Las recreaciones ficticias tienen una parte de juego y, necesariamente, también una buena dosis de realidad. La que hubo de vivir Wolfgang A. Mozart (1756-1791) al final de su existencia seguramente fue más terrible de lo que Milos Forman relata en su Amadeus, haciéndose eco de la no del todo irreal rivalidad entre el genio de Salzburgo y Antonio Salieri a partir de la obra de Peter Shaffer, a su vez inspirada en la de Aleksander Pushkin (1799-1837). Posiblemente hubo celos, ante la incomprensible llegada de un compositor “escogido”, participe de la llama divina, pero no envenenamiento a base de acqua toffana. Ni tampoco encuentro en su lecho de muerte, con el archirrival intentando seguir de forma infructuosa las instrucciones para que el enfermo complete una partitura interrumpida sintomáticamente en el Lacrymosa. Con una cadencia desconsolada, ese movimiento acompañará las imágenes del difunto —en la biopic referida— siendo enterrado en una fosa común en Viena, ignorado por la mayoría de sus conciudadanos.
En uno de sus ensayos sobre Estética más apreciados, Eugenio Trías desarrolló con ejemplos procedentes del ámbito de la creación artística, y eventualmente con herramientas del psicoanálisis, la hipótesis de que no sólo es lo siniestro el límite de lo bello, sino —mucho más inquietante, así como revelador— también su condición. La apreciación de la belleza en la forma de atracción, experiencia desinteresada o impulso erótico —sublimado o no sentimentalmente— cumplirían una función reparadora, una forma de sugerir la compleción de la unidad escindida que platónicamente podría decirse que somos. El ser híbrido críticamente alejado de sí mismo desde el nacimiento, que busca y obtiene —o simplemente fomenta en otros— placer estético a modo de recreación o consuelo nunca del todo banales, sintomáticos de esa grieta fundacional. Sólo así, desde una concepción metafísica de la belleza, podemos acercarnos a entender cómo en un contexto de debilidad y enfermedad, pudo nacer una obra tan impactante y, a la postre, trascendente.
Mozart se avino a realizar un encargo cargado de misterio: una misa de difuntos que no debía llevar su firma
Wolfgang A. Mozart se hallaba apremiado por las deudas, y no solo por la vida de dissoluto que se le ha querido achacar, sino también por las estancias en balnearios que Constanze necesitaba para recuperarse de los partos. Seguramente por ello se avino a realizar un encargo inusual, cargado de misterio: una misa de difuntos —al estilo del Réquiem de Jean-François Gossec (1760) o, más cercano en contexto, del de su amigo Michael Haydn (1771), hermano del celebrado compositor— que no debía llevar su firma. Pues, quien la encargaba, que había perdido a su mujer, supuestamente quería hacerse pasar por el compositor. Situación no menos siniestra que la de la trama de Pushkin-Shaffer-Forman, con semejante resultado. Mozart no pudo no sentir que esa obra podía significar también su final. Un final terrible, y quién sabe si salvador desde el punto de vista de la trascendencia, como ese relato de las Novelas orientales de Marguerite Yourcenar (Comment Wang-Fô fut sauvé) en que el protagonista encuentra una salida a la fatalidad de su condena en la obra de arte que pasa a componer.
Currentzis oficia una velada memorable
La vida de Mozart difícilmente dejó indiferente a las generaciones posteriores, interpretable como es en clave romántica: la de un genio incomprendido y maltratado por el destino, que abandona el mundo demasiado pronto y en condiciones obscenas. Con todo, es evidente que su nombre ha trascendido principalmente por la música que dejó: óperas de un ingenio inigualado en su contexto, conciertos para piano que anticipan la condición pasional del sujeto decimonónico y un tríptico sinfónico de vuelos no menos intempestivos. También una misa enorme e inacabada —en do menor, Kv 427— y por supuesto, a modo de culminación insólita, ese su Réquiem en re menor, Kv. 626. La puesta en escena de Currentzis en el Auditori de Barcelona abundó en la solemnidad de la ocasión, con una atmósfera en semipenumbra —la iluminación, semejante a la de unas velas, desde el soporte de las partituras— y una introducción en la materia a partir de la sorprendente —no programada— Música fúnebre para un masón, Kv. 477.
Los embates con que avanza el texto musicalizado por Mozart, como oleadas del destino, plasman un deseo de trascendencia inherente a todo ser vivo
Una marcha solemne que se inicia ex nihilo con el timbre sutil y cosmogónico del clarinete, y que va creciendo en intensidad, como haciendo frente al destino con una dignidad admirable y vehiculando musicalmente esa vivencia del final –“clave para la verdadera felicidad” que Mozart había expresado en una carta dirigida a su padre. Después de la música que compuso para la logia masónica, en que había entrado junto a aquél, se presenciaría una escena realmente insólita: en una oscuridad total, exceptuada por una luz de vela, cuatro individuos cantaron a cappella una versión arcaica del réquiem, tras la cual —ahora sí— podría dar comienzo la obra de arte final. Los embates con que avanza el texto musicalizado por Mozart —ese requiem aeternam dona eis, que completará la petición et lux perpetua luceat eis–– no sólo retumban en la conciencia de los melómanos, sino que plasman, como oleadas del destino, un deseo de trascendencia inherente a todo ser vivo desde su inmanencia biológica, y que aquí se formula como deseo de salud espiritual, más allá del tiempo de vida. La posición de un sujeto aislado, requerido de consuelo frente a las inclemencias —ese furioso Dies irae— que no sólo anticipa Mozart con su obra final.
Algunos conciertos para piano, concretamente los dos que compuso en tono menor son un fiel reflejo de la lucha de la conciencia angustiada, y no es casualidad que Beethoven escribiera las cadencias del Concierto núm. 20 en re menor, Kv. 466, su favorito. En la ocasión de este generoso concierto organizado por Ibercamera pudo escucharse la otra gran declaración de intenciones pre-romántica de Mozart —el Concierto para piano núm. 24 en do menor, Kv. 491, de 1786— en una versión protagonizada por Olga Pashchenko, que tocó una copia del ‘Walter’ que el propio Mozart había empleado en aquella época. La sonoridad del pianoforte, más delicada y ágil —aunque con menos amplificación que los pianos modernos—, traslada la fragilidad del protagonista, poderoso precisamente desde la conciencia de su ambivalente ubicación de privilegio: en el centro de todo y pudiendo dejar de ser en cualquier momento, deleitándose entre tanto con melodías que en el Larghetto la solista decantó con variaciones inspiradas, como lo serían las cadencias de los tempestuosos movimientos extremos.
Teodor Currentzis puso a la orquesta al servicio de la solista, alcanzando un sonido orgánico, integrador de los abundantes contrastes tímbricos y rítmicos
La interpretación, casi a modo de bis, del breve Concierto para clave en re mayor de Dmitro Bortniansky (1751-1825) evidenció una vez más el enigma de la belleza. Cómo mediante una gramática musical semejante a la de sus contemporáneos, Mozart se distancia abismalmente, apuntando a los nuevos aires que la solista concretaría -ahora sí- con un bis paradigmático: el tercer movimiento de la sonata Claro de luna de Beethoven, en que la vehemencia de los afectos convocados parece requerir un instrumento con mayor reverberación. Como hilo conductor de la generosa velada organizada por Ibercamera, Teodor Currentzis supo poner a su orquesta al servicio de la solista, alcanzando un sonido orgánico, en que los abundantes contrastes tímbricos y rítmicos se hallaran integrados en el todo y no deslavazados, como en ocasiones acontece. Incluso en la pieza estrella rechazaría Currentzis el protagonismo —a pie de escenario, sin tarima o podio— sabiéndose vehículo de una música que conecta la realidad material y la inmaterial, a través de una vibración invisible pero determinante. Magistral en la gestión de las intensidades, en la claridad y distinción de un coro horizontalmente ordenado detrás la orquesta, supo asimismo extraer la mejor versión de los cuatro solistas —la soprano Elizaveta Sveshnikova, el contratenor Andrey Nemzer, el tenor Egor Semenkov, y el bajo Alexey Tikhomirov— con la efectiva novedad de incluir un contratenor en el lugar de la habitual mezzo.
Coda
En el principio es la vibración, un movimiento ondulatorio que instaura patrones rítmicos y adopta colores o tonalidades, cuando no se despliega de forma fascinantemente imprevisible. En la versión del director griego-ruso Teodor Currentzis el Réquiem de Mozart no narra meramente el final; trasciende su condición de misa de difuntos, se reivindica como puerta abierta a otra dimensión de la misma realidad, potenciando el reconocimiento en vida de la energía sutil que perpetúa la vibración musical. Una versión para el recuerdo, que el público supo agradecer con estrépito, habiendo permanecido con el hálito suspendido, en elocuente silencio, tras la nota final y primera del Lux Aeterna.