L’EMPERADRIU DEL PARAL·LEL TNC
L'Emperadriu del Paral·lel acaba de estrenarse en el TNC. ©May Zircus/TNC

Un réquiem para el Paral·lel

Xavier Albertí cierra sus ocho años al frente del Teatre Nacional de Catalunya con un espectáculo de una crudísima belleza sobre uno de los epicentros fundamentales de la cultura teatral y musical catalana

Xavier Albertí acaba de estrenar l’Emperadriu del Paral·lel, el último montaje que nos regalará como director artístico del Teatre Nacional de Catalunya (TNC), todo un compendio de su filosofía teatral que, como no podía ser de otra manera, se ha nutrido de un texto de su “hermana escénica” Lluïsa Cunillé (la anécdota es categórica: ésta es la primera vez que una autora viva estrena en la Sala Gran de nuestro eminente teatro púbico) y declamado por lo mejor de su troupe habitual de actores-cantantes. Cunillé ha escrito una obra sensacional, que no sólo quiere ser una mirada polimórfica del punto G de nuestros años treinta en Barcelona, sino que rehúye la mirada nostálgica para acercarse al Paral·lel como la zona cero de una ciudad mediterránea, de espíritu contrastante, que celebra la resaca de la fastuosa exposición del 29 y vive con esperanza el advenimiento de la Segunda República mientras empieza a hervir de sed anarquista (¡maravillosa la aparición de Ferrer Guardia!) y las cupletistas se erigen como el vertedero sexual de las frustraciones burguesas.

La obra destaca por su excelente cuadro de actores y actrices, como Carme Sansa, Mont Plans y Oriol Genís. ©May Zircus/TNC

Cunillé hila su texto en la muerte de Palmira Picard, emperatriz de las cupletistas, y disfruta contándonos la bildungsroman del periodista Roc Alsina durante la noche en que se acerca al cadáver de la artista para escribir su epitafio. Cunillé y Albertí fundamentan la dramaturgia en un réquiem oratorial, y no porque la trama se urda de micro-escenas en la forma de una cantata, sino porque el viaje (y la costosa ascensión) de Alsina a la tumba de Picard es realmente el camino de una muerte colectiva: el cuerpo de la cantante no deviene sólo el agujero negro de todas las pulsiones sexuales masculinas, sino también el centro neurálgico de las contradicciones socioeconómicas de la ciudad. De hecho, el texto de Cunillé tiene la gracia de explicarnos con gran crudeza la muerte del corpus ciudadano que se refleja macabramente en esta diosa (deberíamos leer esta Emperadriu en diálogo con lo que sucedía en Barcelona, mapa d’ombres), unos personajes que asisten a su propio fallecimiento con una mezcla de histrionismo y una lastimosa destructiva parsimonia.

Resulta sintomático que, cuando uno se refiere a nuestros mejores escritores, la tribu todavía tenga la torpeza de excluir el teatro de su literatura. Cunillé es, digámoslo claro, una de las plumas más importantes de nuestras letras, y la robustez implacable de su teatro exige un Premi d’Honor que ya tiene más merecido que alguna de las recientes y sobrevaloradas galardonadas. Sólo una gran autora puede imaginar un camino que rompe el paradigma dantesco de la caída a los infiernos mediante una ascensión espiritual que cambia la vida del narrador dejando al espectador con una buena hostia en el hígado. Éste es un viaje que exigía un guía casi imposible de cazar, pero Pere Arquillué demuestra ser un trozo de actorazo que al inicio de la trama fila perfectamente el carácter naíf y cándidamente despistado de Alsina (a la yanqui, es decir actuando cuando no se actúa) y va progresando en un aprendizaje incisivo que deriva en una escena final de piel de gallina. Este curro que se casca Arquillué es muy, muy difícil, y lo supera como una auténtica bestia.

Cunillé es, digámoslo claro, una de las plumas más importantes de nuestras letras, y la robustez implacable de su teatro exige un Premi d’Honor que ya tiene más merecido que alguna de las recientes y sobrevaloradas galardonadas

A medida que avanza la pieza, en un cascada orgiástica de personajes delirantes, uno podría tener la tentación de creer que Cunillé y Albertí han hecho revivir el Paral·lel sirviéndose de una historia fantasmagórica. Pero si nuestros reseñistas tuvieran la bondad de leer un poco antes de ir al teatro verían que autora y director han inspirado claramente su divina comedia en la figura fundacional de Rossend Llurba y, especialmente, en el cronista Francesc Madrid (de Rossend tenemos publicada la Història del Paral·lel en la benemérita Comanegra y de Paquito podéis leer el magnífico Sang a les Drassanes, que Quim Torra publicó en Acontravent cuando se dedicaba a hacer cosas útiles para el país). Si se leen estos magníficos cronistas, especialmente los artículos de Madrid en El Escándalo, veremos que las bacanales orgiásticas de homosexuales, los anarquistas que se esfuerzan en redimir a las furcias y los robos de niños que acaban perdidos fueron la realísima cara oculta de una Barcelona que nunca se ha salido con la suya intentando esconder la basura bajo la alfombra.

El montaje escénico de L’Emperadriu del Paral·lel, que puede disfrutarse hasta el 13 de junio. ©May Zircus/TNC

Albertí ha obrado santamente naturalizando el corazón de los personajes de la Emperadriu para así destacar su infinita tristeza interna (yo ahí veo más Brossa que Horváth), empezando por la espléndida María Hinojosa que, ya lo podemos decir, es la sucesora natural de Anna Ricci y, al lado de nuestro querido contra Jordi Domènech, conforma la sucesión natural de las fantasías que Carles Santos encarnó en Antoni Comas y Clàudia Schneider. Es normal que el Albertí, leyendo una historia que ensalza nuestro pasado interpretativo, haya realizado un acto de justicia abriendo las puertas del TNC a decanos de nuestra interpretación como Carme Sansa, Mont Plans y el enorme y titánico Oriol Genís, que es un patrimonio de la tierra más relevante que cualquier denominación de origen vinícola. En escena, como en la vida, ganan las chicas, desde la bien retornada Silvia Marsó en función de Virgilio (demasiado sobria al inicio; dadle un poco más de aire en el gesto) a Aina Sánchez, que demuestra tener el cromosoma cupletista incrustado en una columna vertebral que le flota en la escena como una serpiente hambrienta de ratoncillos.

Diría que el espectáculo ganará a medida que sume representaciones y me atrevo a afirmar que mejoraría si se regalara al espectador un poco más de tiempo entre las micro-escenas para que pueda digerir toda la intensidad del texto (entiendo que hay que evitar el aplauso continuo entre números y que todavía vivimos demasiado determinados por la cosa pandémica y la necesidad de ir al grano, pero con una inyección de compases de espera la sinfonía fluiría con más benignidad). Sea como fuere, todo esto son cosas de tiquismiquis ante un espectáculo que, aparte del texto de Cunillé, destaca por la obsesión albertiniana de religarnos a nuestra tradición escénica, musical e interpretativa. Es un deleite volver a escuchar (¡¡¡y qué vergüenza que en los últimos años haya tenido que ser en el TNC y no en uno de los numerosos equipamientos musicales de la ciudad!!!) El papissot de Berdiel y Pla, el Exregidor de Zamacois y Casas, la extraordinaria música de Morera i Clarà, un repertorio precioso que en cualquier país desvelado obligaría a cantar en las escuelas y que retornaría a su propietario natural: el pueblo.

En la celebrada lección inaugural del Institut del Teatre del curso 2012-13, Albertí ya hablaba de la necesidad de religar nuestra vida actoral (y yo añadiría, la del teatro catalán en su totalidad) a la cultura y el patrimonio que la sustenta. Permitidme citar aquel benemérito discurso: “No creo que haya ninguna otra cultura escénica en el contexto occidental que sufra una enfermedad tan terrible como la que nos consume; a saber, la conciencia según la cual nuestro patrimonio dramatúrgico es malo. Esto, en primer lugar, no es cierto y, segundo, es una enfermedad que no nos ayuda en nada. Quizás, antes de juzgarlo deberíamos ponerlo sobre los escenarios con conciencia de dar a conocer todo aquello que facilita su comprensión”. Textos como el de la Cunillé traducen este espíritu, y no sólo por el hecho de que recuperen la tradición patrimonial del Paral·lel, sino porque lo realizan desde un presente pandémico en el que la cultura del país todavía se aproxima a este patrimonio como un factor menor. Retornar a la Barcelona de los contrastes, la ciudad que se esconde en el agujero negro de sus contradicciones, resulta más que nunca un imperativo.

Retornar a la Barcelona de los contrastes, la ciudad que se esconde en el agujero negro de sus contradicciones, resulta más que nunca un imperativo

Durante los ocho años en que Albertí se ha hecho cargo del TNC nuestra ciudad ha experimentado una especie de paréntesis de normalidad en que los grandes textos de la literatura teatral europea se han emparentado con la obra de Guimerà, Sagarra, Cortiella, Rusiñol o Pous i Pagès. Tras escuchar la prosa teatral de Sol, solet… o el catalán inigualable de La fortuna de Sílvia en nuestro teatro sólo los ignorantes podrán volver a menospreciar nuestro patrimonio. Desgraciadamente, todavía nos faltan años para aproximarnos a la tradición de nuestra propia historia con el espíritu libre de esta Emperadriu de la Cunillé. Que en un espectáculo sobre el Paral·lel como éste, los theatergoers catalanes todavía esperen asistir a un divertimento de numeritos y de lentejuelas nos muestra que falta muchísimo trabajo por hacer. De la Emperadriu la máxima alabanza que uno puede hacer es tratarla como un inmenso ejercicio de hurgar en la herida, la herida de una ciudad que digiere muy mal su memoria y que entierra con olimpiadas sus zonas más oscuras. El mejor elogio que se le puede hacer a esta pieza es la tristeza inmensa que te asalta una vez terminada la función.

Corred al TNC y bebed del cáliz de este maravilloso réquiem de Palmira Picard, de esta tétrica sinfonía de muertos con que la Cunillé nos ha hecho viajar al pasado a golpe de escalofrío. Y por encima de todo, estimado Albertí, no te vayas muy lejos, que los escritores fracasados te necesitamos para hacer nuestras crónicas de esta nuestra oscura y tediosa Barcelona donde del Paral·lel, y de tantas otras cosas, ya no queda nada de nada.

Pere Arquillué interpreta al periodista Roc Alsina. ©May Zircus/TNC