Sant Felip Neri
Una de las callejuelas que lleven a la Plaza Sant Felip Neri, en el barrio Gòtic. © Paola de Grenet

El regreso de la heroína

Se normaliza el consumo de heroína en muchos barrios de Barcelona y parece que el Ayuntamiento no reaccione a dicha pandemia

Ha ocurrido varias veces, esta última semana. De noche dejo la basura en la calle y paseo fumando un purito antes de acostarme, en medio del barrio del Call de Barcelona. Se me acerca un hombre de mediana edad, temblando como un enfermo de fiebre, y me pide fuego para encenderse un cigarrillo. Sé perfectamente que no sólo es adicto al tabaco y le digo que tranquilo, que se quede el mechero, porque en casa tenemos muchos. Mientras dice “gracias” corre a esconderse en uno de los rincones de la Placeta de Manuel Ribé, muy cerca de la terraza del Bistrot Levante y de la antigua Sinagoga Mayor de Barcelona. Sé que no sólo tiene afición por fumar porque lleva una cucharilla en la mano y también porque, seguramente, mañana le encontraré, todavía colocado de heroína, en el mismo lugar o en una de las esquinas de la Plaza Neri, despertándose debido al griterío de los niños que van a la escuela o al de los turistas que desayunan en uno de los hoteles más lujosos del barrio.

El problema de esta escena no es (sólo) la incomodidad de encontrarse un desdichado adicto pinchándose junto a casa, ni que una persona que puede llegar a tener un comportamiento peligroso —fruto de su impaciencia— esté a pocos metros de tantos críos, ni siquiera que los turistas que masifican Ciutat Vella frunzan la nariz ante la visión de un heroinómano estorbándoles las postalitas insufribles que colgarán en Instagram. La desgracia primordial de esta escena es la imagen de una persona destrozándose la vida con uno de los opiáceos más letales del planeta. Las autoridades municipales, a través de los servicios de limpieza (que recogen unas 2.500 jeringuillas cada mes) dicen que el consumo de heroína en Barcelona ha vuelto a los niveles prepandémicos. Mi nariz y la intuición de los vecinos no tiene el poder de la estadística: pero diría que estamos ante unas cifras todavía más preocupantes.

Hasta ahora, los gestores de lo público pensaban que bastaría con la presión policial en los narcopisos (de nuevo, mi experiencia sitúa ahí un interrogante: hemos tenido uno debajo de casa operando más de un año sin que nadie intervenga) o con garantizar la seguridad en los alrededores de narcosalas como la Baluard del Raval. Pero el problema central sigue siendo el comercio de droga y la insuficiencia de agentes sociales para paliarlo, sumado al hecho de que los puntos de venta de opiáceos ya no se centran únicamente en el centro de la ciudad (el verano pasado, sin ir más lejos, se desmantelaron dos en Gracia). Los técnicos del Ayuntamiento me responderán que promueven la presencia de agentes cívicos en los barrios (y es cierto); pero habría que recordarles algo tan básico como que los heroinómanos no se drogan, delinquen, ni causan bronca durante la jornada diurna de un educador social.

A principios de este siglo, el escritor Roberto Saviano ya nos advirtió de que el estado español estaba invadido por el dinero de la camorra y que gran parte del comercio de droga europeo, incluida la heroína, pasaba por Barcelona. También lo hizo el periodista Joan Queralt, quien avisó de que los clanes mafiosos operan en nuestra ciudad a través del blanqueo de capital dentro de los sectores turísticos e inmobiliario. No parece que nuestros responsables municipales se hayan tomado estas advertencias con el nivel de seriedad que conllevan. El problema, la responsabilidad y la culpa de todo ello, en definitiva, no radica en la escena que yo he descrito al inicio, sino en todo un sistema complejísimo que, de momento, campa libremente por Barcelona sin que nadie acabe de aportar soluciones. Mientras no se ocupen del tema, hoy por la noche se me acercará otro chaval al que daré un mechero para que siga destrozándose la vida.