La guardería del Liceo Francés de Barcelona, obra de b720 Arquitectos. ©b720

¿A qué escuela llevo a los niños?

Los centros de educación internacional de Barcelona han confundido la complejidad y el sacrificio de educar a los jóvenes con las consignas del márketing más banal

Comida a tres. Estamos en Xemei celebrando entusiasmados el retorno del tuber magnatum. Mis amigos son padres responsables (el primero tiene dos hijos que ya intuyen la preadolescencia y el segundo un retoño que cumplirá doce meses en breve). También son dos de los hombres más inteligentes que conozco, lo que se traduce en que ejercen de progenitores con poca retórica (no son, para entendernos, de aquellos cretinos motivados que aparecen en el suplemento Ara Criatures), es decir que guían el crecimiento de sus chavales como uno de sus primerísimos deberes morales, es decir que, en una comida de dos horas, no dedican más de media a darme la turra sobre su descendencia. El padre del hijo más pequeñito empieza a pensar a qué escuela acudirá su heredero: una de sus prioridades, bien comprensible, es que el pequeño acabe charlando inglés nativo. Por eso busca (y ahorra pasta desde ya mismo) algún colegio de inmersión inglesa que, a poder ser, disfrute de la acreditación imperial británica o yanqui.

 Yo estoy tremendamente a favor de la educación (y por tanto de los idiomas) que tienen el apoyo moral de un ejército; pero mientras enumera alguno de los colegios internacionales de Barcelona no puedo evitar la mueca. Yo de chavales entiendo muy poco, pero en cuanto a la educación siempre he seguido el consejo que me regaló una vez mi maestro Francesc Garriga; a saber, cuando vayas a una guardería, escuela, universidad o lo que proceda, elige siempre la más antigua. Tras escuchar las opciones que considera mi amigo, le acabo proponiendo que se deje de chorradas de pijos y que tenga la bondad de llevar al chaval al Liceo Francés (notas mentales: 1, no renuncio al odio militante y absolutamente visceral por todo lo relativo a los gabachos, pero tengo que reconocerles la excelencia en el tema educativo y 2, la madre del pequeño es francesa), una escuela donde le enseñarán las bases culturales extraordinarias de este espantoso país de cursis a base del único método educativo que funciona: que el alumnado se lo curre.

 Estoy convencido de que tras muchos años en los que la educación ha sufrido el influjo (tan positivo como nefasto) de la psicopedagogía, de las innovaciones tecnológicas de la virtualidad internauta y de posiciones políticas como el feminismo o la propia democratización de la enseñanza, el arte de transmitir cultura y ciencia volverá en breve a las bases de lo que mi querido José de Calasanz teorizó para las escuelas: a saber, enseñar a los niños a leer, a escribir y a sumar. Hagan lo que hagan en la vida, y por muchos ChatGPT y otras pollas en vinagre que se inventen, nuestros estudiantes tendrán que ser doctos en lectura y tendrán que pelearse con la complejidad de un texto (también se verán obligados a aplicar el cálculo para realizar una factura o comprobar los vaivenes del precio del bacalao). Esto puede parecer algo muy antiguo pero, si yo fuera recruiter de una empresa, es lo primero que preguntaría a un aplicante; si puede escribir un texto, leer el periódico y dirimir una raíz cuadrada, el individuo es una auténtica perla.

Hagan lo que hagan en la vida, y por muchos ChatGPT y otras pollas en vinagre que se inventen, nuestros estudiantes tendrán que ser doctos en lectura y tendrán que pelearse con la complejidad de un texto

El eco de esta conversación resonó en mi sesera a raíz del suplemento especial que el pasado jueves publicaba La Vanguardia, justamente dedicado al tema escolar (Hacia una formación más colaborativa). Leyendo la mayoría de los textos publicitarios de muchos centros internacionales de Barcelona, ​​me lo pasé teta admirando hasta qué punto todo dios se había contagiado  de la tontería pedagógica new age. Había coles que defendían un modelo de educación más participativo, tecnológico y toda cuanta mandanga y, achicletando el márketing hasta límites harto vergonzantes, también centros que se presentaban como una garantía para educar a los líderes del futuro y alumnos dispuestos a cambiar el mundo. Mientras leía me tronchaba de la risa, pensando qué se había fumado esta peña, no sólo porque la enseñanza fuera un tema menor en todo el meollo, sino porque diría que uno debe tener una mínima responsabilidad a la hora de no contaminar a los niños con las pajas mentales propias de los adultos.

 Educar en la sostenibilidad, una enseñanza para garantizar la felicidad de los alumnos y donde los contenidos sean participativos… give me a break. Hagan el puñetero favor de garantizar una buena educación al alumnado y, sobre todo, recuerden cada día a los niños que la enseñanza no es algo divertido y que a menudo, en el aula y en la vida, aquí estamos para empollar y sufrir como pepitos. Dentro de la tontería general, me resultó gracioso que el Liceo Francés de Barcelona (a pesar de caer en los mismos tópicos de otros centros) titulara su escrito promocional “Liceo Francés de Barcelona: casi un siglo de enseñanza de calidad”. Este “casi un sigo” y “de calidad” me resultaron una isla de esperanza entre tanta falsía impostada. Ya tiene coña la cosa; que sea yo precisamente quien tenga que acabar defendiendo a los collons de franceses, con su cinismo político catedralicio y esas óperas afeminadas interminables. Pero haremos todo lo  necesario para garantizar niños normales, sufridos, y amantes del trufa blanca.