Todavía se ven pancartas electorales colgadas en árboles, farolas y paneles colocados con caras sonrientes y seductoras por toda la ciudad. Ya sabemos los resultados, este artículo no va de análisis ni de posibles pactos. Las campañas pasan por nuestras vidas como una ventana de intensidad, como un viernes de Pasión, una tradición que en este caso cada cuatro años nos pone en una gran sobremesa familiar para discutir si las cosas van bien y de quién es culpa de que no vayan. En términos más ciudadanos, es una asamblea de vecinos que no debe renovar presidente porque toca, sino escoger al mejor de la escalera, y eso evidentemente crea tensiones. Sobre todo en un pueblo, donde los vecinos se conocen y deben saludarse cada día, y donde todo el mundo sabe de qué pie calza cada uno. Sí, sobre todo en un pueblo. Como Barcelona.
A modo de canción de Sisa podemos decir que hay el empresario que quería un ayuntamiento más amigo, y que no ha parado hasta conseguirlo, pero que todavía tengo dudas de que haya intentado hacerse más amigo de la gente. Está el activista, o directamente el comunista, que ha tenido que enarbolar una bandera demasiado distante entre la idea y la realidad, como también le ocurre, por cierto, al independentismo: prometer más viviendas sociales, o la igualdad de clase, tiene el pequeño problema que debe hacerse. Como la independencia, exactamente. Por eso la campaña ha sido tan lejana del lenguaje ciudadano, porque en este pueblo todos sabemos lo que se ha hecho y lo que no se ha hecho, y ha sido imposible disimular ninguna de las dos cosas.
Están las zonas pacificadas, que resultan bonitas de ver y no tanto de vivir, como parece que han expresado sus vecinos más cercanos. Está el joven que busca trabajo, pero trabajo para pagar un piso, y que demasiadas veces debe pedir ayuda a los padres o a los abuelos. Están los guardias urbanos, que seguramente no desean tener que parecer más antipáticos, y está el lobby del tranvía, que ahora estará levantando cuatrocientos teléfonos a la vez. Está el expat, que lo mira todo desde fuera, porque aunque viva aquí, vota (y tributa) donde quiere, y que no sabe ni le importa qué significa esto de conservar la identidad genuina de este pueblo. Barcelona, quiero decir. Cuando digo pueblo, quiero decir Barcelona. Y si entienden otra cosa, tampoco se van a equivocar.
Está el cargo público inquieto por los resultados, está el funcionario que se limita a decir “otros que se van”, están los turistas que quieren algo más de Barri Gòtic y algo menos de empacho de modernismo porque lo encuentran más “auténtico”, como los bunkers del Carmel. Hay, sobre todo, la Sagrada Família, erigiéndose mayestática por encima de sus ilusos enterradores, y están las pinturas de urbanismo táctico que se preguntan si ahora se podrá hacer urbanismo más estratégico. Están las promesas, está Montjuïc, y el Morrot, y el aeropuerto, y Jaume Plensa, y Pulgarcito. Están los de la plaza Artós, superados por Trias, y los del Ateneu Popular de Nou Barris, superados por Collboni. Está el Eixample, donde en este pueblo siempre se resume y se desempata, y están los comerciantes y profesionales liberales que han puesto alguna vela a Sant Pancraç. Están los independentistas, que han descubierto que a veces para ganar no hay que querer ganarlo todo, y están los constitucionalistas, que han aprendido que los vecinos del tercero segunda, o aquellos que cuelgan esteladas allí en la esquina mar/Besós, son tan vecinos como ellos.
Están los taxistas, el único gremio que ha puesto su voto públicamente en venta (o mejor dicho, han expuesto su venta), y están los parques sin hierba que mueren de sequía y dejadez. Y están los motoristas, cómo no, que respiran por el simple hecho de haber dejado de ser perseguidos por unos días, y los ciclistas que esperan no perder ni un milímetro de espacio. Ah, y los abstencionistas, por supuesto. Los infalibles ganadores de la noche. Hay gente que es imposible que se equivoque, supongo que porque se han equivocado estrepitosamente demasiadas veces.
En esta paella mar y montaña deberemos convivir los próximos cuatro años, señores y señoras de la escalera, vecinos y vecinas, niños y niñas, mayores y pequeños, moros y cristianos, mercedes y eulalias. Parece que pronto nos vuelve a tocar otro huracán electoral, con sonrisas seductoras y carteles que cuestan de quitar, con promesas enganchadas al aire, con brindis al sol y brindis a la sombra, pero aquí deberemos esperar a ver cómo entienden lo que hemos decidido. Si era un plebiscito, el resultado está claro. Si era otra cosa, ya nos contarán. Ahora bien, ha vuelto a quedar claro que no somos una ciudad como las demás. Que mantenemos una fuerte singularidad. Y que, antes y después de una campaña, el barcelonés ya sabe bastante bien lo que quiere. Mi resumen: si algo no quiere, es desaparecer. Si lo saben escuchar o no, ya es otra cosa “diferenta”.