Robert Robert, el primer eslabón de una tradición carente

En Barcelona, entre 1865 y 1866, el periodista Robert Robert tuvo suficiente con solo veintisiete artículos publicados en catalán en la revista ‘Un Tros de Paper’ para crear una tradición y, casi, un modelo de lengua.

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e había marchado muy joven de una Barcelona todavía amurallada y atenazada por el oprobio de la Ciutadella, pero donde ya se había encendido la chispa de la revuelta y el fuego de la bullanga. Huérfano desde muy pequeño, había sido aprendiz de varios oficios, de joyero a escribiente de comercio, pero su obsesión eran las letras, empapado de los autores castellanos, franceses y latinos. En el Madrid del reinado de Isabel II se había encontrado como pez en el agua de la prensa política y las conspiraciones de cafetín. Un periodismo que en ningún caso es una ganga para ganarse las habichuelas, sino más bien una garantía de acabar siendo carne de censura o de presidio.

En la Villa y Corte probó la miseria de la bohemia, el rigor de la censura y la humillación de la cárcel. Desde allí continúa escribiendo febrilmente, artículos y novelas, pero salió enfermo de tuberculosis. Convertido en cronista parlamentario –uno de los inventores del género en España–, las divisiones políticas dentro del campo demócrata en que se inscribe lo habían dejado de nuevo en la malandanza. Quizá por recuperarse de ésta, había vuelto a su ciudad, que ha tirado ya las murallas y que sueña crecer con el Eixample. Es allí, entre 1865 y 1866, cuando el periodista Robert Robert tuvo suficiente con solo veintisiete artículos publicados en catalán en la revista Un Tros de Paper para crear una tradición y, casi, un modelo de lengua.

“ La prosa de este hombre hace realmente un cierto efecto y alguno de sus escritos como, por ejemplo, ‘La rebotiga’ –La trastienda–, es de las cosas escritas en catalán más buenas que se escribía en este país en la época de la llamada Renaixença –época muy difícil y por eso mismo apreciabilíssima”. Palabra de Pla en El quadern gris.

Si alguien tiene alguna duda de esta primogenitura de Robert Robert en el periodismo catalán escrito en esta lengua, tres de los escritores más importantes de la literatura catalana del siglo XX, Josep Carner, Carles Riba y Josep Pla, tres vástagos a caballo del novecentismo y el posnovecentismo, la avalan: a finales de 1920, el Príncipe de los poetas lo incorpora como autor de la Editorial Catalana –la empresa editorial impulsada por la Liga de Prat de la Riba, sostenida económicamente por Cambó y en la que desempeñaba de director literario–, con una selección de prosas de Un Tros de Paper que encarga a Riba. Es en este contexto, cuando Riba cavila en ello, que Josep Pla tiene noticia de él: “Estos días he leído el pequeño volumen que publicó la Biblioteca Popular L’Avenç –es el número 73– con algunos escritos de Robert Robert titulado ‘Barcelonesas’. La prosa de este hombre hace realmente un cierto efecto y alguno de sus escritos como, por ejemplo, ‘La rebotiga’ –La trastienda–, es de las cosas escritas en catalán más buenas que se escribía en este país en la época de la llamada Renaixença –época muy difícil y por eso mismo apreciabilíssima”. Palabra de Pla en El quadern gris.

Nacido en Barcelona en 1830, el escritor, periodista y político Robert Robert y Casacuberta poco se podía imaginar que sería recordado por la generación de sus nietos y hasta hoy, práctica y únicamente por esos pocos artículos escritos en catalán, y no por la enorme producción escrita exclusivamente en castellano. Miembro de aquella generación de hombres catalanes que se propusieron la conquista moral, económica y política de España –Joan Prim era del 1814, Víctor Balaguer diez años más joven que el reusense–, el demócrata Robert representa claramente la opción de unos hombres de letras, catalanes de nacimiento que creen de buena fe en la renuncia a la cultura y la lengua propias para construir una obra mayor en castellano, vinculada a su proyecto político peninsular. Una renuncia que no les impedía, al mismo tiempo, participar con entusiasmo de una Renaixença –el renacimiento de la cultura catalana–  que había iniciado el poema de otro expatriado en Madrid, Bonaventura Carles Aribau.

La novelita El último enamorado, la trilogía progresista y anticonservadora formada por  Los cachivaches de antaño, Los tiempos de Mari-Castaña y La espumadera de los siglos, la obra satírica  La corte de Macaronini I –sobre la llegada del rey Amadeo de Savoia– o el libelo anticlerical El gran Tiberio del siglo entre luces y pedrades. Jolgorio celebrado en Madrid con motivo del 25º aniversario de Pio IX, deberían ser para este grafómano liberal romántico, espíritu de su tiempo, de más valor que los articulillos escritos en su lengua materna. La apuesta por el castellano no le ha valido, en ningún caso, la gloria dentro de las letras españolas –no podía hacer sombra a un Larra ni un Mesonero Romanos, ni mucho menos a un Zorilla, por decir algunos antecedentes y coetáneos– sin embargo, la publicación de este pliego de artículos barceloneses ha impedido el olvido.

Robert apuesta por el catalán que se habla porque no tiene referentes al alcance en esta lengua. Su admirado Larra le puede servir como modelo estético, pero a nivel lingüístico el trabajo debe hacerlo solo. Encuentra el modelo en la oralidad de la calle

ETAPA BARCELONESA

Su etapa barcelonesa, durante la cual forma parte del consistorio de los Juegos Florales  –un certamen que aún gozaba de una fama progresista y no había caído en el anquilosamiento posterior–, Robert entra en contacto con el grupo de Un Tros de Paper, –que dirigía Albert Llanas–, que tenía sabor a la trastienda de Pitarra y de las poblaciones de Innocenci  López, propietario de la Librería Española. Justamente, Frederic Soler –alter ego real de Pitarra– era uno de los colaboradores, con Eduard Vidal de Valenciano, Eduard Aulés, Josep Feliu i Codina, Conrad Roure, Frederic Pous, Josep Maria Torres, Francesc Figueres y Manuel Angelon, de la revista que editaba López. Robert congenió por su espíritu progresista, por su voluntad de hacer una revista de humor con la voluntad de llegar e incidir en el gran público, para intentar despertar la conciencia de una sociedad cada vez más domesticada por la moral burguesa de orden y mesura, y que había arrinconado la fe en el progreso solo en las cuestiones materiales y económicas.

Robert Robert The NBP
Fragmento del número 25 de la publicación periódica satírica “Un tros de paper”, 1875.

Y además, coincidía con el grupo de Un Tros de Paper en el uso del “catalán que ahora se habla”, en la disputa con la chabacanería del grupo de los Juegos Florales –aunque como hemos visto, las relaciones entre ambos grupos eran más ambiguas de lo que creemos. Robert apuesta por el catalán que se habla porque no tiene referentes al alcance en esta lengua. Su admirado Larra le puede servir como modelo estético, pero a nivel lingüístico el trabajo debe hacerlo solo. Por eso encuentra en la oralidad de la calle, en el catalán genuino de las criadas y los mozos, en los boticarios y las vendedoras del mercado, en el que escucha en la Rambla y las trastiendas, la solución a su falta de modelo.

“Robert Robert no es desdeñable como prosista. Fue un hombre que veía las cosas, que las observaba bien. No se puede, en todo caso, desconocer o minimizar el momento: desde 1865 hasta 1866. En estos años, todavía, la influencia castellana es total. Pitarra es atacado, por los diarios de Barcelona importantes, como la quintaesencia del vulgarismo. La sociedad –castellanizada– se pensaba que era diferente. No, no, Robert Robert es un escritor considerable que escribió una prosa ciertamente descabellada pero muy importante, anterior al ‘itinerario’  de Verdaguer. Dos cosas diferentes, ciertamente, pero para el gusto de hoy son mucho más interesantes las descripciones vulgares de Robert que las retóricamente tópicas de Verdaguer” asegura Josep Pla, cuando contrapone el Dietari d’un pelegrí a Terra Santa, de Jacint Verdaguer, “el mejor libro de prosa catalana del siglo pasado”, a los artículos de Robert en Un Tros de Paper.

A propósito del costumbrismo ha sido, precisamente, el epíteto maldito que ha tenido que sentirse decir demasiadas veces la prosa de Robert y sus contemporáneos o discípulos, reduciéndolos a una cuestión menor, anecdótica, doméstica o folclórica, ante la gran literatura épica o lírica

Pla –como Carner o como Sagarra– , también inicia su carrera como prosista desde el periodismo. No empieza de nuevo como Robert, sin embargo, hijo de una tradición carente por una lengua que acaba de ordenarse bajo la égida de Pompeu Fabra, una vida oficial que se catalaniza con la Mancomunidad y con unos diarios mayoritariamente escritos en castellano, a la hora de buscar referentes –una tarea nada fácil– debe situar en lo más alto Robert Robert: es el eslabón que conecta la generación de los veinte y treinta con la tradición europea. Una genealogía que arranca con el periodismo inglés de principios del siglo XVIII –cuando Cataluña no estaba para bollos, y menos para generar un periodismo ensayístico a la manera de Adisson en The Tatler o The Spectator o como los panfletos de Daniel Defoe, y la lengua se había retirado a las estancias privadas del Barón de Maldà–, pasa por los moralistas franceses –que tanto admira Josep Pla– y se une con el romanticismo costumbrista de Larra. Del madrileño, Robert toma la combinación de descripción, ensayo breve, el diálogo y el tono de conversación con el lector, bien evidente a los artículos de Robert. Una tradición clave en la literatura europea, que Pla se ve obligado a fabricar para si, tomando a Robert, incluso, inventándoselo si necesario, para explicar su literatura. Ante otras propuestas, Carner, Sagarra y Pla, toman el camino de Robert y lo imitarán o –directamente– lo plagiarán, tal como ha observado el profesor Ferran Toutain.

A propósito del costumbrismo ha sido, precisamente, el epíteto maldito que ha tenido que sentirse decir demasiadas veces la prosa de Robert y sus contemporáneos o discípulos, reduciéndolos a una cuestión menor, anecdótica, doméstica o folclórica, ante la gran literatura épica o lírica. Robert no es un nostálgico de la ciudad antigua, ni un historicista al modo de L’orfeneta de Menargues o Catalunya agonisant, de Antoni de Bofarull –la primera novela en catalán de La Renaixença, publicada 1862–, sino un urbanita, un paseante, un mirón, un hijo de la ciudad. Y aquí hay que recordar que mientras en Barcelona se inician las obras del Ensanche –l’Ensanxe, al que se refiere y observa Robert–, en el París de Napoleón III se están llevando a cabo las grandes reformas del barón de Haussmann, de donde emergerá la figura del flâneur de Charles Baudelaire.

“La Barcelona alegre, ociosa, la Barcelona movediza, no la busquen sino al paseo de Gracia, y ahora más que nunca desde del Ensanxe, ¡maldita la palabra! El paseo de Gràcia es más paseo que la Rambla”, escribe Robert Robert

Las calles por donde pasea Robert son las mismas Ramblas y el mismo Paseo de Gracia de los que hablarán sus “nietos”, pero entre unos y otros habrá pasado una Exposición Universal de Barcelona, el desarrollo del Ensanche –con unas calles apenas bautizadas en la época de Robert, a propuesta de Víctor Balaguer–, la agregación de los pueblos de los alrededores –Sants, Les Corts, Sant Gervasi de Cassoles, Gràcia, Sant Andreu de Palomar y Sant Martí de Provençals, más Sant Joan d’Horta y el más tardío de todos, Sarrià– la apertura de la Via Laietana, con la desaparición de una parte de la Barcelona vieja bajo el proyecto de la Reforma, y los planes de una nueva exposición en Montjuïc , finalmente inaugurada 1929.

Entremedio, nombres como Lluís Domènech i Muntaner, Josep Puig i Cadafalch y Antoni Gaudí rivalizan para alzar sus casas en un paseo de Gràcia, sobre el que Robert escribe: “La Barcelona alegre, ociosa, la Barcelona movediza, no la busquen sino al paseo de Gracia, y ahora más que nunca desde del Ensanxe, ¡maldita la palabra! El paseo de Gràcia es más paseo que la Rambla, porque es mucho más ancho; porque tiene vistas más dilatadas y amenas; porque los edificios ahora comienzan a rodearlo. No recuerdan, como los de la Rambla, el castigo del trabajo y la codicia de la industria, sino el grado descanso, el bienestar, la riqueza, el luxo”. Este paseo donde apenas empiezan a levantarse los primeros edificios de acuerdo con las ideas de Cerdà –pronto traicionadas– “nos ofrece a la vista el medio cerco de montañas guardando un llano delicioso, ahora cubierto de trigo verde y rojas amapolas, ahora dorado por el luciente rastrojo”. De todas formas, este paseo todavía rural está lleno de “Gente que va, gente que viene, gente que va y viene”, y ya se ha convertido en el lugar predilecto para ver y ser visto.

“Siempre la Rambla, como todo lo de España, empieza por eclesiásticos y termina con soldados”, escribe Robert

Más abajo, sobre la Rambla, o las cuatro Ramblas –la clerical dels Capellans, a la actual Caneletes; la alegre de les Flors; la cosmopolita e intelectual del Mig y la militar de Santa Mònica– Robert anota “El carácter especial de cada una de las cuatro Ramblas o parte de la Rambla hace mucho tiempo que dura y durará mientras aquella vía sea el centro de Barcelona, el centro único lo mismo para los que viven en el incipiente Ensanxe, que por los que desde que nacieron han habitado en el Padró y en el Pla de Palau. Siempre la Rambla, como todo lo de España, empieza por eclesiásticos y termina con soldados”. Es decir, lo que parece un artículo plenamente costumbrista, Robert la acaba con  una frase que es toda una  metáfora sobre la política de su tiempo.

De hecho, esta mordacidad plenamente ideológica que apunta el final de uno de los artículos más vivos y, aparentemente costumbristas de los veintisiete publicados por Robert en Un Tros de Paper, es propia de un escritor que hasta entonces se ha ganado la vida y el prestigio en la lucha política y considera la escritura como una herramienta en el combate por el progreso y la libertad en el convulso ochocientos español. En Ai, que han mort un noi! –Ay, que han muerto un chico!–, el escritor embiste contra la manipulación de la masa erigida en vengadora de una muerte inexistente –donde parece resonar lejanamente un cuento de Monzó, que sería uno de los últimos epígonos de la tradición carente iniciada por Robert. Mientras que El ball d’en Serrallonga, por el contrario, le sirve para atacar nuevamente a los conservadores que añoran el mundo del Antiguo Régimen: “aquellos tiempos dichosos en que eran vasallos ahorcables y descuartizables los que hoy venden vinagre con un don como un templo, y desgañitan a hacernos creer que todo lo nuevo es malo. El baile de Serrallonga quiere decir que en aquel tiempo tan lamentado la gente encontraba gusto en lo que hoy da asco. Quiere decir conventos y diezmos, malos usos, calles sin luces, provincias sin caminos ni correos, y velones de cuatro mechas; significa que el ocioso era persona y el laborioso canalla, ante la ley. Quiere decir ahorcados, degollados, descuartizados, lenguas traspasadas; significa mona y serpiente y gato , dentro de la bota criminal… ¿Y quieren que no me alegre de verlo?”.

La muerte vino a su encuentro cuando acaba de ser nombrado por el gobierno republicano ministro plenipotenciario ante la Confederación Helvética. A Suiza, sin embargo, no llegará nunca.

La andanada liberal continúa con Uns hòmens de bé –Unos hombres de bien–, donde retrata aquellos señores “ahorradores, caseros, religiosos, todo lo que quieran”, pero que “son canallas de pies a cabeza”. Piojos revividos, hijos de jornalero analfabeto o de lavandera, pero con bastante ingenio para ascender y despreciar el mundo de donde vienen, egoístas, conservadores, antiliberales y antipolíticos, que se quejan de los perjuicios del progreso material , mientras “viajan en vapor, gastan gas, tienen acciones de ferrocarriles, y por poco que suban, fundan una sociedad de crédito o de seguros”. Una ridiculización de un cierto tipo de menestral barcelonés que parece todo un antecesor del arquetípico señor Esteve de Rusiñol, para los que su coetáneo Robert no estaría de desear “que volvieran las antiguas formas de gobierno”, cuando serían tratados a patadas por los nobles y alimentados con las sopas de los frailes.

Vecinas cotillas, historietas de amor, la afición a nadar, la incipiente costumbre de pasar el fin de semana en la torreta –el chalé– del Putxet –hoy barrio de alto standing– , el arte de elegir un melón, clases de viudos, o las fiestas de disfraces, son también material literario esencial de unos artículos moralizantes pero alegres, atravesados, sin embargo, por la sombra de la muerte. Sí, la muerte provocada por el cólera que, a pesar del humorismo, nos corta la risa solo pensando que en dos meses la epidemia mató 4.000 barceloneses. Todas las casas cuentan muertos, la ciudad queda desierta, tiendas, cafés, teatros, todo está cerrado, los obreros no tienen trabajo, y a pesar de todo, el grupo de Un Tros de Paper saca fuerzas para continuar publicando la revista. Robert salió vivo de aquella plaga que infestó su ciudad, y pronto volvió a Madrid donde se implicó a fondo en las conspiraciones que llevaron al destronamiento de Isabel II –la reina que había ridiculizado en Quisicosas del rey y la reina, publicado en El Tío Crispín, por lo que fue condenado a prisión–, la llamada Revolución Gloriosa de Septiembre, el breve reinado de Amadeo y la I República. Justamente la muerte vino a su encuentro cuando acaba de ser nombrado por el gobierno republicano ministro plenipotenciario ante la Confederación Helvética. A Suiza, sin embargo, no llegará nunca.