© Jacobo Zabalo

Palau in maschera

Músicos y espectadores, reunidos por la experiencia de lo excepcional, en uno de los primeros conciertos post-confinamiento. Una exclusividad que actualiza la deliberadamente paradójica “nueva normalidad”

[dropcap letter=”V”]

olver al Palau de la Música es volver a esa maravillosa cueva en que se proyectan y suscitan afectos musicales. Después de pasar los controles y las pertinentes medidas profilácticas, en la entrada, nos reencontramos encerrados en la respiración propia. La máscara nos hace tomar conciencia del privilegio de poder presenciar, con todo, una interpretación musical de calidad. Se impondrá, ontológica, la diferencia entre estar y ser, entre oír y sentir. Los jóvenes miembros del Goldmund Quartet, manifiestamente felices en su presentación, no son ajenos a todo ello. Pertenecen a las últimas generaciones de músicos preparadísimos -como los catalanes Quartet Gerhard o Cosmos Quartet, asimismo programados durante el verano- que habrán de incorporar en su evolución profesional y personal las nuevas condiciones en que la música reverbere.

La legítima tendencia al acomodamiento -predilección de la biología humana, que busca perpetuarse- no se aviene fácilmente con la incertidumbre de estos tiempos, y la creencia en un progreso constante amenaza con ser desenmascarada por el retorno a lo hasta hace poco impensable. Nuevos confinamientos, nuevas privaciones de libertad. No es una idea confortante, pero lo cierto es que la explicitación de los condicionantes invita, también, a considerar el impacto sobre nuestra realidad anímica, a entender la vida desde el anclaje en el momento presente. Suena la música en una temporalidad inesquivable, íntima; e inmediatamente se percibe una magia más rotunda, un arraigo más poderoso. Lo reducido del aforo, por cuestiones de seguridad, enfatiza aquella sensación de privilegio. Recuerda a la asistencia a un ensayo privado, en que los músicos intercambian impresiones inter pares, y revelan a unos pocos escogidos la “verdad” de la música.

Por su entrega y pasión, los músicos se comportan como espejos de lo mejor que hay en cada uno de nosotros

Los miembros del Goldmund Quartet demostraron un tacto exquisito en los juegos galantes de un Joseph Haydn repleto de matices. El equilibrio, encantador a lo largo y ancho del Cuarteto en fa menor, op. 20, nº5, hace que nos olvidemos de la máscara. El tiempo fluye, en efecto, acorde a la medida sugerida desde el escenario. Hasta el silencio se oye, con una rara amabilidad. Escandalosamente lo degustamos entre movimientos, sin que una cascada de tosidos delatores se atreva a romper el receso que desde siempre habría de permitir la asimilación de lo oído, y la predisposición a la escucha de lo subsiguiente. El movimiento lento es un Adagio con el que resulta imposible no empatizar, un himno que parece brotar desde el interior, como una brisa reminiscente. Aunque contenida, se evidencia la emoción de los músicos en escena, ante el regalo de volver a serlo. Por su entrega y pasión, se comportan como espejos de lo mejor que hay en cada uno de nosotros.

El movimiento final, en fuga, permite a Haydn celebrar en presente el pasado glorioso, proyectándose hacia adelante por su acusada expresividad, que retomarán Mozart y Beethoven. En el Palau, no obstante, la pieza interpretada a continuación fue The smile of the flamboyant wings, de Dobrinka Tabakova. Inspirada por un cuadro de Joan Miró y escrita para el Goldmund Quartet, sugiere el aleteo en falso loop -o en efecto boomerang– de un sinfín de posibilidades armónicas. Progresiones que pueden recordar al minimalismo de Philip Glass, incorporando alusiones a melodías populares, como había hecho Béla Bartók. La evocación de paisajes inexistentes se realiza emocionalmente, con la vivencia de sentimientos o intuiciones muy reales. Es, asimismo, el caso de la obra de cierre, uno de las más geniales y desconcertantes del género.

El retorno al Palau se vive como una ocasión para volverse hacia uno mismo y saborear cada inflexión, cada matiz, cada silencio

El Cuarteto núm 6 en fa menor de Félix Mendelssohn, compuesto poco después de la muerte de su querida hermana Fanny y poco antes de la suya propia, profundiza en la schubertiana convivencia de belleza y horror. Trepidante y afilado en sus dos primeros movimientos -con voces que surgen inesperadamente o confirman las impresiones más infaustas- cuenta con un balsámico tercero, insuficiente para la tragedia que se masca. Con todo, el último movimiento avanza heroico, a partir de arrebatos enfáticos. Como haciendo frente al destino y abrazándolo, en musical plasmación de lo que Nietzsche aludirá a través de la expresión amor fati. Los designios extrañamente cambiantes de una normalidad excepcional, que insinúa que la verdad del espectáculo no sucede afuera. El retorno al Palau, enmascarado, se vive como una ocasión para volverse hacia a uno mismo y saborear cada inflexión, cada matiz, cada silencio. Más conscientes de la respiración, de los afectos, de la maravilla que es la experiencia musical en vivo.