Maestro de la intriga, mordaz e irónico como pocos, Friedrich Dürrenmatt insiere en sus obras dilemas morales que zarandean al lector o al espectador con una contundencia exquisita. Su mirada luminosa, no exenta de sorna y autocrítica, lo adentra con paso firme en asuntos tenebrosos. Y es que Dürrenmatt osa verbalizar aquello que amablemente declinamos en el día a día, dándole la vuelta a la lógica más elemental o mostrando su cariz tendencioso. En el juego de espejos que representan sus obras de teatro, pero también en los thrillers novelísticos, trastoca con una fruición insólita las expectativas del lector. Los títulos que recupera Tusquets en el marco de su colección andanzas son dos de los primeros en edificar su fama, concretamente El juez y su verdugo (1950) y La sospecha (1951). Obras aparecidas hace unas décadas, cuya reimpresión no hace sino recalcar su trascendencia.
Del mismo modo, las obras de teatro del escritor suizo han venido gozando de una excelente recepción en la ciudad de Barcelona. En el ya lejano verano del año 2000, la compañía del Centro Dramático Nacional llenó el Teatre Tívoli con una espectacular versión de La visita de la vieja dama, obra que también puso en escena hace un par de temporadas el Teatre Lliure, con el protagonismo de Vicky Peña. Se trata de una verdadera tragicomedia, descarnada e inteligente —en el imaginario colectivo puede entenderse como una intempestiva combinación de Bienvenido, Mr. Marshall y Dogville— que a partes iguales provoca risa y una suerte de sudor frío. Comienza con el recibimiento que un pueblo arruinado brinda a una anciana millonaria —Claire Zachanassian— que ha decidido volver a su lugar de nacimiento. Nadie parece recordar el humillante trato que recibió de joven, ni sospechar cuál será el giro de los acontecimientos… a pesar de que ya desde el inicio de la obra se ofrecen algunas pistas en clave de humor negro (“Quiero visitar con Alfred los lugares de nuestro amor, mientras llevad el equipaje y el ataúd a «El apóstol dorado»”).
Buena parte del magnetismo de Dürrenmatt reside en cómo logra que la disquisición profunda conviva con el disparate. A conciencia promueve cambios de registro y efectos teatrales, y cultiva el camino de la parodia, hasta el eventual coqueteo con la estética kitsch. Literatura ágil y directa, pero sencilla sólo en apariencia. Esa impresión provocará tanto más efectivamente el desconcierto en el espectador o lector cuando aborde cuestiones tan capitales como la de la justicia, en sus diferentes formas. Entre las cuales, la reclamación retrospectiva del castigo que es psicológicamente vivida como venganza. Curiosamente también en la ficción resulta escandalosa la representación de un cosmos sin ley moral, o —en caso de haberla— en que triunfan precisamente quienes la transgreden. La manipulación del espectador que acomete Lars von Trier en Dogville —-película desarrollada sobre una especie de tablero con casillas, que recibió una interesante escenificación en el Teatre Lliure un año después de La visita de la vieja dama– es en este sentido ejemplar, cuando en el momento último y de manera inesperada aparezca el padre de la maltratada Grace, para ejercer de verdadero deus ex machina.
Aristóteles escribió en su antigua Poética a propósito de la peripecia, el giro de la acción dramática que sorprende y altera irreversiblemente el orden de los acontecimientos, captando la atención del espectador. Comparte Dürrenmatt con aquel cineasta danés el gusto por la manipulación, al recordarle que en modo alguno puede ser ajeno a cuanto acontece afuera, a través del problemático reflejo de sus expectativas. En paralelo, el subjetivismo autoconsciente de muchos de sus personajes difumina la separación entre narrador y narración, con lo que la pelota siempre acaba del lado del lector, responsable en última instancia de la significación de los hechos narrados y cuyo posicionamiento se solicita. Los interrogatorios que Dürrenmatt recrea en su novela La sospecha recuerdan, en este sentido, a los mantenidos por Raskólnikov con un representante de la autoridad en Crimen y castigo. “La respuesta del médico despertó por un instante la suspicacia del viejo. «¿Quién está interrogando a quién?» pensó mirando a la cara de Emmerberger, que más bien parecía una máscara a la luz de la única lámpara”.
La trama de La sospecha sugiere la posibilidad de que un doctor responsable de crímenes contra la humanidad durante el nazismo esté operando con plena impunidad en una clínica de la neutral Suiza. Quien intenta averiguarlo es un comisario retirado y gravemente enfermo. Como muchos de sus personajes, el comisario Bärlach oscila entre la solemnidad, con afirmaciones que denotan la formación filosófica de Dürrenmatt, y el descaro de un conocimiento eminentemente pedestre, que ha compilado en contacto con pasiones humanas no siempre elevadas. Se trata de una oscilación que torna atractivos a los personajes, al revelar la naturaleza híbrida del ser humano, abierto a los más elevados hitos o a la caída en la miseria, y por supuesto también a la recreación gustosa en el mundo de lo imaginario, que el autor recuerda con la mención explícita al personaje de Cervantes: “Todos deberíamos ser Quijotes si de verdad tuviéramos el corazón en el lugar debido y un granito de entendimiento bajo la tapa de los sesos”.
Bienvenida sea la insustancialidad que invita a asomarnos a las preguntas irresolubles y acuciantes acerca de la esencia de lo humano
En un cosmos impregnado de relativismo, en que se desdibujan los grandes discursos desde la sospecha de todo lo que huele a mesianismo, Dürrenmatt no cae en la tentación cínica de declarar la disolución completa de las categorías morales, o cancelar el sentido de las hazañas particulares. El desazonador diagnóstico del protagonista de La caída de Albert Camus —una obra absolutamente coetánea, data de 1956, que el Teatre Nacional de Catalunya programó en formato de monólogo en el año 2003 con una escenificación minimalista e impactante— se reencuentra en muchas de las narraciones de Dürrenmatt, en que plantea la problemática de la justicia, frente a la desconcertante existencia del mal. Y, con todo, aunque sea vía negativa, desde la posibilidad de lo peor defiende, más o menos maltrecha, la creencia de que el hombre es dueño —y responsable, moralmente— del destino que escoge. El trasfondo de los totalitarismos es, sin duda, determinante. Lo recuerda un personaje de La sospecha: “Me niego a hacer diferencias entre los pueblos y a hablar de naciones buenas y malas; pero sí debo hacer una distinción entre los hombres (…) desde la primera paliza que recorrió mi carne he sabido distinguir entre verdugos y víctimas”.
La conciencia ecológica asoma puntualmente en las obras de Dürrenmatt, asimismo, con la denuncia de la llamada “razón instrumental”, aquella que con pragmatismo partidista tiende a cosificar el mundo para explotarlo mejor. En El encargo, una de sus últimas y más experimentales novelas —“Relato en veinticuatro frases”, de 1986— un personaje, profesor de lógica, explica que “tenía a veces la impresión que la naturaleza observaba al hombre que la observaba y se volvía agresiva, el aire polucionado, el suelo y las aguas subterráneas contaminadas, los bosques moribundos, eran una especie de huelga, una negativa consciente a volver inocuas las sustancias nocivas”, mientras los hombres “se observaban los unos a los otros, se fotografiaban y miraban unos a otros por el miedo al absurdo de su existencia”. La búsqueda de sentido prospera con un estilo cautivador en las impecables traducciones de Juan José del Solar para Tusquets. Hay quien dirá que la celebración de una efeméride —aquí, el nacimiento de Dürrenmatt el 5 de enero de 1921— no es más que un pretexto insustancial. Bienvenida sea la insustancialidad que invita a asomarnos a las preguntas irresolubles y acuciantes acerca de la esencia de lo humano.