Milena Busquets nos atiende del otro lado de la pantalla con mirada sosegada y amable. La conversación fluye con una naturalidad tan evidente que por momentos se antoja extraño, al darse entre dos personas que nunca se han visto, ¿o sí? La historia que rememora en su novela Gema (Anagrama) se ubica en el Liceo Francés de Barcelona, donde ambos estudiamos y donde, a pesar de nuestra diferencia de edad, hubimos de coincidir. Con todo, es legítimo preguntarse si esta sensación de familiaridad no deriva en realidad de la trama ficticia. El escenario del autor tiende a convertirse en el del lector en toda novela, y aún más en la presente. La aparente alineación de autora, narradora y protagonista es deliberada, constitutiva del artificio literario. Toma de la mano al lector con una determinación fascinante, y lo traslada a aquel su pasado, haya vivido en un espacio-tiempo semejante o no.
La sinopsis de Gema es tan sencilla como cautivadora. Un personaje femenino, que el lector asocia espontáneamente a la autora, decide indagar en la vida de una amiga fallecida a consecuencia de un cáncer durante la adolescencia. Desde su momento vital —madre de dos hijos, novelista y traductora— se vuelve hacia la persona que fue, para recabar datos y alcanzar un resquicio vivo y verdadero de la persona que dejó de ser. Pensamos en Gema, pero por supuesto también en ella misma. En ese acto de volver la mirada se encontrará con una serie de vacíos, o zonas brumosas, que mirará de dilucidar en conversación con otras compañeras de colegio, y realizando alguna que otra maniobra detectivesca. Lo más apasionante, en cualquier caso, radica en asistir a la transformación de los recuerdos, en descubrir que la libre fluctuación de la memoria repercute asimismo en nuestra manera de comprender el presente, y de generar expectativas.
Busquets da a entender la ambivalencia de ese movimiento a través de la técnica del flujo de consciencia, oficiando la alianza entre lo imprevisto y lo previsible en forma de monólogo interior. Cuando en nuestra conversación aparece el nombre de Proust, confiesa que “de todos los libros que tengo ése creo que es mi favorito”. Se refiere, concretamente, a la edición de la Pléyade, que habría tomado prestada de la biblioteca materna y que tras devorarlo durante su estancia en Londres —en un sentido casi literal, me enseña el ejemplar maltrecho— acabó recibiendo en calidad de obsequio. Como el propio libro, la memoria se desgasta, pero no deja de funcionar. Sorprendentemente, es desde (o, a través de) la volubilidad que se configuran los recuerdos, que se tejen y destejen las expectativas.
Desde su presente se vuelve hacia la persona que fue, para tratar de recabar datos y alcanzar un resquicio vivo y verdadero de la persona que dejó de ser
El Ulises que retorna no puede no ser otro, distinto al que se fue y —sobre todo— distinto al que Penélope recuerda. De un modo similar, la estela de quienes hemos sido se proyecta hacia adelante en diálogo con el presente. Una representación creadora de sentido, que de hecho pone en juego nuestra creatividad —con o sin consciencia— a través de la facultad que desde la época moderna conocemos como imaginación, o “capacidad para formar imágenes” (Einbildungskraft). En uno de los momentos más interesantes de la conversación Busquets manifiesta que “somos una combinación de imaginación y memoria, todos los seres humanos, escribamos o no”. Junto a la memoria —la divina Mnemosyne, custodia de la verdad atemporal y madre de las musas— la otra facultad fundamental para el ser humano es, en efecto, la imaginación. “Estos dos elementos son nuestros tesoros, vivimos de ello”. Un regusto oracular emana de ambas sentencias, que Busquets profiere con encantadora modestia.
Desde una perspectiva mucho más positivista, en cambio, algunos lectores inquieren en qué medida lo narrado por su personaje aconteció efectivamente. Explica la autora que, movidos por la obsesión —o la pseudo-moda— de la autoficción, le han llegado a preguntar “qué porcentaje exacto es verdad y qué mentira”, esperando obtener una cifra concreta. “Es una locura”. Una locura con sentido, como tantas. Trazar una línea entre realidad y ficción es para muchos urgente cuando la ficción se parece demasiado a la realidad… no fuera a ser que, a la inversa, su inequívoca realidad tuviera algo de ficticio, y por tanto incontrolable. Pero, por lo visto —por lo leído— no todo el mundo se lo toma igual. Ser el sueño de otro, el producto de la imaginación de un creador más o menos benévolo, es el juego barroco al que se prestan algunas amigas de la autora —que piden figurar en la trama, y allí están— en maravilloso ejercicio de metaficción cervantina.
Lectores o escritores, formamos todos parte de la ficción, pues no podemos hablar de la vida propia sin recrear imágenes: “Cuando te pones a escribir incluso lo que has hecho durante el día, a un amigo, ya lo estás convirtiendo en ficción, lo cual es genial, es un talento que tenemos los humanos”, razona Busquets. Y, en perfecta correspondencia, desde la perspectiva contraria, señala que tampoco podemos imaginar la vida de otros sin el filtro que es inherente a la propia mirada: “Cualquier escritor habla de sí mismo”. No podemos evitar la risa al recordar la fatalidad que persigue a la exmujer de Emmanuel Carrère, quien le hizo firmar un contrato para no aparecer en sus novelas… y acabó realizando su fantasía menos deseada al verse en las páginas de Yoga (Anagrama). La mente humana tiende a confirmar lo que ya sabe para su propia tranquilidad, pero no siempre. Pues también realiza lo que sospecha o se imagina. Lo intuyeron algunos pensadores de la modernidad y la neurociencia ha puesto el sello.
Pero, volviendo a Gema, cada lector —decíamos— es también narrador, quien rememora a la “Gema” que nunca existió fuera de las páginas del libro: fuera del recuerdo de “Milena”, fuera de la experiencia vital de sus seres cercanos, fuera del espacio-tiempo en que todos estamos, o no. Un momento especialmente revelador acontece ante la dificultad de constituir el recuerdo de quien ha vivido con anterioridad a la era digital, sin publicaciones en redes sociales. Paradójicamente el carácter impostado de las cuentas de Instagram o Facebook se muestra, en su realidad fantasmal, más fiable que la imagen evanescente de Gema. “Yo pensaba que había vuelto al colegio antes de fallecer, pero mis amigas decían que no”, precisa Busquets, también en nuestra conversación. Eso que denomina “recuerdo fundacional” va y viene a lo largo de la novela, modulándose en la mente de su protagonista según los datos que recopila, hasta una resolución a la altura de los grandes maestros de la literatura.
Un momento especialmente revelador acontece ante la dificultad de constituir el recuerdo de quien ha vivido con anterioridad a la era digital, sin publicaciones en redes sociales
Albert Camus, no sólo Marcel Proust, aparece mencionado en Gema por la sencillez de su elegancia. Elegancia que también demostraba en la escritura, con una economía de lenguaje y potencial de significación que reencontramos en la obra de Busquets. El manejo estratégico de la elipsis, por ejemplo, involucra íntimamente al lector en la trama. Gracias a lo que Kant denominaba “imaginación productora” —para distinguirla de la que reproducía la imagen de algo percibido— suministramos inconscientemente la información que se omite. Por ese mismo mecanismo mental se nos aparecerá la protagonista rememorada, sin haberla visto nunca en realidad. La sensación que el lector experimenta con Gema —la de que, en realidad, nada sobra ni falta— es el resultado de un trabajo de depuración estilística, que ha posicionado a Busquets junto a otro nombre de referencia en la cultura francófona, como es el de Françoise Sagan.
La confluencia de sensualidad y melancolía de Bonjour tristesse aflora también en Gema. Alcanza de pleno al lector por la veracidad del tono autobiográfico —como se dijo al inicio— y por la finura de muchas observaciones psicológicas, impregnadas de un humor cómplice. Las posibilidades de identificación con la voz narrativa justifican en gran medida el éxito de la novela de Busquets. Mérito aún mayor, sin embargo, cabe hallarlo en la verbalización de una necesidad que es común a todos: la articulación con sentido de la vida, desde un pasado que siempre tiene algo de traumático, o pendiente de resolución. La escritura se intuye en la obra de Busquets como uno de los medios más efectivos para hacer las paces con los muertos que arrastramos, con o sin consciencia. Correlativamente, y más allá de toda equivocidad, la lectura nos ausenta de la vida y la repara como una suerte de ensoñación diurna, guionizada por personas que conocemos y no.