“Cuando llegué a Ámsterdam para estudiar, el profesor, la leyenda del saxo tenor europeo Ferdinand Povel, me hizo interpretar para la primera clase el estándar Body and Soul. Lo toqué y Povel, que acabaría por cambiarme la vida, hizo que me diera cuenta de que tocaba por intuición, pero que realmente no sabía lo que estaba haciendo. Aquel día, mi aproximación a la teoría musical y al lenguaje del jazz dio un giro de ciento ochenta grados”.
El músico y compositor Lluc Casares entrecierra los ojos y esgrime una sonrisa cómplice, mientras se acoda a la barra para pedir: “Un café americano sin azúcar, y te pediré que me lo llenes de agua caliente hasta arriba”.
— ¿Agua caliente hasta arriba? ¿Estás de broma?
— Sí, lo sé, fatal. —ríe.
El parroquiano prosigue, “tras residir en Holanda, surgió la oportunidad de estudiar en la Juilliard School de Nueva York. Fueron dos años muy intensos en los que gente como Wynton Marsalis, Kenny Washington, Barry Harris o George Coleman me marcaron mucho”, narra este saxofonista y clarinetista que dice amar su piano eléctrico Fender Rhodes, y que asegura que le gusta “el jazz primero y después muchísimas cosas más, muchas de las cuales salen de la diáspora africana en América, y otras no”.
Más que orgulloso, contento de poder dedicar su vida a lo que le gusta —ser músico de jazz y, además de tocar, escribir música—, este joven barcelonés integrado en el colectivo The Changes Music ha tocado ya con artistas de la talla de Dr. John, Ken Boothe o Nicholas Payton y, tras haber estado involucrado en diversos proyectos, presenta estos días su nuevo álbum Septet, donde le arropan Irene Reig, Pol Omedes, Alba Pujals, Rita Payés, Xavi Torres, Pau Sala y su hermano, el baterista Joan Casares. De hecho, éste y Lluc son hijos de músico: “Mi padre toca el clarinete y el saxo así que, en lo que a mí respecta, muy original no he sido”.
Al margen del nuevo disco y de una serie de conciertos a corto plazo entre Holanda y Barcelona, Lluc está involucrado en la Barcelona Art Orchestra, junto a Lluís Vidal, Néstor Giménez y Joan Vidal, con los que está a punto de grabar el LP de debut, Ragtime Stories: “Composiciones propias para una banda de diecisiete personas, entre el jazz y la clásica contemporánea”.
Influencias con nombres y apellidos
Al definir momentos clave, puntos de inflexión en su trayectoria artística y personal, Lluc Casares echa mano de muchos nombres: Xavi Torres, Oriol Vallès, Pol Omedes, Bruno Calvo, Pablo Martínez, Joel González, Andreu Pitarch, Joao Coelho, Irene Reig. El etcétera es largo, pero hay un motivo para ello: “Esta música es así, son las personas y sus personalidades las que te influyen en momentos clave que te cambian para siempre. En este aspecto, no sólo han sido los profesores, sino que mis compañeros tienen el mismo peso en mi desarrollo musical”.
Y entonces, todavía mediado el larguísimo café aguado, rememora su etapa en Nueva York. “Fue del 2017 al 2019 y, por entonces, iba muchas noches a la jam session del Smalls Jazz Club, donde aparecía con asiduidad Roy Hargrove quien, literalmente, daba una lección a todo el club cada vez que se pasaba por ahí. Sacaba la trompeta, tocaba un coro magistral y se sentaba. Cuando aquello sucedía, en aquellos momentos de la madrugada, en aquel club no se oía ni una mosca”.
Una Barcelona con talento, pero con mucho hype
“Hay algo muy sintomático de nuestra ciudad —observa Lluc— que es que cuando hablamos de artistas no hablamos de su trabajo, sino de su persona. De hecho, tengo una frase recurrente que dice que ‘cuanto más mundo de la música, menos música’. Creo que hay mucha música y músicos a los que se priva de visibilidad, porque toda la industria cultural está cegada con la dinámica actual de contenido audiovisual digerible para redes sociales y con la dictadura del mensaje, aunque éste esté vacío. Es algo que ocurre en otros muchos sitios, cierto, pero en Barcelona es realmente muy tangible y afecta mucho a su substrato musical”.
— ¿Te refieres a que se premia la imagen por encima del contenido musical?
— Sí, y no me gusta esa necesidad imperiosa de ensalzar a ídolos locales que arrasan en festivales y programaciones sólo por el ruido que hacen, por la imagen que cultivan y proyectan o por el hype injustificado que se ha generado a su alrededor. ¡Del músico, miremos su música!
Barcelona le gusta y el mismo parroquiano admite que, a veces, tienen que venir de fuera para recordarle lo que la ciudad ofrece y quejarse menos, “aun así, hay muchas cosas a mejorar a todos los niveles: cultural, social, modelos económicos erróneos basados en el capitalismo salvaje y en la supresión de la personalidad urbana. Por no hablar del ninguneo a formas artísticas por no ser descaradamente actuales, provincianas o políticas”. Pero es evidente que Lluc Casares ve el enorme potencial de Barcelona y él mismo forma parte de una hornada inquieta y creativamente muy fértil que corrobora que por aquí hay mucho talento en el aire.
— Por fin has terminado ese brebaje aguado. ¿Querrás comer algo? ¿Tapas, un bocata, menú…?
— ¡Menú, evidentemente! —replica, como si hubiera alguna duda que ofendiera.
— ¡El mundo no sabe la grandeza del logro cultural que representa el menú de mediodía! —añade con una sonrisa gamberra.