no tenemos tanto acceso como parecería, es el mejor producto que puede ofrecer una ciudad modernista como ésta. Y eso que me encantó que las plantas superiores de la casa estuvieran aromatizadas con olor a ropa limpia (aquí el servicio planchaba y lavaba, bajo blancas hipérbolas teresianas), y que casi toda la inversión en tecnología me parece realmente bien destinada. El problema es el exceso, cuando se cruza la raya, cuando ya no aporta nada nuevo. No sé si quiero entrar en el cerebro de Gaudí. No así, en cualquier caso. Consiguieron entrar en el cerebro de Dalí, con un resultado espectacular, la gente del Ideal hace pocos meses: absolutamente conmovedor. Encontraron su qué en el 4D Mainat y Cruz con lo del Gaudí Experience de cerca del Park Güell, que tiene sentido y relato, y también el museo del Barça fue pionero en estas tecnologías hasta el punto de que pronto podremos entrar (virtualmente) en el vestuario con Pedri o con Putellas. También se proyecta un importante centro de artes inmersivas en el Teatre Principal y, por lo visto, el Palau de la Música estudia con delicadeza cómo acercar sus visitas a este mundo de la virtualidad. Que lo estudien bien, que lo piensen bien. Todos ellos son actores patrimoniales que tienen un siete. Un siete consolidado. Cuidado con pedir carta.
¿Qué estoy diciendo? ¿Estoy diciendo que la realidad virtual no puede competir con la realidad real? No, esto ya lo sabemos: estoy diciendo que, cuando apuesten por las tecnologías inmersivas, procuren garantizar la solidez de la intervención. Su sentido. Si estos edificios son obra perdurable, y el complemento digital de turno siempre será necesariamente más efímero, esto no debe significar que deba ser baladí. Algo gratuito, un expediente completo. Nos dicen que debemos hacernos digitales. ¿Pues, sabes qué? Unos trencadissos aquí, unos vitrales allí, un plano superpuesto, mucha música psicotrópica de las que hacen todas las máquinas del tiempo y, sobre todo, que los niños flipen en colores. No, por favor. Ni siquiera los niños se tragan según qué enésimo viaje mágico por el espacio-tiempo o dentro de las neuronas o las neuras de nuestros genios. Hay proyecciones o inmersiones que no es que se olviden al cabo de dos minutos, sino de forma simultánea a su observación: mientras vives la supuesta gran experiencia, la vas olvidando de forma automática porque simplemente no te está diciendo nada. De hecho, la experiencia no la has tenido. Has continuado respirando, eso sí.
Aprendan de los que saben, aprendan de los imagineers: no hay nada gratuito en las atracciones digitales de los parques de Disney, ni un solo fotograma que sobre, ni el menor riesgo de aburrir por repetición. Estamos en Barcelona, no juguemos con esto porque con las cosas de comer no se juega. No podemos ir tan cortos de imaginación, o al menos no podemos hacerlo en nombre de Gaudí o del Barça o de la Moreneta Experience. Hagan caso de los artistas de aquí y no de las paellas a diez euros, de los guionistas de aquí y no de los verywodnerfuls de la China, y no sufran que ellos ya acabarán entendiéndose con los marcianos de las pantallitas. No nos hagáis pasar vergüenza, por favor os lo pido, que noto muy fuerte que paseamos por el precipicio de forma peligrosa. Ah, y no os acerquéis ni un milímetro a la Sagrada Familia. No hasta que tengáis presente todo esto. Pero es que ni un milímetro, ni el de las gafas immersivas ni el de los dispositivos táctiles, ni el de los hologramas comestibles. Primero, haced prácticas con el Superilla Non-smoke Immersive Lab o con el Espanyol 5D Challenge. Y después, si Dios os perdona, hablemos.