Aforo completo para presenciar la actuación de la Filarmónica de Múnich con la dirección de uno de los últimos maestros que durante el siglo XX rozaron la categoría de mito. Por supuesto, no fue, la tarde de domingo, la primera ocasión en que Zubin Mehta se presentaba en el Palau de la Música Catalana para compartir su lectura de Brahms. Recordamos, por ejemplo, una visita anterior al frente de la Filarmónica de Israel. En la presente, en el marco del ciclo de BCN Clàssics, el veterano maestro (87 años) mostró su vertiente más entrañable, ofreciendo versiones líricas y comunicativas, menos angulosas y rotundas, quizá, pero no por ello menos expresivas.
Lenta y venerablemente avanzó el maestro en dirección al podio, acompañado por aplausos de una intensidad que vacilaría en el momento de subir, para sentarse en un taburete alto; atalaya desde la cual poder ver y ser visto, luciendo a lo largo del concierto una eficiente economía de gestos. La suficiente para que la orquesta atendiera sus indicaciones y regalara dos maravillosas versiones de las sinfonías Segunda y Cuarta de Johannes Brahms.
El optimismo luminoso de la obra sinfónica que Brahms compuso en gran medida durante sus vacaciones de 1877 en el lago Worth (Carintia) contrasta dramáticamente con su inmediato precedente. Su Segunda brotó aparentemente sin esfuerzo, liberado su autor de la vigilante sombra de Beethoven, en un contexto bucólico que se intuye desde los primeros compases, con la intervención de maderas —la flauta, principalmente, como hilo conductor— y cuerdas.
La versión reposada y colorida de Mehta dejó traslucir todas las capas de la partitura brahmsiana, encumbrada por el virtuosismo de la Filarmónica de Múnich
El empuje y contraste dinámico que algunos directores optan por imprimir no fue predominante en la versión reposada y colorida de Mehta, que dejó traslucir todas las capas de la partitura brahmsiana, encumbrada de inicio a fin por el virtuosismo de los profesores de la Filarmónica de Múnich, muy certeros en los solos y con un compromiso de la cuerda extraordinario, ciertamente difícil de encontrar incluso en los conjuntos punteros (antes de la pandemia ya nos deleitaron con su Séptima de Dvořák bajo la dirección de Pablo Heras-Casado, con quien tuvimos la ocasión de conversar).
Más que en el choque de fuerzas, con la eventual amenaza de un estruendo difícil de procesar —que asimismo forma parte de la naturaleza— Zubin Mehta se centró en ese “tono amable y al mismo tiempo genialmente elaborado” que Clara Schumann, amiga y consejera de Johannes Brahms, destacó tras una audición privada, previa al estreno oficial, en su hogar de Baden-Baden. Mientras que algunos han querido acercar esa sinfonía a la Pastoral de Beethoven por la evocación sin programa de una naturaleza que fructifica en temas tan emotivos como el declamado por las cuerdas en el segundo movimiento, reflotado luego con el contrapunto onírico de clarinete y flautas, o incluso al sinfonismo mozartiano por el equilibrio de su estructura y la mencionada luminosidad, lo cierto es que el lenguaje musical de Brahms es absolutamente original, dotado de una vehemencia muy reconocible y una proliferación de humores que parece inagotable.
A propósito de lo tópicos que sobre esa obra, fue el compositor alemán, de hecho, uno de los primeros en contribuir, desde la ironía. En una carta dirigida al editor de su partitura, le advertía: “Mi nueva sinfonía es tan melancólica que difícilmente podrá soportarla (…) pienso que la partitura tendrá que vestirse de luto”. Lo mismo expresaba a una amiga, a quien advirtió de que los miembros de la orquesta deberían tocar con un lazo negro en el brazo. El artista fin de siècle que es ya Brahms toma conciencia del efecto de su obra en la sociedad y de este modo busca un efecto compensatorio, una manera de darle la vuelta a los prejuicios que pudieran condicionar la escucha y la aceptación de su obra. Una obra notablemente fluctuante, con momentos ligeros —ritmos de Ländler o vals conforman el tejido de este edificio orquestal— pero también de gran solemnidad, en que la seriedad paradigmática del compositor sale a flote. Con todo, Zubin Mehta mantuvo hasta el final el tono afable, y ese optimista finale —que Clara Schumann calificó de “un movimiento que parece escrito por dos jóvenes esposos”— se desarrolló ajeno a la precipitación de otras lecturas, deletreado con suntuosidad y riqueza de detalles, expansivo hasta en su cierre.
“La estructura de esta sinfonía no coincide con una particular forma musical, pero coincide, en virtud de su crecimiento constante, con la creación de la vida misma”, según Leonard Bernstein
El emparejamiento en un mismo concierto de aquella sinfonía, pródiga en reminiscencias naturales, con la Cuarta —la última compuesta por Brahms— presenta alicientes indudables, especialmente en lo relativo al tono general de la obra, mucho más cercana —esta vez sí— a la melancolía. Compuesta también en un contexto relajado, lejos de las urbes, se trata de una sinfonía en que refulge el poderío creador desde los embates de un primer movimiento inevitablemente teñido de nostalgia otoñal, que culmina dejando una fascinante sensación de acabamiento, hasta el creciente y tormentoso passacaglia final, con su ritmo de danza antigua, impregnada sin embargo de pathos romántico, y que en algunas versiones —pensamos en la dirigida por Wilhelm Furtwängler— parece cargado de una energía sobrenatural. Leonard Bernstein, consciente de los diferentes patrones rítmicos que incorpora, valoró con estas palabras su real trascendencia: “La estructura de esta sinfonía no coincide con una particular forma musical, pero coincide, en virtud de su crecimiento constante, con la creación de la vida misma”.
Si inexplicable se perfila el genio creador desde la cosmovisión romántica, no menos complejo resulta poner en palabras la verdad de la interpretación musical. Existen indicadores, con todo, que orientan o revelan sintomáticamente el compromiso con aquello que se está creando ex novo, como por vez primera —el entramado armonizado de sonidos, en un despliegue temporal que se contrae o extiende— y que alcanza al oyente, despertando a su vez algún tipo de respuesta emocional. Uno de los indicadores, que hablan de la comprensión de la música que se está haciendo, puede buscarse en la actitud de los intérpretes. Los profesores de la Filarmónica de Múnich no sólo despegaban la mirada de la partitura —inscrita acaso en algún lugar más profundo— para buscar la del director, sino que eventualmente se miraban entre sí con gesto cómplice, conscientes de estar creando algo único. Un encore también brahmsiano —la más célebre Danza húngara, memorablemente incorporada a la escena del barbero en El gran dictador—, puso cierre a este verdadero festival de sinfonismo.