Claro que el tiempo ha pasado y que las cosas son ahora distintas. De entrada, y pese a su indudable pericia, el baterista Zak Starkey no tiene la misma pegada del añorado Keith Moon, ni el sonido limpio y sobrio de Kenney Jones. Y ni el bajista, Jon Button, ni el guitarrista rítmico, Simon Townshend (hermano de Pete), logran llenar el hueco que ha dejado John Entwistle, llevándose a la tumba aquel sonido suyo tan profundo, eléctrico y cálido. Eso está claro y esta noche no hemos ido a ver a los Who de 1964 ni a los de 1976 ni a los de 1981. Hemos venido a ver lo que son en 2023 y, sabiendo lo que ya sabíamos, no han defraudado, porque se las han tenido que ingeniar para seguir cautivando con su repertorio clásico, pese a las limitaciones que imponen la edad provecta y las bajas sufridas. El arte de saber hacer un revival de sí mismos, pero dentro de un orden. Con clase.
Con esta premisa, Pete Townshend y Roger Daltrey han visitado el Palau Sant Jordi ante un público que no ha llenado el aforo, pero sí ha estado totalmente entregado y, aspecto más sorprendente, con edades comprendidas entre los 70 (coetáneos a la banda) y los veinte-y-algo. No ha faltado un nutrido número de chavales que se las sabían todas. Y las brincaban y coreaban. Y aplaudían hasta dejarse las huellas dactilares.
Tras un breve recital acústico de Simon Townshend, The Who suben al escenario con puntualidad y, casi sin mediar palabra, arrancan. Arropados por la Orquesta Simfònica del Vallès guiada por la batuta de Keith Levenson, desgranan temas de Tommy, primera “opera rock” del grupo. El ambiente se caldea con Pinball wizard, Amazing journey o We’re not gonna take it. Pero la cosa se pone seria cuando suenan los primeros acordes de Who are you, convertida en himno catódico desde su uso como sintonía de CSI. No faltan Ball and chain, tema de su álbum más reciente, Who, La Simfònica abandona el escenario. Ahora toca a la banda defender por sí misma el repertorio, y lo logra.
Roger Daltrey está cerca de los 80, se mueve poco, aunque se le ve en forma y, si bien ha perdido algo de registro vocal, mantiene sus cuerdas estupendamente bien. Lo suficiente para seguir trabajando con The Who y en solitario. Pete ya no pega saltos a lo loco, pero se va moviendo por el escenario, poseído por las notas que le exprime a su guitarra.
You better you bet, Eminence Front y la menos conocida Another tricky day cubren su época de principios de los 80. Con I can see for miles y Substitute, hits de los 60, nos retrotraen a adolescencias pasadas brincando en habitaciones realmente pequeñas, rebosantes de postales y pósters de viejos conjuntos olvidados, y discos y cintas grabadas con temas capaces de cambiar el curso de tu existencia. Canciones que te hablan a ti, de tú a tú, que consiguen explicarte mejor de lo que tú mismo serías capaz de hacer.
Con The seeker el personal se estremece y con Won’t get fooled again llega el momento álgido de la velada. El Sant Jordi tiembla y el público se desgañita como si la vida le fuera en ello. Probablemente, en cierto modo, es así. Probablemente esas canciones son un trozo importante de sus vidas. Sin ellas, todo hubiera sido de otra manera, probablemente peor.
Con Behind blue eyes cuentan con la violinista Katie Jacoby y con la violoncelista Audrey Snyder y las pulsaciones bajan, para dejarse llevar por el ritmo pausado y envolvente de la canción que, en acabar, da paso al bloque final. La orquesta vuelve al escenario y le toca el turno a Quadrophenia: el álbum conceptual que este año cumple medio siglo de historia. Suenan The real me, I’m one, 5:15, Love reign o’er me y The rock.
El público pide más a The Who y un Roger Daltrey visiblemente cansado sonríe. Pete presenta a los músicos y llega el momento del apogeo final con Baba O’Riley, con Jacoby brincando sobre el escenario y la banda echando el proverbial resto.
No hay bises, ni estampado de guitarras contra el pavimento. The Who demuestra saber cuál es su lugar y tiene el gusto de no interpretar clásicos primerizos como My generation que, a estas alturas, sonarían fuera de lugar. El Pop Art, si eso, lo dejamos para otro día. Hay un amago, por parte del público, de pedir más. Pero han sido dos horas de concierto y estos señores ya han dado lo mejor de sí. No es cuestión de forzar.
El recinto se vacía por fin y el paisanaje sonríe y comenta la jugada, mayormente contento de haber acudido a una cita con su historia personal. Con las canciones que, un buen día, quién sabe exactamente cuándo, les agarraron de la mano —o del pescuezo— para llevarles a lugares insospechados de los que, una vez ahí, ya jamás quisieron volver.
Y, ante eso, no hay paso del tiempo, envejecimiento o bajas que consigan matar la ilusión, la Gran Idea. La canción o las canciones que sobreviven a sus autores. Aun cuando ya no existan, los Who serán eternos. Y lo de esta noche en el Palau Sant Jordi es una prueba fehaciente de ello.