La Sagrada Familia como nunca la has oído

Nuestro monumento más icónico, el más barcelonés y universal, vivido desde su interior de la mano de Juan de la Rubia: vibran los colores a través de las vidrieras, animados por la reverberación de las ondas sonoras que generosamente se prodigan. El organista titular de la Sagrada Familia desvela, además, algunos de los entresijos del templo expiatorio y nos conduce por recovecos poco transitados, sin dejar de recordar la trascendencia que Antoni Gaudí otorgaba a la música.

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l órgano de tribuna que preside la Basílica permite conectar la realidad cromática que Gaudí quiso que se diera en su interior con otra vibración -en este caso invisible- como es la de la realidad espiritual. Se produce una sinestesia de notable pregnancia: la confluencia de vista y oído habilita una experiencia en esencia inmaterial, de la que todo ser humano -sea cual sea su religiosidad, su particular credo y por supuesto su procedencia- puede beneficiarse. Bruno Zevi escribió que el espacio interno es el protagonista absoluto del hecho arquitectónico, incluso si “no puede ser representado completamente en ninguna forma, ni aprehendido ni vivido más que por experiencia directa”. La alianza de color y música en el majestuoso interior de la Sagrada Familia anima esa vivencia íntima -para algunos espiritual- que se ofrece como metáfora de la propia interioridad.

Juan de la Rubia, organista titular de la Sagrada Familia, conoce muchos de los secretos de este templo expiatorio, que como tal es financiado por los propios fieles. Nos explica los detalles que conciernen al edificio, y pone énfasis en la importancia que Gaudí otorgaba a la música. Muy especialmente a la música que podía ser interpretada por la voz humana. Música de máxima relevancia por el poder espiritual de la palabra, envestida de un color y, por tanto, de una significación sensible que se añade a la propiamente lingüística; de ahí las numerosas tribunas, construidas exprofeso para un coro pocas veces oído, por sus dimensiones. Pero también recuerda la importancia de la música interpretada por el órgano, el llamado “rey de los instrumentos”, al que Gaudí pensó en dotar de una plenipotencia inaudita en uno de sus proyectos más inspirados, todavía por realizar: pretendía colocar el instrumento a una altura próxima al techo y, a través del emplazamiento de diversas fuentes sonoras, crear un sonido máximamente envolvente.

El órgano pasa por ser, por encima de todos los instrumentos, el más capacitado técnicamente para realizar la alquimia de aquella sinestesia y dar voz a discursos diversos, de gran complejidad. Puede desplegar melodías en contrapunto, gracias a sus múltiples teclados, y también se aproxima a los matices tímbricos propios de una orquesta sinfónica, debido a la multiplicidad de registros. A través de los cientos de tubos se perpetúa una infinitud de posibilidades acústicas, que la creatividad del intérprete tiene a su alcance. El órgano logra desarrollar en el tiempo un tipo de experiencia que parece que trasciende la propia temporalidad -estando, de hecho, anclado en la realidad física y aprovechando matemáticamente la fluctuación de los tiempos. Si un compositor ha logrado verbalizar esa vivencia espiritual, ese es Johann Sebastian Bach.

A pesar de su escasa portabilidad, el órgano es la máquina de hacer música más compleja y versátil. Invita a descubrir el movimiento invisible de la realidad inmaterial, decantando afectos entre las paredes de luz de la Sagrada Familia. Sólo hay que cerrar los ojos para ver los colores. Dejarse embriagar por las irisaciones, que son puro sonido

La pieza que suena de comienzo a fin en nuestro video, la Ciaccona de Bach (extraída de la Partita para violín núm. 2), profundamente barroca, se evidencia al mismo tiempo atemporal. Una pieza extensa y de carácter circular, que evoluciona en modulaciones de gran inspiración desde una declamación inicial que se reencontrará, gloriosa, en la clausura. Posee momentos de fascinante y sutil contrapunto en los que se celebra el cromatismo sonoro, aquel juego de colores que cautiva por la dimensión palpable -y, sin embargo, enigmática- de su realidad. Resplandece en su versión para órgano por medio de una transcripción imaginativa, lo cual revela a su vez el potencial evocador del instrumento. Instrumento óptimo para la improvisación sobre un tema dado, o para la ilustración sonora de escenas en la narración de una realidad segunda, profundamente vivida. Pensamos ya no sólo en la de la liturgia, sino también en ese otro culto de la modernidad, como es el arte de las imágenes en movimiento -el cine- que en sus primeras décadas solía acompañarse de interpretaciones musicales en directo.

Es un inmenso placer contar con la colaboración de Juan de la Rubia, un músico integral que ha sido invitado a tocar los principales órganos del mundo y que también ha interpretado junto a los conjuntos pioneros de la música antigua, como la Freiburger Barockorchester. Su pasión por la música lo ha llevado a asumir proyectos tan diversos como la improvisación sobre películas de cine mudo de F. W. Murnau (Fausto, Nosferatu) o Fritz Lang (Metrópolis), así como a realizar transcripciones para órgano de obras fundamentales de la historia de la música como la Primera Sinfonía de Johannes Brahms. Además, mantiene viva su fascinación primigenia por el piano y en la actualidad potencia su proyección como director de orquesta, ya sea frente al órgano o el clave.

El dominio de la visión panóptica que, en lo sonoro, requiere el órgano -la capacidad para armonizar y concertar timbres, dilatando o acortando tempi– queda de manifiesto en las interpretaciones en vivo de Juan de la Rubia. No sólo las manos, también los pies ponen en marcha el prodigioso artefacto, en este caso, obra del organero Albert Blancafort. A pesar de su escasa portabilidad, el órgano continúa siendo la máquina de hacer música más compleja y versátil. Invita a descubrir el movimiento invisible de la realidad inmaterial, decantando afectos entre las paredes de luz de la Sagrada Familia. Sólo hay que cerrar los ojos para ver los colores. Dejarse embriagar por las irisaciones, que son puro sonido.

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