Le dije, de acuerdo, te lo dejo, pero devuélvemelo. No confiaba en ello, me avalaba la experiencia de haberle dejado otros libros que nunca más me había devuelto por desastres naturales inexplicables de mi amiga, naturalmente desastre.
Ahora quería La Odisea de Homero. Yo había leído el libro por encargo durante el Bachillerato. Lo devoré y ella, viendo mi fascinación de diecisiete años, quiso también sumergirse en la lectura. Te lo devolveré, seguro. No me lo creí.
Anoté en mí “Libro de Libros” su nombre, la fecha, un día soleado de 1997, y el número que había estampado en el lomo de La Odisea y que correspondía a la enumeración de mi biblioteca de adolescente. Guardaba y numeraba con una Dymo todos los libros en un afán de conservación de mi vida leída. Dejé de hacerlo unos años después y algunos de esos libros han desaparecido en las diversas mudanzas de las últimas décadas, pero están anotados en el “Libro de Libros”, que sí conservo.
Como aquel ejemplar de La Odisea que, finalmente, tuvo que pasar por aventuras similares a las de Ulises antes de volver a mis manos de Penélope. Esperé persistentemente, como ella, porque nunca dejé de reclamárselo a mi amiga hasta convertir la situación en una anécdota central de nuestra amistad. No pasaron veinte años, pero sí diez. Diez años que escondían que el libro había quedado en un estado lamentable después de ir de bolso en bolso durante mucho tiempo y sobrevivir a un aguacero.
Como los que algunas librerías tienen en los almacenes después de las granizadas de Sant Jordi. No se esperaba un aguacero repentino, pero el aviso meteorológico sí que indicaba lluvia asegurada en algún momento del día. Mientras me resguardaba en una de las paradas del Paseo de Gràcia donde firmábamos los autores, vi cómo el cartón de una caja de libros se iba oscureciendo a medida que el agua subía desde el suelo. La quise coger para salvar los libros, pero el cartón de la parte inferior, completamente empapado, se rompió. Y por el agujero mojado aparecieron libros de hojas onduladas, porque el agua no solo provoca olas en el mar.
Se ha hablado mucho, de estos libros. Le damos tanta importancia a la edición, ciertamente la tiene, que caemos en el error de pensar que un libro arrugado es menos libro, cuando lo esencial es que la trama que explica la tinta impresa sea reseguible. No rechacemos los libros que han vivido otras vidas. Queramos a los libros viejos y vividos. Mi Odisea todavía luce en mi biblioteca de 42 años, arrugada, vivida, testimonio de mi adolescencia, cuando pensaba numerar todos los libros leídos a lo largo de mi vida cerca de una amiga que siempre me hace temer mil desastres.