Windsor fue comparado con un sepulcro y Buckingham con unos grandes almacenes; en cuanto al palacio de St. James, Jorge III barajó demolerlo y plantar en su solar un campo de nabos. Como puede verse, al trazar la pasión del príncipe Carlos de Inglaterra por la arquitectura, debemos descartar la vía genealógica: más aficionados a la cría caballar que al patrocinio de las artes, los Hannover y los Windsor se han ganado a pulso que nadie los confunda con los Medici. Quizá fuera —como arguyen algunos— una vieja tradición de filisteísmo dinástico; quizá solo haya respondido al arraigado escepticismo de los británicos ante todo grand projet. Sea por un motivo o sea por otro, la Corona más prestigiosa de la tierra ni siquiera tuvo el prurito de erigirse un Versalles para perpetuar su gloria. Por eso mismo, la preocupación tan intensa —tan excéntrica— del príncipe Carlos de Inglaterra por la arquitectura ha causado mayor asombro. Y ha alcanzado el empaque de un debate nacional.
Entre quienes lo tienen por “la conciencia de la nación” y quienes lo consideran un diletante “mal informado”, ese es el único mérito que le reconocen todos: haber devuelto a la conversación pública el que es, por antonomasia, el gran arte público. Por lo demás, el propio príncipe Carlos de Inglaterra ha sabido desde siempre que sus opiniones iban a ceder mucho terreno al descrédito. Partidario de un urbanismo dotado de medida humana, y de un lenguaje arquitectónico atento al sentido del lugar, ha sido tentador, en efecto, prejuzgar sus planteamientos como propios de un amateur irresponsable. Ahí, la fijación estética del príncipe Carlos de Inglaterra sería no más que el hobby de un heredero ocioso, tocado —para más inri— de dandismos y nostalgias reaccionarias. “Algunos juzgan mis opiniones’, confiesa el propio príncipe de Gales, “opuestas al progreso y las necesidades del mundo contemporáneo”. Es una caricatura con fácil venta: al fin y al cabo, hablamos de un hombre que pinta a la acuarela, que se solaza con Leopardi y que ha mostrado un interés consistente por la agricultura especulativa o la medicina natural. Esas son causas menos populares que las carreras de caballos, y él mismo ha acusado amargamente “las violentas y vitriólicas reacciones” que su furor aedificandi ha suscitado aquí y allá. No en vano, si la vanguardia más mordiente censuraba sus postulados estéticos, las franjas templadas de la sociedad también encontraron motivo para el estupor: con sus ataques al vedettariat de la arquitectura, el príncipe parecía violentar esos sacros preceptos que, del XIX en adelante, impiden a la monarquía constitucional “entrar en los combates de la política”.
Treinta años después de sus primeras arremetidas contra la arquitectura hipertecnologizada, Carlos de Inglaterra, sin embargo, ha sabido ganarse un respeto, afirmar una consideración de seriedad. Méritos tiene. Ha liberado a las gentes, doctas o indoctas, para criticar la arrogancia de unos proyectos más fotogénicos que habitables. Ha contado —de Leon Krier a Quinlan Terry— con no pocos partidarios de calidad y peso. Ha asentado, con discursos y con libros, un cuerpo doctrinal. Y ha logrado incluso —pensemos en el urbanismo comunitario de Poundbury— poner por obra su pensamiento frente al priapismo de los rascacielos y esos bloques de hormigón donde solo prosperan el orín y la pintada. De paso, el príncipe de Gales ha podido demostrar que su querencia “no es resultado de buscar algo para llenar mi día”. Es, más bien, la lucha por una arquitectura con vocación de comunidad y afán de belleza y permanencia.
Si la pintura ha sido mejorable y la poesía insuperable, la arquitectura ha figurado como la más contenciosa de las artes británicas. Tal vez por eso ya mereciera la atención de un príncipe: igualmente elocuente a la hora de expresar lo mejor y lo peor, la construcción en Reino Unido ha propiciado tanto los “satánicos telares” de la Revolución Industrial como la pompa serena de las grandes casas de campo.
Baste con seguir un pensamiento: la vida española puede leerse a través de sus pintores; en cambio, la dramaturgia de la arquitectura inglesa acompaña naturalmente su recorrido nacional. Lo vemos en los monásticos colleges de Oxbridge y en las calles criminosas del Londres del Destripador. Está lo mismo en la edad del optimismo de sus estaciones que en sus tabernuchos y orfanatos dickensianos. Aparece en la liturgia solemne de su Parlamento, en la barriada sin esperanza de Trainspotting y en las “ciudades-mercado” de las dulzuras de Shakespeare. Brilla, en fin, tanto en los pabellones indios que nos hablan del Imperio como en las nuevas viviendas para multimillonarios con vistas sobrecogedoras sobre el Támesis. No es ocioso recordar que los mayores estetas británicos iban a hacer sentir su influencia sobre arquitectura, urbanismo y paisaje, de las sugestiones arcádicas de Capability Brown a las ensoñaciones gremialistas de William Morris, la fantasía arcaizante alla Beckford o la mirada al pasado, tan reverente, de John Ruskin.
Si Inglaterra puede leerse con lucidez a través de sus edificios, será que —con la excepción de cierta Holanda— no ha habido una civilización más directamente vinculada a la domesticidad. No son rasgos sin implicaciones políticas: las casas son signo de esas contigüidades propias de libertad y propiedad, de esa intimacy que permitía afirmar que “la casa de un inglés es su castillo”. Incluso su estilo clasicista quiso entroncar con una idea de virtud republicana. Más prosaicamente, no hace falta leerse el catálogo completo de la Jane Austen para inferir que sus viviendas también fueron el escenario para la belleza del arte, para su modelo de hombre, para los deportes y los ritos sociales —té, caza, garden parties— del caballero a la inglesa. Pero si esas “casas de la vida” que eran las country houses cifraron “la matriz de la cultura británica”, tampoco pueden pasarse por alto tantos triunfos en el tejido urbano.
Es un lugar común afirmar, con Lord Kennett, que las ciudades inglesas son “un fracaso”. Y, sin embargo, habrá que ponderar que Inglaterra fue el primero de los grandes países donde se define la urbe moderna. A principios del XIX, solo Londres tiene más de cien mil habitantes; en menos de cien años, había veintitrés poblaciones más por encima de esa cifra. Para la planificación ciudadana, los británicos iban a acuñar un invento que equilibró la utilidad, la belleza y el servicio a una alta densidad de población: esas terraced houses georgianas y victorianas que, según Harry Mount, han sido la mayor aportación del acervo constructivo inglés y que, según Nikolaus Pevsner, han sido, sencillamente, uno de los mayores logros del XVIII europeo. Su predicamento se conserva todavía: las casas más deseadas del Londres de hoy, en Campden Hill Square, son un plácido conjunto de armonías georgianas. Es una arquitectura de orden y de bienestar. Con todo —hablamos de Gran Bretaña—, que nadie se exceda por el lado del lirismo: bien prácticas, las hileras de casas georgianas y victorianas podían extenderse de modo interminable, y su ornamentación podía afirmar variaciones, también interminables, sobre el mismo tema.
En el país de John Soane y de Robert Adam hay, por tanto, una tradición inteligible que honrar y emular. Es un venero tan vernáculo como abierto, enriquecido con la aportación de esos visionarios y utopistas —Titus Salt, Ebenezer Howard, la Ciudad Jardín— que buscaron afianzar la reforma social a partir de la mejora del espacio urbano. Al final, la suma arroja tal gravitación del pasado que hay una congruencia en la afirmación de Scruton: del XIX en adelante, el empeño conservacionista ha sido “el más fértil esfuerzo intelectual de los británicos”.
No siempre se ha estado a la altura, o no siempre se ha llegado a hora para evitar la tropelía. En última instancia, el legado arquitectónico inglés iba a sufrir más por mano del hombre que por obra del tiempo. Montgomery-Massingberd calcula que, entre 1875 y 1975, cayeron cerca de mil grandes casas de campo en Gran Bretaña. En cuanto a las ciudades, las labores de reconstrucción de la posguerra —Sheffield, Coventry, el propio Londres— han merecido la consideración de “orgía de vandalismo”. Al criticar la política de vivienda del premier—y antiguo ministro del ramo— Harold Macmillan, Alan Clark cita textualmente su comentario: “Solo los países agonizantes intentan mantener los símbolos del pasado”. Con semejantes premisas, el corolario estaba claro: la paulatina sustitución del patrimonio arquitectónico por edificaciones “tan siniestras que su único defecto salvador es su rápida capacidad de degradarse”. Corría el año 1987 cuando el príncipe Carlos dio un paso al frente y se atrevió a denunciarlo. “Algo hay que concederle a la Luftwaffe: al destruir nuestros edificios” —comentó— “al menos no los sustituyeron con algo peor que los escombros”.
Cualquiera que disfrute con las cimas de la oratoria haría bien en prepararse una buena copa y enchufarse los discursos sobre arquitectura del príncipe Carlos de Inglaterra. Rara vez un royal se tomó tantas libertades; rara vez dijo cosas con tanto sentido, las creamos o no. Parecería que el príncipe ha tomado sus mejores dardos de Tom Wolfe y su irrisión —¿Quién teme al Bauhaus feroz?— de la modernidad arquitectónica. Así, la Biblioteca Central de Birmingham —de un brutalismo mazacótico—, le parece “un lugar para incinerar los libros, no para conservarlos”; en cuanto a la ampliación de la British Library, acertó dolorosamente al compararla con una academia de policía.
Con los planes para construir en torno a la catedral de San Pablo no iba a mostrar mayor misericordia: eran “edificios tan mediocres que solo los podremos recordar por la frustración que nos causan”. Desde que, allá por 1984, diera en definir un plan de ampliación de la National Gallery como “un monstruoso absceso en la cara de un buen amigo”, cada año hay voluntarios para otorgar el premio “Absceso” a la construcción más aparatosamente fea de las islas.
Quizá lo importante de las palabras principescas no era el humor, pero el humor —sin duda— le servía para socavar la megalomanía de tantos narcisos de la arquitectura que pudieron entender las casas como “máquinas de vivir”, pero nunca como espacios para la dignidad de lo humano. Por supuesto, cuando el príncipe censuró “la fealdad integral y la mediocridad de los edificios (…) y los conjuntos residenciales, por no mencionar el horror y la desolación de tantos ensanches urbanos”, los arquitectos no tardaron en replicar. Carlos de Inglaterra —dijeron— debía corregir el tiro y disparar más bien a promotores, legisladores y munícipes.
El príncipe, sin embargo, podía argumentar su posición —y así lo ha hecho una y otra vez, con contundencia—. Para él, es un cierto establishment profesoral el que, “en los años cincuenta y sesenta”, impone su “agenda cultural”. En términos teóricos, se trataba de alzar una “nueva arquitectura” adecuada a las necesidades de la posguerra y capaz de reflejar “el espíritu de la época” —un tiempo de tecnologías y progresos— a través de “ideas novedosas” y “materiales revolucionarios de construcción”. En términos prácticos, lo generado fue más bien un mandarinato que, sin apenas restricciones, podía permitirse, con un cierto abuso despótico de la razón, entronizar sus ideas sin la menor sensibilidad hacia un dato obvio: aquello que la gente quiere que sea su casa y su barrio. ¿El resultado final? El príncipe Carlos de Inglaterra lo ve poco halagüeño: “La destrucción sin sentido en nombre del progreso (…) y la proliferación de monstruos frankensteinianos, vacíos de carácter, ajenos y mal queridos de todos, salvo de los profesores que los han ideado en sus laboratorios”.
Como coda última, queda —para el príncipe Carlos de Inglaterra— el lamento. La deploración de una arquitectura que reniega del pasado —“cuando un hombre pierde el pasado, pierde su alma”— y del entorno. El llanto por la arrogancia de haber hecho abstracción de la atención al clima, a los materiales locales, a los principios de siempre, a todo cuanto apuntalaba “un sentido de pertenencia y de orden” en la edificación. El dolor por tanta belleza destruida. Y la incomodidad por tener que vivir no como uno quiere, sino como unos señores, desde sus planos, deciden que uno tiene que vivir. Curiosamente, la arquitectura británica de posguerra —casi sin excepción— iba a ser solo capaz de deteriorarse, no de envejecer.
Más chisposa o más grave, si el príncipe Carlos de Inglaterra se hubiera ceñido a la crítica arquitectónica, bien se podía haber ganado la acusación de inconsecuente. Sí, con sus fundaciones y sus libros, no ha cesado de explicar sus posturas e impulsar buenas prácticas. Sin embargo, fue el proyecto de Poundbury el que terminó por asentar su autoridad: se trataba, desde principios de los noventa, de trazar una prolongación urbana en Dorchester, con el extra de responsabilidad de respetar las hechuras propias del país novelado por Thomas Hardy. Era algo —decían— condenado al fracaso. Pero también era la coartada esperada para aplicar in vivo las ideas del príncipe: escalas humanas, sin apenas ruido de señalización, alturas controladas, espacios comunitarios, mezcla convivencial de viviendas y comercio, preocupación ecológica y un estilo ecléctico que no perdiera de vista el clasicismo.
Aquí también hay resultados. Hoy, el Poundbury alzado por Leon Krier es —como Seaside en Florida— parangón del “nuevo urbanismo” y, ante todo, un modelo de éxito residencial: véase que, si ya tiene más de mil viviendas, en apenas unos años serán más del doble. Nada hay allí que sea un mentís a la calidad de vida, a la belleza. Al celebrar con un paseo los primeros veinte años del pueblo, al príncipe se le escapó una reflexión: “Después de todo, quizá valía la pena ser obstinado”.