Una casa –ya esté hecha de ramas y barro o de cemento y ladrillo– es ese sitio seguro y conocido que nadie querría abandonar. Ya lo cantaba alegremente David Byrne: “Home is where I want to be”. Por eso no sorprende que, según el estudio Envejecer en casa. ¿Mejor en el pueblo o en la ciudad?, realizado por la socióloga Irene Lebrusán Morillo en colaboración con el Observatorio Social de ”la Caixa”, el 96,4 % de las personas mayores prefiera envejecer en su hogar. El problema es que esto de vivir cada vez más años es un fenómeno bastante reciente y muchas de las casas antiguas no están preparadas para este nuevo escenario.
Indica el estudio, por ejemplo, que más de 5 millones de personas mayores de 65 años viven en España en edificios con problemas de accesibilidad, lo que les complica participar en la vida social e incluso ser atendidos en caso de emergencia. Otros más de 3 millones no tienen calefacción y 431.818 personas ni siquiera agua corriente. Las condiciones de una vivienda y la salud física y mental de sus habitantes se relacionan estrechamente a lo largo de toda la vida, pero aún más en la vejez. Así que la consigna es sencilla: casas sanas para un envejecimiento saludable.
Además, el informe revela que los hogares de pueblos pequeños (en primer lugar), por tener un abanico más grande de formas solidarias de acceso a la vivienda, y los de las grandes ciudades (en segundo lugar), por beneficiarse de mayores medidas para luchar contra la infravivienda, son los que mejores condiciones reúnen. Es en los municipios de tamaño mediano donde los viejos de la tribu lo tienen más difícil: allí vive nada menos que el 37,1 % de las personas de edad avanzada en vulnerabilidad residencial extrema.
Esto no significa que las personas mayores deban abandonar sus casas, esos refugios en los que llevan toda la vida, y mudarse al pueblo. Lo que quiere decir es que deben mejorarse aquellas viviendas que no garantizan los mínimos habitables. Que hay que poner líneas telefónicas donde no las hay, ascensores en lugar de escaleras empinadas, garantizar que cada casa tiene como mínimo un aseo privado y arreglar los edificios en mal estado para poder vivir una vejez autónoma y de calidad. Porque, como decía Le Corbusier –para quien construir era darle al ser humano su cáscara–, la casa debe ser el estuche de la vida, la máquina de la felicidad.
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