Una de las cosas que más rabia me da de Instagram es descubrir que mis paraísos perdidos también lo son para mucha otra gente. Que el vecino del quinto también ha pisado Mykines —la isla más salvaje y remota del archipiélago de las Feroe, que tanto me fascinó hace tres veranos— o que una compañera de trabajo ha cenado en aquel pequeño restaurante de Chiang Mai donde, unos años atrás, fui a parar por casualidad. Me da rabia, ¿qué queréis que os diga? Los veo allí retratados, con esa cara de satisfacción, y siento como que están profanando lugares que, para mí, son sagrados. Sitios que me pertenecen y que, ingenuamente, me gusta pensar que no pertenecen a nadie más.
¿No os parece que, desde hace unos años, se viaja más y más lejos pero que, prácticamente, todo el mundo va a los mismos lugares? Obviando la parada transitoria derivada de la Covid-19, el turismo de masas va viento en popa. Nunca ha sido tan fácil y asequible viajar, y las redes sociales, con su fomento del gregarismo, han contribuido a convertirlo prácticamente en una obligación. Un fin de semana en Londres, París, Roma o Ámsterdam, el puente de la Purísima en Nueva York, la Semana Santa en Bali —con foto obligada en el templo de Pura Lempuyang— y, en verano, safari en Kenia o ruta en autocaravana por Islandia. Es como si todo el mundo se hubiera vuelto viajero aunque, principalmente, vaya a hacer el turista y se contente —quizás porque no tiene tiempo ni ganas de más— con hacer las mismas fotografías en los mismos lugares que, antes de salir de casa, ha visto mil veces en Instagram o en guías de aquellas que te cuentan las diez maravillas que no te puedes perder si viajas a Vietnam o las cinco imprescindibles si vas a Egipto.
Nunca ha sido tan fácil viajar y las redes sociales, con su fomento del gregarismo, han contribuido a convertirlo prácticamente en una obligación
No lo critico, creedme, sencillamente lo constato, aunque me deprimiría tener la sensación de que todo lo que veo, cuando hago un viaje —por bonito y espectacular que sea—, ya lo he visto en Internet, en la tele o en una guía de viajes. Supongo que, por esta razón, los grandes destinos cada día me dan más pereza…
Barcelona podría parecer, perfectamente, un caso paradigmático de esta clase de destinos turísticos quemados, ¿verdad? En condiciones normales, recibe cerca de doce millones de turistas al año y es una de las ciudades europeas más instagrameadas. De la Sagrada Família a la antes tranquila plaza de Sant Felip Neri, pasado por los bunkers del Carmel, el Laberint d’Horta o el sobado mural del beso de Joan Fontcuberta. Es como si, en Barcelona, todo aquello susceptible de ser explotado turísticamente ya haya sido descubierto, anunciado a bombo y platillo y vendido en el gran mercado del turismo masivo.
La buena noticia es que no es cierto. Barcelona aún está llena de rincones mágicos que parecen sacados de las novelas de Carlos Ruiz Zafón y que, por una u otra razón, se han mantenido en la penumbra. Edificios, plazas, callejones, tiendas y restaurantes con alma —ya sé que es cursi decirlo así, pero no se me ocurre otra manera de hacerlo—, que no encontrarías en ningún otro lugar del mundo y que, por lo tanto, hacen que Barcelona sea Barcelona.
Barcelona aún está llena de rincones mágicos que parecen sacados de las novelas de Carlos Ruiz Zafón y que, por una u otra razón, se han mantenido en la penumbra
La mejor manera de descubrirlos es paseando con la mirada atenta —no a la pantalla del móvil, sino a la ciudad— y dedicarle tiempo y ganas. Hay auténticos profesionales en esto de descubrir los secretos de Barcelona, como el periodista Marc Piquer que, al frente de Barcelona Singular, hace un muy buen trabajo. El también periodista Xavi Casinos hace años que se dedica a desvelar los secretos mejor guardados de nuestra ciudad. Por ejemplo, hace unos días escribía en La Vanguardia sobre uno de los edificios más misteriosos del barrio de la Dreta del Eixample: el antiguo Taller Masriera, recientemente adquirido por el Ayuntamiento de Barcelona y que los barceloneses hemos podido visitar, por primera vez, en el marco de la undécima edición del 48h Open House Barcelona. Construido en 1882 como taller de pintores y escultores —conserva un teatro en su interior donde Federico García Lorca se ve que leyó, por primera vez, una de sus obras—, a lo largo de los años, además de un taller de joyería, también acogió una congregación religiosa. Cuando vivía junto al paseo de Sant Joan pasaba por delante a menudo y, con la cara escondida entre la reja metálica de la entrada, me preguntaba qué sería aquella especie de templo romano medio abandonado, que la exuberante vegetación del jardín iba invadiendo, y qué secretos conservaba en su interior.
Barcelona está llena de secretos como el taller Masriera. Os animo a descubrirlos y no contarlos a nadie.