Los barceloneses somos una especie bípeda perezosa y el MNAC, por su ubicación alpina y figura pomposa, de templo faraónico y desvalido, ha sido una de las víctimas ancestrales de nuestra pereza al mover el culo, todavía más si se trata de esto de visitar museos. También repercute en ello que nuestro mausoleo de arte tribal predilecto sea uno de aquellos lugares que visitábamos con el cole y cualquier actividad de recreo pedagógico, especialmente si es protagonizada por aquella horripilante especie de guías museísticos e historiadores del arte que pasean a los chavales por los recovecos de un museo soltando paridas monumentales sobre obras de arte de las que no tienen ni puta idea mientras se fingen enrolladitos, acostumbra a ser castradora y contraproducente de cara a una posterior visita.
En el caso del MNAC es una pena, porque desde que lo comanda Pepe Serra el museo ha estructurado su magnífica colección con sólida y clara narratividad, sus salas son un espacio óptimo para respirar y emocionarse con extraordinarias obras de arte y muchas exposiciones temporales como las de Francesc Torres han conseguido que el arte que sesteaba lleno de polvo en el museo ahora se relea en tiempo presente regalándonos una verdadera catarsis de contemporaneidad.
Lo que os cuento viene al caso si pensamos en la maravillosa muestra Diàlegs Intrusos que el museo ha organizado en colaboración con la Fundació Suñol y que han comisariado con pericia Sergi Aguilar y Àlex Mitrani, un diálogo nada forzado, meditativo y en algunos casos muy emocionante entre obras de la segunda mitad del siglo XX, de autoría muy reciente en términos históricos, con algunos de los tótems más conocidos y sacrosantos del museo.
Confiad en servidor y precipitaros al MNAC, si hace falta más de una vez (tenéis tiempo hasta el 7 de noviembre de 2021, si es que el mundo no se acaba antes, el contador de años explota de repente y nos vamos todos a tomar por saco) y pasead. Escribo pasead a conciencia porque este es el primer logro de esta experiencia intrusista, porque las obras de la Suñol se encuentran esparcidas a lo largo de los dos pisos del MNAC y, mientras las buscamos como turistas despistados, el recorrido nos va imponiendo dulcemente el andar desbagado del flâneur, y es así como podemos reencontrarnos sin estrés y más placer con algunos viejos conocidos de toda la vida (yo aproveché para pararme un rato ante el gran San Jerónimo del taller de Josep Ribera, una pintura descomunal del santo hipnotizado por la trompeta divina genialmente retratado con aquella carita infantilizada de borracho).
Poder ir cazando las 19 obras de la Suñol el pasado miércoles por la mañana en el MNAC fue para mí algo orgiástico, porque debió ser la primera vez en mi infructuosa vida que he podido ver una exposición durante más de dos horas sin cruzarme con un solo visitante, pudiendo interactuar solamente, enmascarado y comunicándome con la mirada, con uno de los entes que desde siempre me ha despertado una pasión antropológica más ferviente: el vigilante de sala. Quizás por ello, el placer de tener el MNAC sólo para mí, disfruté especialmente con la que quizás sea la obra más simple de todo el recorrido, la Chaise de salón d’art (1974) del gran artista de Salt Jaume Xifra, una silla tramada en hilo metálico, el material de la doliente corona de Cristo y del tormento, que contempla sencilla, desafiante como una viuda resentida, uno de los Maiestas Domini más bellos de la sala Sant Climent. Uno debe estar ahí, en dicha sala, el tiempo que sea necesario, sólo para comprobar cómo esta simple sillita de nuestro Xifra desafía toda la magnificencia del Altar de Durro y cómo con un simple trazo de metal resume la morbosa dignidad de los mártires que imitan a Nuestro Señor y que nuestra posmodernidad han traducido a formas mucho más imperfectas como el Espíritu Santo de Lledoners y el Robinson Crusoe de Waterloo.
Convertido ahora sí en intruso, medito que el arte siempre ha sido una forma de diálogo espiante, porque no existe un solo artista, ni uno, que piense o cree de la nada, e incluso genios como Mozart o Picasso siempre acaban escuchando y mirando el quehacer de sus correligionarios, aunque sea para chotearse de sus fracasos. Me sorprende mi pensar mientras contemplo la Butaca (1987) de Tàpies, que atrapa la mirada del espectador al irrumpir en la sala donde se amontonan los suntuosos tronos de las vírgenes medievales góticas de Jaume Huguet y uno se emboba con esta simple pieza, modestia personificada en piel seca que parece desafiar los retratos de Sant Jordi y las vírgenes que se excitan como puercas contemplándolo. La imagen es contrastante, incluso puede parecer poco respetuosa entre tanta mandanga sacrosanta, pero si tenemos paciencia y nos acercamos a las telas descubriremos que la piel de este simple mueble acaba pareciéndose como por arte de magia a la tinta y los relieves estucados del maravilloso Sant Jordi i la princesa (tercer cuarto del siglo XV) del linaje de los Cabrera. Contemplamos de nuevo el objeto, ahora convertido en magna obra de arte, y en este preciso instante parecerá que todos los Sant Jordi de la sala ya no lucharan por pimplarse a la princesa, sino para descansar en este bello y paupérrimo sofá.
No es pues extraño que el diálogo entre el pasado inmediato y la tradición sea más impactante cuando lo primero es objetual, como así también sucede con el Pan Tostado (1974) de Claudio Bravo, que nos regala una nota de humor irónico-realista a los habitualmente fastuosos bodegones de las salas barrocas y sus espantosos festines, o la genialidad de nuestro gran Brossa, que en Capitomba (1986) nos sitúa ante un antiguo cajero de banco invertido del cual creemos ver que caen monedas que en realidad son chocolatinas, una instalación que resume como pocas la mala leche brossiana y que todavía gana más truculencia dispuesta entra las lámparas exuberantes de nuestros queridísimos cursis del Modernismo. Es importante recordar que uno de nuestros grandes logros como raza siempre ha consistido en poner entre paréntesis aquello que consideramos sacro, en chotearnos de las cuatro cosas (que no hay más, como para joderse) que configuran aquella mamonada a la que nos solemos referir como carácter nacional, y es en este sentido que los objetos de Xifra, Tàpies y Brossa incrustan una nota dialógica interesante hacia (o contra) nuestro pasado. Es importante que lo veneremos, sin duda, pero también, ahora que llevamos muchos años de procés a cuestas, con su insufrible martirologio y petulancia constante, que caigamos en la cuenta de que nuestras excrecencias también apestan y que, demasiado a menudo, hacemos el ridículo. Gracias artistas, por recordarlo.
Debo confesar que la sectorial de pintura abstracta de los 70-80 en can Suñol no me eriza el pelaje del cuerpo como su innegable excelencia escultórico, y el impacto dialógico que representan las obras que he citado antes decae un poquito en las obras de José María Sicilia (Flor marco negro, 1987) o José Manuel Broto (A-3, 1984) y todavía en mayor medida en las por otro lado bellísimas fotos stravinskyanas de Richard Avedon (1975). Así también sucede con la obra de mi adorado Joan Hernàndez Pijoan, de quien los comisarios han escogido su maravilloso Díptic II de 1978 (aplausos y ovaciones) con ánimo de contraponer el estallido orgiástico del impresionismo y todos sus posts con la búsqueda austerísima del color en nuestro gran artista barcelonés. A riesgo de pasarme de resabido, diría que la ubicación de esta maravillosa obra, que está a la altura de lo mejor de Barnett Newman, merecería otro espacio del MNAC donde el genial matiz y la enorme ciencia pincelística de nuestro Hernández Pijoan luciera mucho más (la sala 52 es demasiado pequeña, casi un espacio de tránsito donde el espectador no puede sumergirse como Dios manda en la textura pictórica de la obra, que pasa injustamente como menor cuando, en mi inmodesto entender, es una de las más interesantes de la selección, de lejos). Las enmiendas están para tocar un poco las narices porque tocar narices, aquí en la Punyalada, nos encanta.
Tras el paseo, fatigado por el placer de los intrusos, deambulo por la sala Oval del MNAC. Permanyer me contó un día que este es el segundo espacio de esta tipología más grande de Europa tras el Royal Albert Hall. No sé si el dato es cierto, que con Lluís seguro que lo es, pero podemos afirmar sin duda que es uno de los peor utilizados del planeta. Me comenta alguno de mis espías que su magnífico órgano necesita un par de quilitos de euros para repararse, con lo cual, si me lee algún richacón de la tribu, estaría bien que soltara un poquito de pasta y que entre todos organizásemos ahí una Octava de Mahler como dios manda, porque la Sala Oval sería un espacio fantástico para programar conciertos de todo tipo (previo acondicionamiento de la reverberación) o aunque sea algo de más categoría artística que esas espantosas cenas benéficas que acuden ahí de vez en cuando, llenas de gente mal vestida y de este nauseabundo espíritu navideño que está a punto de regurgitar para jodernos un poquito más nuestras confinadas existencias. Por fortuna, todavía nos queda el arte, y a pesar de los temas menores que he comentado nos quedan experiencias deliciosas como subir al MNAC para gozar como camellos con estos Intrusos, pasear por nuestro museo, y dedicar un par de horas a divertirse con el propio pensar.
Hacedme caso, no seáis perezosos y alzad las nalgas. Subid al MNAC, que esta exposición tiene todo el sentido en su lema: Todo es presente, porque el arte siempre se respira desde el ahora, y este ahora de los diálogos entre can Suñol y nuestro museo es una experiencia artística cojonuda para disfrutar y comerse el coco. Yo volveré, seguramente, y estaría muy bien volver a hacer el recorrido más solo que la una, pero estaría todavía mejor encontrarme a mis lectores retozando por el lugar. Venga, barceloneses, move your ass.