“Sleep No More” puede leerse antes del inicio, en mayúsculas rojas. Con ligeras oscilaciones de altura, sostenidas por individuos apenas visibles, gravitan sobre un escenario en penumbra. Fácilmente comprensible, la fórmula augura no obstante la disposición opuesta, como tal siniestra: la imposibilidad de ver claro, de discernir después de un reposo ya imposible, una vez que el asesinato del rey Duncan impida a Macbeth conciliar el sueño. Mucha sangre será derramada en la irracional carrera por consolidar un poder que, según la ley del esfuerzo inverso —o una suerte de maldición kármica—, parece alejarse más y más.
Inquietante como pocos, el drama de Shakespeare ha conocido un sinfín de versiones teatrales y también adaptaciones cinematográficas de gran intensidad, como las de Orson Welles o Akira Kurosawa, o más recientemente Justin Kurzel o Joel Coen. Por contraste, la versión operística de Giuseppe Verdi, estrenada en 1847 —y por tanto cronológicamente anterior a las obras que le concederán la inmortalidad: Rigoletto, Il trovatore y La traviata— no solo profundiza en el aspecto más lúgubre y tremendo, evocado en el Preludio orquestal, sino que convoca asimismo registros diversos, incluyendo ritmos animosos o mayestáticos que eventualmente pueden descolocar al oyente, cuando no amplificar el trasfondo desconcertante de la historia. Verdi, que intervino también en la confección del libreto de Francesco Maria Piave, dijo en diferentes momentos que se trataba de su ópera más querida, en gran medida por el aprecio que profesaba hacia Shakespeare. Como muestra de ello, al final de su vida adaptaría Otello y crearía su Falstaff a partir de Las alegres comadres de Windsor.
El magnetismo de Macbeth es, en cualquier caso, difícilmente equiparable. El artista Jaume Plensa, responsable de la puesta en escena del Liceu, ha confesado que desde hace años le funciona como “base e inspiración” para su obra escultórica, familiar acaso para el público barcelonés a raíz de su última gran exposición en el Macba. Y es que, dialécticamente enfrentadas, se reencuentran en la ópera de Verdi cuestiones fundamentales en su producción: la ocupación del espacio y la mirada interior, la transparencia y la opacidad, el vacío y las ansias de control, en el contexto de la una crisis del lenguaje, que reverbera en el tropel de caracteres —letras o filigranas— potencialmente significativos. En la primera escena, de hecho, aparece a modo de fortaleza un busto humano creado por un abecedario en desorden, falsamente inexpugnable, desde el cual recibirá Macbeth, junto a Banquo, el funesto vaticinio por parte de las tres brujas. Verdi emplea tres coros que dan voz a cada una de ellas, posiblemente uno de los grandes aciertos de su adaptación. Como verdad transpersonal y esotérica, emanando de los movimientos electrizados de sus cuerpos, resuena un mensaje necesariamente incomprendido.
“La estética también es un contenido, lo que ves también te está dando una actitud ante las cosas” (Jaume Plensa)
El baile poseerá en la versión de Plensa una importancia capital, por manifestar físicamente la energía invisible que Verdi asimismo traslada mediante música. Ondas desquiciantes para quien se reconoce a partir de ellas, con la fatal seducción de una promesa de poder equívoca. El destino que espera a Macbeth está inscrito caóticamente en la túnica que lo inviste. Ignorante de ello, sin poder disimular la extrañeza que experimenta, se pregunta angustiado: Ma perchè sento rizzarmi il crine? / Pensier di sangue, d’onde sei nato? (“Pero, ¿por qué se me erizan los cabellos? / Pensamiento criminal, ¿de dónde has nacido?”). Si la disposición criminal surge con la ocasión, como sostiene un popular dicho italiano, parece que la condena es inevitable, inscrita en la inconsciencia del que ansía el poder como solución final. De nada sirve la advertencia de Banquo, personaje secundario pero fundamental en la versión de Verdi, cuando “para sí” reflexiona: Ma spesso l’empio Spirto d’averno / Parla, e c’inganna, veraci detti, / E ne abbandona poi maledetti / Su quell’abisso che ci scavò (“Pero a menudo los crueles espíritus de la niebla / dicen verdades para engañarnos, / y nos abandonan después, malditos, / sobre el abismo que ellos mismos abrieron”).
La reivindicación humanística de Jaume Plensa se manifiesta incluso en una obra tan siniestra como Macbeth, en lo que respecta a la búsqueda de un lenguaje universal, exento de significaciones prefiguradas y más consciente de los condicionantes empíricos que Kant, ya en época ilustrada, denominaría “obstáculos de la humana naturaleza”. El artista barcelonés, simultáneamente, ha participado de forma decisiva en la visibilización del templo operístico. Las filigranas de las puertas por él confeccionadas dan forma a “un icono, que vuelve a mostrar el edificio a la gente que pasa por delante”, como para sugerir la apertura de las artes, y hacer ostensible su poder transformador. “La estética también es un contenido, lo que ves también te está dando una actitud ante las cosas”, ha explicado Jaume Plensa en conversación con Víctor García de Gomar, quien habla de la fascinación que conlleva el pasar del sueño a la realidad, del esbozo de ideas y detalles relativos al vestuario, la iluminación y la disposición escénica, con la inclusión de algunas de sus obras más celebradas, como parte indispensable de la trama. La realización de la fantasía sugiere la indisoluble continuidad de ficción y realidad, que en el drama de Macbeth se muestra desde su vertiente más oscura, como imposibilidad de volver a dormir.
El desvelo del protagonista lo trastorna y le lleva a percibir lo invisible, relativo a su incapacidad para ver ya con mirada clara. Proyección fantasmal de la deriva sangrienta que no puede evitar perpetuar, como remedio paradójico que le impide abrazar el reposo. La voluntad de poder lo somete, en una dialéctica que afectará a la forma moderna de subjetividad —siendo el dominador dominado por sus ansias de control y trascendencia— que profetiza Shakespeare, y que Hobbes, unas décadas después, le llevará a plantear la necesidad de una vigilancia sobrehumana en la creación artificial y monstruosa del Leviatán. “Un agresor no teme otra cosa que el poder singular de otro hombre”, explica en su oscuro diagnóstico de 1651, reinterpretando la condición que iguala a todos los seres humanos desde la recíproca posibilidad de enajenar lo que es propio de forma violenta: “Dada esta situación de desconfianza mutua, ningún procedimiento tan razonable existe para que un hombre se proteja a sí mismo como la anticipación”. Citas que parecen ilustrar La espiral (auto)destructiva de Macbeth, que proyecta su mirada -su forma de interpretar el mundo- en todo ser que le rodea, y apenas se conmueve al saber de la muerte de su cómplice.
Aunque su tono no es ni mucho menos fatalista, Jaume Plensa ha plasmado la reclusión inherente a esa reciprocidad, dudosamente fraternal, mediante el ensimismamiento de seres con potencial de fructificación; sus conocidas figuras-árbol, cerradas en un abrazo onírico que —en la puesta en escena del Liceu— se transformará en baile. Semejante a cuanto acontece en la larga y muy disfrutable escena del aquelarre —más colorido que horripilante— la expansión abre la posibilidad de una realización que se sale de la senda de lo previsto, y ofrece otros tipos de visión. Es el caso de los tres rostros vueltos hacia sí, ojos cerrados —monumentales como la Carmela que custodia el Palau de la Música Catalana—, que invaden en silencio la escena del Gran Teatre del Liceu, en el espacio habilitado por aquellas contorsiones insospechadas. Transparencia y opacidad interactúan, entretejen una narrativa más simbólica y alusiva que propiamente lingüística, en una escenificación que —dice Plensa— no quiere ser de “rompe y rasga sino que pretende acompañar al espectador”.
“Yo soy un extranjero en vuestro medio, y eso creo que también le da cierta frescura”, (Jaume Plensa)
El predominio de lo visual, un cierto esteticismo incompatible con el original shakespeariano, suaviza el lado más oscurantista de la narración —y eso a pesar de las maravillosas prestaciones de la Lady Macbeth de Sondra Radvanovsky y el convincente Macbeth de Luca Salsi— dinamizado por el énfasis patriotero de Verdi, que celebra la victoria final sobre los autoritarismos personalistas. La escenificación de la ópera en sí misma, resulta de hecho de la conjunción de esfuerzos. Un trabajo coral destacado por Plensa por su “componente magnético”. El artista, que en repetidas ocasiones ha participado en montajes de La fura, menciona la noción “obra de arte total” para recordar la necesaria implicación de perfiles contrastados, con inquietudes e intereses varios. La humanidad reunida en la recreación de un mundo con sus pasiones y sus pequeños milagros, por medio de una música trepidante que acerca al oyente al misterio de la vida y que, en el mejor de los casos, lo vuelve a sensibilizar frente a aquellos aspectos de la existencia que el pragmatismo cínico —discurso silenciosamente dominante— parecería haber erradicado. “Yo soy un extranjero en vuestro medio, y eso creo que también le da cierta frescura”, ha sugerido Plensa.
Incluso si Macbeth puede ser comprendido uno de esos hombres del subsuelo condenados al insomnio, desvelados por la intuición de una verdad absurda —o por la errónea interpretación de las visiones— que los impide confiar en todo aquel que no alimente su des(a)tino, negativamente se esboza, al mismo tiempo, una posibilidad taumatúrgica. Nunca dada por supuesta, pero tampoco anegada; como la más genuina capacidad de las esculturas para vibrar calladamente, en una oclusión autoconsciente e inexpugnable, que aligera el pesar.