Haruki Murakami en el Palau de la Generalitat, en una visita a Barcelona © Iván Giménez / Tusquets Editores
Haruki Murakami en el Palau de la Generalitat, en una visita a Barcelona © Iván Giménez / Tusquets Editores

Murakami y Ozawa, confidencias musicales

Haruki Murakami, uno de los novelistas predilectos de los lectores de Barcelona, con más de 20 volúmenes aparecidos en Tusquets, publica Música, sólo música. Conversaciones con el maestro Seiji Ozawa, cuya lejana visita a L’Auditori aún es recordada.

Ahora que los espectáculos se encuentran suspendidos de forma temporal, el mundo paralelo que habilita la lectura —como una suerte de escenificación interior— se antoja especialmente propicio. No sólo porque permite fantasear, vivir historias que fuera del ámbito de la literatura no viviremos, sino para profundizar en la experiencia que hace posible la obra de arte, y concretamente la obra de arte musical. El efecto de la interpretación en nuestro cerebro ha sido estudiado por científicos —entre los cuales Jean-Pierre Changeux— que han demostrado que el nivel de activación es comparable al de la recreación imaginal; la vivencia de situaciones que, a pesar de no estar sucediendo de facto, desencadena respuestas fisiológicas y emocionales.

Que un novelista como Murakami se interese por la música, a estas alturas, no debiera sorprender. En su juventud regentó un local de jazz y en diversas ocasiones se ha declarado coleccionista de vinilos, y por supuesto melómano. También DJ amateur. Afición que el pasado 22 de mayo —en pleno confinamiento— compartió en formato radio, para insuflar esperanza y conseguir que “un poco de música disipe el blues que ha traído la pandemia”. Como si fuera él mismo un personaje de After Dark o Tokio Blues, dos de sus obras más celebradas —o de La muerte de comendador, una de las más recientes— su acción ratifica musicalmente el vínculo entre memoria, imaginación y experiencia vital. El anclaje en la realidad, ya sea ficticia (imaginada, narrada) o aparentemente “real” (aquella percibida por los sentidos), se produce por el tipo de retroalimentación afectiva que caracteriza a los impactos musicales. Los antiguos sabían de la incidencia de la música en el estado de ánimo y los humores, algo que la neurociencia ha certificado.

El maestro Ozawa © Ozawa – Academy

Ya en la introducción de su nuevo libro, Haruki Murakami invoca el carácter taumatúrgico de la música al contextualizar sus conversaciones con Seiji Ozawa, el director oriental más importante del siglo XX, quien en 2010 —diez años después de su recordada visita en L’Auditori de Barcelona, al frente de la Gustav Mahler Jugendorchester— hubo de hacer una alto en la actividad profesional para recuperarse de una enfermedad.  Explica Murakami que “su condición física no era la óptima, obviamente, pero cuando empezaba a hablar, su rostro, me parecía a mí, se iluminaba, recuperaba la vivacidad”. El propio Murakami reconoce que “tanto en el pasado como en la actualidad, escuchar música clásica y jazz alternativamente ha supuesto para mi espíritu y para mi mente un gran estímulo, una forma muy eficaz de alcanzar la paz interior”. Una idea que expuso asimismo en su visita a la ciudad de Barcelona en mayo de 2011, invitado por la Casa Asia.

“Su condición física no era la óptima, obviamente, pero cuando empezaba a hablar, su rostro, me parecía a mí, se iluminaba, recuperaba la vivacidad” (Murakami)

Pero no sólo funciona el arte como bálsamo, como acompañamiento o motivación extrínseca. La experiencia estética —no nos cansaremos de decirlo— posee una potencialidad más valiosa si cabe; como es la de permitir el reconocimiento, placentero o doloroso, de aquello que a uno le interpela íntimamente y que aflora sólo en el marco de la ficción o en el curso de la interpretación. Actividades distintas pero semejantes por su carácter artificioso, por el desdoblamiento de la realidad y repliegue sobre sí que acontece en el lector/oyente. En lo que respecta a los encuentros mantenidos con el maestro japonés a lo largo de 2010, Murakami asume el carácter especular y las proyecciones en que puede haber incurrido, precisamente por el hondo calado de su implicación: “Lo que yo buscaba era algo así como una resonancia natural de nuestros corazones (…) yo era el entrevistador y él el entrevistado. Pero, al mismo tiempo, la mayor parte de las veces oía también el eco de mi propio corazón”.

La excelente recepción crítica de Música, sólo música, se debe en gran medida a la espontaneidad de la escenificación que reúne Murakami y Ozawa en torno a la pasión musical. Se trata de una serie de conversaciones monotemáticas: “Sólo” se habla de música, porque la música ejerce por si sola como pilar; soporte anímico para muchos de nosotros, incluso si su operatividad —como explicó Eugenio Trías en Lógica del límite— acostumbra a ser inconsciente, sub limine. La música condiciona el ánimo y por tanto es clave para la aprehensión de cuanto acontece, siendo los afectos el filtro a través de los cuales se nos muestra la realidad. Resulta difícil pensar en una experiencia más personal, ciertamente, pero la presencia de otros y otras es requerida para que suene la música. Y, si no para ello —pues siempre puede ejercer uno mismo el solista y oyente—, sí para hablar de ella. Hablar de música con otro se confirma fundamental para tomar conciencia de su significado, como confiesa un sorprendido Ozawa frente a Murakami.

“Estaba muy enfadado. «¡Deja de dar la entrada a los músicos!» me espetó. «¡Ese no el trabajo del director!» (Karajan, a Ozawa)

Seiji Ozawa y Haruki Murakami comienzan pasando revista a la memorable alocución que dirigió Leonard Bernstein al público antes de interpretar el primer concierto para piano de Brahms junto a un solista —Glenn Gould, reconocidamente genial y excéntrico— con quien el maestro no se había puesto de acuerdo en las pautas de interpretación. Un momento mítico, que plantea frontalmente una cuestión de difícil resolución, relacionada con el ejercicio del poder: Who is the boss? Ozawa revela algunos pormenores de las relaciones entre artistas sin llegar al gossip. Tampoco hay recreación literaria por parte de Murakami, que parece transcribir con literalidad y reverencia las observaciones del maestro. Algunos nombres son especialmente recurrentes, como los del mencionado Bernstein o Karajan. Faros de la dirección musical y modelos de liderazgo dotados de talantes prácticamente antitéticos, con los que Ozawa colaboró en condición de asistente.

A propósito del primero, pedagogo convencido —de trato fraternal e igualitario con todos los miembros de la orquesta, a quien abrazaba y pedía que le llamaran Lenny— revela Ozawa la dificultad que en ocasiones experimentó: “En lugar de tener un director que se enfada con los músicos, sucede lo contrario, son los músicos que se enfadan con él e incluso llegan a protestarle abiertamente”. El estilo del alemán, más contundente e inflexible, se manifiesta ejemplarmente en una reprimenda —la que se llevó Ozawa— relacionada con la atención que ponía al señalar con la batuta ciertos pasajes: “Estaba muy enfadado. «¡Deja de dar la entrada a los músicos!» me espetó. «¡Ese no el trabajo del director!»”. Muchos otros detalles se revelan, desde la afinidad de Bernstein para con Mahler, y la absoluta importancia de la sensacional recuperación de sus sinfonías —que ha llegado a conquistar a melómanos e intérpretes— al carisma que emanaba de Herbert von Karajan. A propósito de su costumbre de dirigir con los ojos cerrados, explica: “Las cantantes no apartaron la vista de él en ningún momento. Lo miraban como si estuvieran conectadas a él a través de un hilo invisible. Era una escena verdaderamente extraña”.

Las excentricidades no sobreabundan en el libro, con todo. Los interlocutores declinan adentrarse en terrenos pantanosos. Quizá con exceso de celo se evita desarrollar los temas más picantes o comprometedores e inversamente —ya desde la perspectiva de la edición— no se han recortado ciertas recurrencias de contenido en las respuestas de Ozawa. Por ejemplo, cuando reitera su pobre manejo del idioma para comunicarse con Bernstein, o cuando insiste en la cuestión de la lectura de las partituras. Sobra decir, por un lado, que los no-melómanos quizá no aprueben las razones que llevan a los dos amigos a escuchar y comentar diversas versiones de una misma obra clásica (el Concierto para piano núm. 3 de Beethoven, entre otras). Además, por otro lado, algún melómano avezado acaso detectará el par de imprecisiones en la alusión a orquestas u obras.

“En la partitura no hay ninguna referencia a ser más audaz, pero hay que leer entre líneas” (Ozawa)

Junto a la presencia de anécdotas, en cualquier caso, hay que destacar la inclusión de afirmaciones inspiradoras, que poseen un regusto a sabiduría oriental y que funcionan más allá del cariz puntualmente técnico de la pasión a la que se entregan Ozawa y Murakami. En dos ocasiones al menos revela Ozawa la valentía que requiere la interpretación musical: “En la partitura no hay ninguna referencia a ser más audaz, pero hay que leer entre líneas”. Y, más explícito todavía reconoce en otro lugar que “la audacia es la mejor opción que uno puede tomar en muchas ocasiones”. Audacia, dentro del respeto a unas normas claramente comprensibles por todos los músicos, y sin las cuales no cabría espacio para la libertad interpretativa. En este sentido, la ductilidad característica del jazz, en que parece obligado el libre vuelo de la creatividad rítmica, tímbrica y melódica, cautiva a ambos. A Murakami, a tenor de las razones biográficas ya conocidas, y también a Ozawa, quien quedó hondamente impactado al conocer a Louis Armstrong: “No soy capaz de explicar con palabras el carisma que tenía Armstrong. Era lo que en japonés llamamos shibumi, el momento en el cual un artista alcanza la madurez, la austeridad de su arte, la simplicidad de la ejecución, y todo eso lleva a la maestría”.

Oscilando entre la normatividad y la libre creación, en una dialéctica sin fin que incorpora lo impredecible de manera creíble —ya lo escribió Aristóteles en su Poética hace más de 2000 años— el ejemplo del jazz, como la clásica, trascienden efectivamente el ámbito musical. Las decisiones que allí se toman las extrapola Murakami a la escritura. Tras ceder el protagonismo al experimentado maestro, traslada con igual generosidad —a modo de confidencia— algunas de las ideas que articulan sus novelas, por las cuales muchos reclaman para él el Nobel de Literatura: “La música mejora la escritura, y la escritura el oído. Es un efecto doble, sucede de manera simultánea en ambas direcciones”.