[dropcap letter=”A”]
medida que los habitantes de las grandes ciudades apuestan cada vez más por el consumo a través de las redes, los pequeños comercios van desapareciendo. Cada vez que se cierra un pequeño comercio, no solo desaparece un lugar donde comprar y provisionarse, sino también un espacio de encuentro, de diálogo y de compartir emociones para sus usuarios habituales que lo habían convertido en una prolongación de sus hogares. A medida que la esperanza de vida de las personas se está situando por encima de los 82 años uno de los pocos espacios públicos donde la gente mayor es tratada como ciudadanos y protagonistas es en el pequeño comercio que ha conseguido echar raíces en el barrio. No hay mayor placer para los oídos que escuchar una sabia reflexión sobre la vida en una charla improvisada entre el comerciante y el vecino; reflexiones sobre esa vida de alegrías y dolor que reivindican la superficie para llegar a la profundidad. En el pequeño comercio aún se puede encontrar física y mentalmente el taulell, marcando esa frontera que separa el que vende del que compra, definiendo un espacio de respeto y atención.
Hubo un tiempo, aún quedan vestigios, donde al entrar en un comercio se podía distinguir al vendedor porque conocía todo los detalles de aquello que vendía, sabía que estaba al servicio del cliente y de la clientela y respetaba por igual a quien compraba como al que saludaba al pasar.
El anhelo por un mundo tecnológico nos está alejando de la atención personal que transfiere valores de civilidad en cada compra
El paulatino desconocimiento de los ciudadanos sobre el valor que tienen los pequeños comercios en nuestro país es tan grave como la falta de sensibilidad, por parte de algunos, de las consecuencias del cambio climático. Antes se ignoraba la relevancia de algo pero se apreciaba su importancia cuando éste se perdía; ahora, ni cuando se pierde, se es consciente de su importancia. Droguerías, fruterías, librerías, charcuterías, sastrerías, zapaterías o pastelerías de barrio se ven cada vez más expuestas, no solo a la competencia de los grandes establecimientos comerciales y a la incapacidad de adecuarse a tiempo a las nuevas tecnologías, sino también a la paulatina pérdida del valor cultural que representan los pequeños comercios al dotar de escala humana el espacio público.
El anhelo por un mundo tecnológico nos está alejando de la atención personal que transfiere valores de civilidad en cada compra. Saber que muchas tiendas de Rambla de Catalunya y Passeig de Gràcia de Barcelona ya venden casi el 30% de su producto vía internet y que muchas de las grandes marcas de ropa han aceptado que su futuro está en la red, manteniendo los locales como simples anuncios de publicidad, debería hacernos reflexionar sobre la expansión del uso de la red sin incorporar el factor humano. Obviar dicho factor humano, desestimar la pequeña escala y el contacto directo con el cliente destruye vínculos y afectos que la red puede intentar simular, pero no sustituir.
Santiago Rusiñol en L’auca del senyor Esteve ofrece una acertada reflexión alrededor de lo que supone un “taulell que se perderá en manos del progreso”. La economía del taulell es la economía del trato directo, de la amabilidad, de la atención y el correcto servicio; entender que cuando alguien entra en la tienda no siempre es para comprar sino que, muchas veces, es para seguir sintiendo que uno forma parte de una comunidad.