“La respuesta a la pregunta de qué estoy más orgulloso es fácil: mi familia y mis amistades. ¡Tengo mucha suerte y me siento muy querido!”, profiere el escritor Youssef El Maimouni atizándose, casi entera, la caña recién servida. Tras lo cual añade: “¡y destaco que mi hija de tres años me torea!”.
La tarde ha caído cuando esta ave nocturna –que, por motivos familiares, ya casi no ejerce como tal– se ha dejado caer por el Bar. De fondo ha pedido que suene “el directo de Mac Miller en NPR Tiny Desk Concert”, la segunda caña está al caer y, como una bala disparada a quemarropa, la conversación sigue una trayectoria imparable.
“Crecí en Coma-ruga y tengo muy buen recuerdo. Hacerlo en un pueblo, en los años 80, cerca de la playa, fue brutal. Éramos Los capitanes de la arena, como en la novela de Jorge Amado, pero sin sufrir las injusticias brutales narradas en ella. En la adolescencia, son las amistades las que más influyeron en mí. De joven, buscas experiencias más extremas, profundizas en el yo, te planteas quién eres, sin caer tampoco en ninguna tentación autodestructiva, aunque en aquella época sí que estaba cautivado por los poetas malditos, la generación Beat o el Club de los 27”.
Ahora se define como “un pureta con unos gustos y motivaciones más definidos y con defectos que uno intenta paliar, pero cuestan… Como reducir los kilos de más, a partir de cierta edad”, suspira mientras sus ojos recorren velozmente algunas de las tapas expuestas en el mostrador de la barra.
Barcelonés desde sus días de estudiante universitario, educador social, licenciado en Filología Árabe y Máster en Resolución de Conflictos, Youssef El Maimouni dirige un espacio juvenil en Barcelona y, desde hace unos meses, ejerce de secretario técnico de interculturalidad de un distrito de la ciudad. “Hará un año el Ayuntamiento aprobó una medida para promover que las administraciones y los servicios públicos sean igual de representativas que la ciudadanía. Hay mucho por hacer, pero medidas así, y pensadas a largo plazo, de buen seguro, fructificarán”, augura.
En paralelo, colabora con la revista Masala y en estos días presenta su segunda novela, Nadie salva a las rosas (Roca), centrada en el crimen de una joven trans marroquí en las afueras de una Barcelona remendada a base de silencios, culpas y crimen, y que ve la luz después de su aclamado debut, la histórica Cuando los montes caminen, publicada en 2021.
—¡Caramba, dos novelas en poco más de un año! ¡Qué prolífico!
— Pues estoy ya iniciando el proceso de la tercera. Aunque lo que más ansío es sacar adelante un cómic, ¡me encantaría encargarme del guion de una novela gráfica!
La trascendencia es seguir una huella
El de la tercera caña es el momento para ponerse trascendente: “Empecé a currar con catorce años. Mi padre, que es albañil, me llevaba los fines de semana a la obra y eso me hizo tomar conciencia, aparte de pasar muchísimo frío. Pero no me quiero colgar medallas, ni tampoco elogiar la cultura del esfuerzo, que no hemos venido a eso”.
— Lo que sí has visto es mucho mundo, ¿no?
“Pasé un año de Erasmus en Toulouse que fue maravilloso y que cumplí gracias a los préstamos de colegas, porque la beca es una miseria. Reciclé mucha comida del mercado. También viví un tiempo, unos meses sabáticos, en Marruecos. Pasé un año en Lima. Otro año recorrí de mochilero ocho países americanos, de México a Brasil”. Y todo esto lo hizo “tirando siempre de ahorros, de lo que saqué de los curros donde me pillaban”. Cuestión de principios arraigados en el fondo del alma.
“Muchos de esos momentos que se puede decir que han sido clave en mi vida, los reconozco a posteriori como tales, pero tuvieron lugar, en su momento, sin que yo tuviera conciencia de esa gravedad o importancia que ahora les doy, una vez han pasado”, reflexiona el escritor, mientras degusta con calma su cerveza, a propósito del valor de los hechos según la huella que nos dejan dentro a su paso.
Vínculos con la ciudad callejera y auténtica
“En su momento, y esta es una sensación compartida, algo que me pareció molesto de Barcelona es que a la gente que es de aquí, de toda la vida, de generaciones, le cuesta abrirse e incorporar nuevas amistades foráneas a su grupo, a su zona de confort. La mayoría de mis colegas en la ciudad son de fuera, gente como yo que llegamos aquí para estudiar, para trabajar, y nos hemos quedado”, explica con un mohín y disgusto el parroquiano quien, no obstante, no puede dejar de señalar que su pareja es de aquí y que, con el tiempo, ha logrado cultivar a amistades profundamente autóctonas, “aunque se hicieron de rogar”, ríe entonces tras compartir esta visión de la urbe como el necesario resultado de una constante suma y sigue de savia que enriquece sus múltiples identidades.
— Y, con los años que llevas aquí, ¿cuál dirías que es tu relación con Barcelona?
“Es mi ciudad”, afirma Youssef El Maimouni. “Es el lugar que añoro cuando estoy mucho tiempo fuera. Ya es donde más tiempo he vivido. Gracias a mi trabajo, al carácter de mis colegas y al mío, he podido conocer la ciudad auténtica o más callejera, la diversa y plural. De actitud soy parroquiano y eso hace que establezcas vínculos constantemente”. Se toma un respiro breve y reflexivo, antes de matizar: “Pero sé escoger, no me verás en un rollo gourmet y, si me ves ahí, será como cuando de joven íbamos con los colegas a inauguraciones de sitios finos o galerías de arte: ¡porque había priva gratis!”.
— Quizás aquí no seamos gourmet, pero nuestra superlativa oferta culinaria nos impele a tentarte con algo para cenar: tapas, raciones, menú…
“Puesto que este no es un restaurante mexicano o peruano, donde me tienen que parar, elegiré menú. Y si en la oferta hay cualquier postre de chocolate, lo demás ya me está bien”, repone Youssef El Maimouni olvidándose de la recién declarada guerra a los kilos, y antes de rematar:
— ¡Ah, y a las cañas invito yo, que esto también me lo enseñaron mis padres!