Segundas oportunidades en el “mejor de los mundos posibles”

Desafortunado como pocos, el filosofema de Leibniz podría funcionar aún como un acicate para profundizar en la conciencia del presente y asumir la crisis, en diálogo con el pensamiento crítico y escasamente complaciente de Nietzsche

Estábamos frente al mar, en esa Barcelona norteña que es San Sebastián, cuando Eudald Carbonell me dijo: “Ya se sabe desde hace años que la humanidad se dirige de cabeza a una crisis de subsistencia, pero no pasa nada, es lo que toca para que todo prosiga de forma natural”. Ocurrió en 2014, en un entretiempo del densamente programado congreso Physis (XI International Ontology Congress), cuyo cartel promocional exhibe por cierto una hermosa obra que Eduardo Chillida concibió en los orígenes del evento. Habíamos salido para respirar la brisa marina y poner entre paréntesis tanto las especulaciones de sabios presocráticos como las desconcertantemente inspiradoras teorías de física cuántica. Pero aquella perspectiva sobre la evolución de la especie por parte del egregio profesor —que una enciclopedia online califica de “prehistoriador, arqueólogo, antropólogo, geólogo y paleontólogo”—, aquella consideración de una physis exenta de cualquier forma de drama existencial retroalimentó mi perplejidad frente a la inmensidad de metal fundido.

El Peine del Viento, escultura de Eduardo Chillida en San Sebastián.

¿Cómo asumir que cuando las cosas van mal —o eso parece, sin demasiado margen para la duda— el cauce que toman es necesariamente el que debe ser? En pleno siglo de las luces tuvo lugar una de las parodias filosóficas más memorables. A Voltaire le dio por ridiculizar en su Candide la afirmación de Gottfried Wilhelm Leibniz —que murió un 14 de noviembre de 1716, cuando aquél estaba a punto de cumplir los 22 años— según la cual vivimos “en el mejor de los mundos posibles”.

Voltaire, uno de los máximos representantes de la Ilustración. © Musée Carnavalet

Pangloss, cruel caricatura del sabio alemán —comparable a la hilarante deformación de Sócrates acometida por Aristófanes en Las nubes–– alecciona al bueno de Cándido en las peores situaciones imaginables (terremoto de Lisboa, esclavitud, epidemias y otras calamidades) que contradicen dramáticamente aquella afirmación altisonante. Especialmente sí se entiende “mejor mundo posible” como sinónimo de “mundo perfecto”. Algo que Leibniz, científico y metafísico como Descartes, y autor de una Teodicea —una teología filosófica— difícilmente hubiera acordado.

Evidentemente Dios no quiere el mal —nos dicen los teólogos desde la época de San Agustín— pero no lo impide porque deja en manos de su criatura la posibilidad de gestionar afectos y apetitos, y en suma de actuar de forma verdaderamente autónoma. Un mundo en que el libre arbitrio existe se antojaría, en este sentido, “mejor” que otro en que todo estuviera predeterminado, gobernado necesariamente por factores externos o internos (como son las disposiciones instintivas); incluso si el primero implica que muchas de las decisiones y de los acontecimientos derivados de ellas resulten perjudiciales, y se perpetúen las injusticias. Volver al argumento de Leibniz precisamente en la actualidad puede parecer todavía más infundado, habiéndose sometido la propia modernidad, crítica con la religión durante la Ilustración (Voltaire), a una nueva crítica, la de la posmodernidad, que alimentó la obra de alguien tan poco metafísico como Friedrich Nietzsche.

Volver al argumento de Leibniz precisamente en la actualidad puede parecer todavía más infundado, habiéndose sometido la propia modernidad a una nueva crítica

Su denuncia del positivismo y de la creencia en el progreso de la razón fecunda el pensamiento del siglo XX y XXI, tornando prácticamente inconcebible aquella idea de Leibniz, según la que habitamos en el “mejor de los mundos posibles”. Y, no obstante, aceptar con plena libertad lo que parece destinado a ser representa un movimiento del espíritu que resume una expresión latina muy apreciada por el mismo Nietzsche, la de amor fati (“amor al destino”). ¿Quién puede, en cualquier caso, estar a la altura de semejante aceptación? En el primero de los discursos de Zaratustra (1883) se explica que la tercera transformación del espíritu, la más elevada, corresponde al niño. Creador y destructor, verdadero alter ego del superhombre, se caracteriza como un “santo decir sí”: ama lo que está siendo, lo que él determina para sí en su propio presente, sin quedarse atrapado en un pasado traumático ni tampoco en la anticipación angustiante de lo por venir.

Aceptar extra-moralmente la realidad en el instante que se atraviesa y se co-crea, como si fuera a repetirse en uno “eterno retorno”, es uno de los rasgos fundamentales del superhombre, que no renuncia ni descalifica las experiencias dolorosas: “Crear, esa es la gran redención del sufrimiento, así es como se vuelve ligera la vida. Más para que el creador exista son necesarios sufrimientos y muchas transformaciones (…) para ser el hijo que vuelve a nacer, para ser eso el creador mismo tiene que querer ser también la parturienta y los dolores de la parturienta”. Una segunda oportunidad se nos brinda con la crisis —podemos leer en tantos lugares, en efecto— pero no sin dolor, que realmente es lo que consideramos inaceptable. La expresión zaratustriana “hundirse en su propio ocaso” o untergehen es condición de posibilidad del salir a flote y trascender. Friedrich Schelling, en ese mismo siglo, ya había escrito en su Ensayo sobre la libertad humana y los objetos con ella relacionados que la semilla debe sumirse en la oscuridad profunda, atravesar una larga noche para poder fructificar.

Retrato de Nietzsche en 1882.

La pandemia no sólo provoca un cúmulo de situaciones indeseables. Supone una ocasión para tomarse en serio cuestiones tan acuciantes como las desigualdades sociales o el desafío climático. La escisión del hombre y la naturaleza es una realidad incuestionable y traumática. “Donde el hombre habita ya no es la Tierra”, expresó Martin Heidegger en su entrevista para el Spiegel (1966), lo cual, en un sentido no sólo ontológico sino pragmático puede en efecto empujarnos a abandonar el ámbito matricial, como se relata en Interstellar (incluso si los científicos han señalado que el lugar más inhóspito de la Tierra es incomparablemente más benévolo que los planetas aparentemente habitables). No es ningún secreto que la película de Christopher Nolan, que incorpora algunas de las tesis de la física cuántica, rinde homenaje a 2001. Una odisea del espacio, en que la música programática de Así habló Zaratustra, por Richard Strauss, ilustra a su vez los saltos evolutivos hasta el renacimiento final, con la aparición mágica del “niño-estrella”, y el trastocamiento de la concepción lineal del tiempo.

Son tiempos que invitan a que nos entrenemos en la incertidumbre, engorrosa pero necesaria para descubrir aspectos ocultos de uno mismo, potencialmente fructíferos

Mucho antes del coaching y también del paradigma contraintuitivo que inaugura la física cuántica, un sabio presocrático, Heráclito el oscuro, escribió: “No es mejor para los hombres que suceda cuanto desean”. El reducto de Realidad que se resiste a ser comprendido, manipulado o transformado por el hombre ofrece al mismo tiempo la posibilidad de renacer, o al menos de reconsiderar las condiciones para una vida más digna. Posibilidad que se abre precisamente en el doloroso momento en que la dignidad parece anulada. Desde la a psicología positiva, en cualquier caso, se insiste en el hecho de que no podemos escoger qué es lo que acontecerá, pero sí cómo respondemos a ello. Estos tiempos invitan a que nos entrenemos en la incertidumbre, engorrosa por el quiebro de toda forma de tranquilidad o confort, pero necesaria para descubrir aspectos de uno mismo ocultos, así como ocupaciones o empresas potencialmente fructíferas, hasta entonces sumidas en la oscuridad.

Como en la mayoría de las novelas de caballerías, también para nosotros podría ser la segunda salida “la buena”, emprendida con determinación desde la conciencia de la propia fragilidad

Redescubrir la finitud que nos constituye desde una perspectiva tan amplia como la que me sugería Eudald Carbonell, puede funcionar como un anclaje en el instante presente, que invite a extraer lo mejor de uno mismo. Como en la mayoría de las novelas de caballerías, también para nosotros podría ser la segunda salida la buena; la que emprende el/la valiente con determinación desde la conciencia de su fragilidad. El carácter desafortunado de la expresión de Leibniz representa, con todo, un acicate para que el caminar sobre el alambre sea una práctica feliz o, por lo menos, realizadora de una conciencia más profunda y arraigadora. Voltaire ponía fin a las desventuras de Cándido con la invitación a practicar una suerte de imperativo moral, que en su poética formulación —“il faut cultiver notre jardin“— no disimula el compromiso con los frutos que se obtienen y hasta tiende un puente a Leibniz.

Otro Peine del viento en San Sebastián.

Entender que el “mejor de los mundos posibles” no es un mundo perfecto, acabado a priori, sino perfectible, en construcción, significa para los hombres y las mujeres del siglo XXI sortear el estéril atajo del cinismo y asumir, en una segunda y quién sabe si definitiva oportunidad, su responsabilidad como creadores.