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os años de la revolución fueron una buena época para ser mujer en Francia. Todo cambió a gran velocidad y de manera favorable para ellas desde la toma de la Bastilla el 14 de julio de 1789, donde se concibió el escenario del proceso revolucionario. Visto desde la perspectiva del efecto artístico de este acontecimiento clave de la historia, lo que se hizo entonces era tal como debía ser: un abandono de la pose, los gestos y la vestimenta del Rococó que pronto se identificó, con sobrados motivos, como el estilo de Versalles, el estilo que tenía a la odiada reina María Antonieta como referente; un abandono que vino acompañado de una toma de distancia de lo falso de los rituales cortesanos por un halo de autenticidad, por eso gustaba Shakespeare y no Racine: auténticos problemas —desempleo, hambruna, miseria—, violencia auténtica que había que conducir a la guillotina a los responsables de las calamidades y, de vez en cuando, víctimas auténticas, de la represión de la Guardia Suiza.
Pero, por otra parte, todo debía ser espectáculo, algo que no parecía serio en ocasiones, con unas masas descaradamente obsesionadas con la ejecución de los nobles en medio de grandes manifestaciones. Había muchos nervios. También mucha ira. Esa ira que es el alimento de la queja. El 5 de octubre el pueblo se dirige a Versalles para gritarle al rey en su propia cara la penuria por la que pasaba y exigirle una reparación. La novedad de la jornada, la que la distingue del 14 de julio, es que el liderazgo lo llevan ahora las mujeres.
LAS NUEVAS ELOÍSAS
Eran unas seis mil, quizá más, que contaban con el apoyo de dos de los héroes de la Bastilla, Hulin y Maillard, hombres que no mostraban su espíritu alfa, más bien cercanos a la sensibilidad femenina que desde Rousseau se había ligado a La nueva Eloísa. Dos grabados de Janinet reflejan el hecho; forman parte de la serie de 54 grabados sobre la revolución. La idea de que las mujeres pudieran a finales del siglo XVIII exorcizar los males de una sociedad hecha por los hombres tomando decisiones, salvando inhibiciones, es un hecho que dio origen a una verdadera mistificación del comportamiento revolucionario de las mujeres, como dice Elisabeth Liris. Un ejemplo lo determina. El 7 de septiembre de 1789, un grupo de once mujeres compareció ante miembros de la Asamblea Nacional para donar un cofre con joyas a favor de la Nación. Todas son artistas o familiares de artistas. Un gesto espontáneo que condujo, sin embargo, a la apertura de dos oficinas para tal fin: una dirigida por Madame Pajou, otra por Madame Rigal; un gesto que sirve para visualizar cómo se sueltan amarras metafóricamente de los símbolos de la época anterior. Pensando en ese gesto de algunas parisinas, es fácil ver como las mujeres, cuyo universo político lo delimitaban líderes de opinión como Marat, Danton o Robespierre, se habían convencido de la necesidad de llevar a cabo estrategias purgativas de los objetos que las ligaban con el pasado.
Volviendo la vista al arte que reflejó el mundo de las mujeres en los años de la revolución, no se puede evitar pensar que se trata de un esfuerzo por situar la iconografía de una determinada forma de ser y de actuar, incluso pintoras del talento de Élisabeth Vigée Le Brun se vieron reclamadas a cambiar de estilo para adaptarse a la época. ¿Mujeres revolucionarias? Entonces, ¿qué les distinguía con respecto a las chillonas de las calles —esas a las que se representaba como costureras— que se desgañitaban cada vez que salía de la Consergerie una carreta llena de mujeres con rumbo a la plaza de la Concorde donde estaba instalada la Guillotina? ¿Rebeldes? ¿De qué causa? ¿A qué precio? ¿Acaso sabían ellas el valor que hacía falta para aguantar semanas de interrogatorios de la policía, seguidos de sentencias de muerte en la guillotina o de prisión de varios años? Y esa sensación no la tuvieron solo las mujeres de la aristocracia, también aquellas que se negaron a participar en el juego jacobino de la depuración.
TENSIONES DE LA REVOLUCIÓN
A pesar de los grandes debates sobre el sentido de la revolución, las mujeres se vieron envueltas en el enredo de la política de partido. Girondinos contra la Montaña: sensibilidades diversas, y enfrentadas, en la concepción del hecho revolucionario. ¿Acaso no surgen de este pequeño mundo de conflictos ideológicos algunas de las mujeres más reconocidas de estos años? Pensemos en cuatro de ellas, Théroigne de Méricourt, Charlotte Goday, Olympe de Gouges, Madame Tallien: cuatro revolucionarias que fueron capaces de darse cuenta de que se hallaban en uno de los momentos cruciales de la humanidad, y actuaron, escribieron y se posicionaron con la misma intensidad y efecto social que los hombres. Fue en París, en los meses que siguieron a julio de 1789, donde el sentido de la revolución anido en el alma de todas ellas.
No creo que Théroigne de Méricourt debiera sentirse culpable por haber nacido en el lugar adecuado en el momento oportuno. Fijémonos en un medallón en marfil de pequeño formato del miniaturista François Hippolyte Desbuissons, donde ella aparece con una gorra girondina y un vestido escotado a la moda del momento. A sus veintisiete años —había nacido cerca de Lieja en 1762 en el seno de una familia campesina— representa a una generación afortunada por crecer al ritmo de la historia, que era el de los ideales de la revolución. Con ese ánimo decidido, se instala en Versalles en agosto de 1789 para seguir de cerca los trabajos de la Asamblea Nacional; lo hace desde un salón literario de inspiración política. Le gusta vestirse de amazona para tener una apariencia masculina, y no le importa que la llamen la Belle Liégeoise porque eso sostiene la popularidad que necesita. Desde enero de 1790 se la ve en París cerca de Gilbert Romme, donde funda el Club de los Amigos de la Ley. Pero la fama tiene un precio. Fue hecha prisionera en Bélgica y llevada a Austria, donde permaneció nueve meses en la lúgubre prisión del castillo de Kufstein. Después de nueve meses, regresa a París, donde recibió una bienvenida triunfal. Fue por entonces cuando invitó a las mujeres ciudadanas a organizarse en un cuerpo armado mediante una arenga que resume perfectamente su pensamiento: “Vamos a romper nuestros hierros, finalmente es hora de que las mujeres salgan de su vergonzosa nulidad donde la ignorancia, el orgullo y la injusticia de los hombres las han esclavizado durante tanto tiempo”. Desde entonces, su vida política se intensificó con la participación en el asalto a las Tullerías del 10 de agosto del 92, aunque poco a poco apuesta por el lado equivocado de la revolución: se convirtió en una ferviente girondina, y eso motivó su caída, y a la postre su detención, tortura y pérdida de la razón. Fue internada en 1795 y allí permaneció ajena al mundo hasta su muerte.
LA BAÑERA DE MARAT
Para Charlotte Corday todo parecía posible: a diferencia de otras jóvenes con espíritu revolucionario, nunca se pensó que fuera capaz de llevar a cabo el plan que se propuso hacer.
En 1793 aparece representada por Tony Robert-Fleury, como una apacible mujer con un libro entre las manos en un paisaje bucólico de la ciudad de Caen; este retrato refleja mejor su personalidad de mujer inquieta que el de Paul Badry, donde se la ve como una heroína romántica. En todo caso siempre se la vio como una mujer que no sintió nunca la necesidad de desperdiciar su tiempo en algo degradante como la vida rutinaria guiada por las costumbres de provincia. La historia le echó una mano para que eso no le ocurriera. Sucedió en la primavera de 1793, cuando muchos girondinos se refugiaron en Caen huyendo de las represalias de los jacobinos liderados por Jean-Paul Marat. Sus ideales revolucionarios contrarios a la guerra y a una solución federal para Francia cautivaron a una Charlotte Corday de veinticinco años: había nacido en 1768 en el seno de la familia d’Armont, descendientes del dramaturgo Pierre Corneille.
Asistió a menudo en esa primavera a las reuniones donde se dedicaban a hablar de las cosas que no funcionaban en la revolución y cómo cambiarlas. La propuesta de una insurrección federalista activó el mundo interior de esta mujer, que en julio de ese año se marcha a París con la intención de llegar hasta Marat y clavarle un cuchillo; cosa que hizo el 13 de julio cuando por fin se encontró frente al líder jacobino que estaba trabajando como era habitual en él en una bañera. Al menos desde su punto de vista, dio el paso adelante que muchos de jóvenes de su generación no quisieron, o no pudieron, dar. Detenida de inmediato, fue juzgada por el Tribunal Revolucionario y ejecutada en la guillotina el 17 de julio.
EL CADALSO JACOBINO
Otra de las heroínas más renombradas de la revolución, Olympe de Gouges, nacida María Gouze en el seno de una familia burguesa de Montauban, fue captada plenamente por Alexander Kucharski. Por su tenacidad e inteligencia fue la heredera de la larga lista de mujeres escritoras influidas por la Mémoire de Madame de Valmont y cuya Declaración de los derechos de la mujer y de la ciudadanía constituye un hito de las letras francesas del periodo revolucionario, según Michel Faucheux. La seductora atracción de la vida y la obra de esta mujer es innegable. Durante los años revolucionarios buscaba situarse en la realidad de su tiempo estudiando a fondo los ideales; como era contundente en sus afirmaciones todo lo que decía adquiría valor de consigna, como la célebre frase “si la mujer puede subir al cadalso, también se le debería reconocer el derecho de poder subir a la Tribuna”. Su implicación con la causa girondina la condujo a la guillotina en 1793, ella que había sido el alma de la revolución acabó su vida como se dice que la acaban los contrarrevolucionarios. Hubo un exceso de celo jacobino en aquellos años; un exceso de sentimiento criminal.
‘NOTRE DAME THERMIDOR’
La expresión que hoy se le dedica a Olimpia de ser una “feminista”, seguramente le habría divertido a Madame Tallien, nacida Teresa Cabarrús, una madrileña que se convirtió por sus propios méritos en el epítome de una parisina ilustre. Desde el primer momento se convierte en una figura relevante del barrio del Marais, donde instala un salón literario al que acude lo más granado de la sociedad liberal francesa; el general Lafayette o el conde Mirabeau o los hermanos Lameth eran asiduos. Invocando la especial autoridad de su prestigio se decanta por la Convención abandonando a su marido, sus joyas y la vida galante. El ideal revolucionario de corte girondino le lleva a la prisión donde conocerá al hombre que debe vigilarla, que se convierte primero en su amante, luego en su marido, y del que recibirá el nombre por el que pasó a la historia: Jean-Albert Tallien.
Para comprender el misterio Teresa Tallien, convertida en el imaginario de la revolución en Notre Dame Thermidor, hay que empezar por situar el retrato que le hizo Jean-Louis Laneuville, donde aparece con los cabellos cortados en las manos y sobre el muro de la celda el retrato de su amante. Fue la promotora de la moda neohelénica, que es como aparece en el retrato de François Gérard, a la que se adhieren rápidamente las mujeres que frecuentaban su salón. Su ascenso se pone de manifiesto al ser testigo en la boda de Napoleón con Josefina, otro icono femenino de la revolución. Pero lo que el grupo que rodea a Napoleón había ganado en posición a menudo le faltaba en imaginación. El rechazo hacia Madame Tallien en el círculo de Napoleón tras el 18 de Brumario es bastante instructivo al respecto. En una nota a Josefina, el propio primer cónsul escribe: “Te prohíbo ver a Madame Tallien, bajo ningún pretexto. No admitiré ninguna excusa. Si me tienes en estima, nunca transgredirás la presente orden”. Tras esta contundente rúbrica cartesiana, Madame Tallien salió del círculo bonapartista que a fin de cuentas era quebradizo y sorprendentemente provinciano, y aprendió un axioma cardinal de la vida social surgida de la revolución: los amigos son compromisos. La suerte para ella es que el repudio de Napoleón le abrió de par en par las puertas del círculo de Madame Staël, hija del ministro Necker, una de las mentes más refinadas de la época, escritora, mujer de mundo, que le presentó al príncipe de Chimay, al fin y al cabo, el hombre de su vida.
En tiempos de la revolución, las mujeres se situaron en el centro intelectual de Francia. La luz que emiten sus testimonios y los relatos que trataron de explicar en retrospectiva, a base de libros de memorias, lo que sucedió, nos llegan aún como sol radiante de un momento pletórico de la humanidad que tuvo un tono marcadamente femenino.