Jean-Christophe Maillot, director de Les Ballets de Monte-Carlo y artífice de la adaptación en el Gran Teatre del Liceu de Coppélia —una de las grandes obras clásicas, estrenada en la ópera de París el 25 de mayo de 1870, y para la cual Léo Delibes compuso la música—, ha manifestado sin ambages su voluntad actualizadora: “Aunque realmente me fascinaba la historia de un joven que se enamora de una muñeca mecánica, me desanimaba un poco el romanticismo del ballet original”. Muy bien recibida por el público, lo cierto es que su propuesta consigue mantener muchos de los códigos de la danza clásica modernizando el contexto de la acción y la trama y contando con la complicidad de la música de Bertrand Maillot. Junto a la partitura de Delibes se incorporan sonoridades industriales u oníricas, procedentes de grabaciones que protagoniza la glass harmonica —o el tañido de copas de cristal con agua— y una estética minimalista de gran efectividad, con un elegante juego de luces y paneles traslúcidos o en movimiento, y un vestuario a cargo de Aimée Moreni que denota la ascendencia de Jean-Paul Gaultier.
La ligereza que presenta el clásico, y a su vez se reencuentra en esta versión, se aparta de la oscura historia en que se basan —El hombre de la arena, publicada por E. T. A. Hoffmann en un aún más lejano 1815—. En ese relato, el joven Nathanel se enamoraba a través de una ventana de una belleza sobrehumana, que a la postre se confirmará desquiciantemente irreal. La contemplación distante, sin apenas interacción presencial, no sólo habilita la idealización de la amada, sino que será la causa de la angustia mortal del protagonista masculino una vez descubra —siendo destripada por Coppelius y otro inventor— que la soñada perfección de aquella está hecha de engranajes y resortes. Una figura ejemplarmente siniestra, la del supuesto creador, que Nathanel vincula de forma semi-consciente a la muerte de su padre, en una retroalimentación eros-thanatos que no dejó indiferente a Sigmund Freud. La revelación de lo radicalmente extraño o ajeno, es decir siniestro (Unheimlich), en el ámbito que se creía o deseaba más íntimo y familiar dinamita toda posibilidad de relación, toda reciprocidad con un ser que no es, y que por tanto no puede reflejar la propia identidad.
La locura de Nathanel se desplaza en el ballet a la figura femenina de Swanilda, la pareja del protagonista —aquí llamado Frantz—, angustiada por haber de competir con una máquina perfecta, inmaculada en su descoyuntado y sin embargo grácil movimiento. Del mecanicismo original, que está en la base de la cosmovisión del pensamiento moderno de Galileo/Descartes, y cuyo reverso revelará el Frankenstein de Mary Shelley —cuya primera edición data de 1817—, el espíritu de la versión del Liceu nos acerca al quimérico reino del metaverso, con el dominio de los algoritmos que regulan la gestión del deseo; con la promesa de una gratificación instantánea y duradera, en cualquier caso disponible gracias a la tecnología digital y la articulación meta-física de 0 y 1, en una vibración solo aparentemente aleatoria, a la que apenas nadie logra sustraerse. Maillot ha explicado que su propósito era “revisar la partitura para poder reconsiderar esta obra clásica del repertorio de ballet actualizando la narración: una historia de dos prometidos cuyo amor se vería desafiado por la aparición de la inteligencia artificial”.
“El espíritu de la versión del Liceu se acerca al quimérico reino del metaverso, con el dominio de los algoritmos que regulan la gestión del deseo”
Desdoblamientos audiovisuales de la IA
No hace falta un esfuerzo arqueológico para darse cuenta de que la estética futurista de Coppél-i.A. —título que explicita la torsión pretendida por su director— evoca a la primera replicante del cine. En la Metropolis (1927) de Fritz Lang el ingeniero Rotwang reproduce a la beatífica María para seducir con su delirante sensualidad a los habitantes del primer mundo. El siglo XXI confirma su continuación de los anhelos de la modernidad: el hacer controlable el mundo externo, pero también la esfera instintiva-afectiva del individuo. Todavía en el ámbito audiovisual, Blade Runner (1982) abundó en esa dirección, al crear autómatas con tareas inasumibles para quienes precian su vida —los replicantes descontrolados que Deckard debe retirar—, y que la poco afortunada secuela, que explicita las zonas de ambigüedad de su precursora, extrapola al erotismo con el holograma Joy: sin ser alguien en concreto, con forma y carácter determinados, se transforma espontáneamente en aquella que la inteligencia artificial que la gobierna entiende que ha de ser para satisfacer al cliente.
Aunque esa inexistencia puede parecer atrapada en su naturaleza artificial —el monólogo final del replicante que salva a Deckard difumina el límite entre el ser humano y el cibernético, como las preguntas hamletianas planteadas por algunos de los personajes de la serie Westworld—, cabe sopesar en qué medida no se halla sometido, o al menos en situación de dependencia, el que se siente satisfecho por sus servicios. Hace ya algunos años que la realidad ambivalente de estos seres despierta dilemas de diversa índole. Por ejemplo, a quién pertenecen los derechos de las obras de arte creadas por IA o —más interesante, en el contexto del ballet— si se puede considerar infidelidad la relación mantenida con una de estas criaturas, programadas para proporcionar consuelo o acompañamiento. Podemos mencionar A.I. (2001), de Steven Spielberg, pero también —en el ámbito del eros— una película como Her (2013). Spike Jonze torna creíble la relación entre un sistema operativo personalizado —de nombre Samantha— y el protagonista que interpreta Joaquin Phoenix, urgido por superar el trauma de un divorcio real. Relación que asimismo acabará con la desquiciante revelación de que ella, en sus infinitas ansias por perfeccionarse, a su vez establece vínculos con tantos/as otros/as.
Ese despliegue de poliamor cibernético sumirá en la perplejidad a su pareja, que se creía exclusivo, actualizando el fallo del sistema o bug que de forma pionera ya presentaba 2001. Una odisea del espacio, con la deriva patológica del supuestamente impecable ordenador de a bordo, HAL. La mirada sigue siendo predominantemente masculina en Coppél-I.A., pero la muerte del creador a manos de su criatura no sólo alerta acerca de esa hybris que caracteriza al científico, (pos)moderno Prometeo, sino que certifica la caducidad del paradigma decimonónico que entendía la existencia de la mujer como proyección del deseo masculino (Weininger), y que sentencia ese “you will never have me”, susurrado por la doble (de) Patricia Arquette en el momento de consumación, al final de Carretera perdida. Ella nunca será “ella”, y la pretendida posesión de su imagen adopta una forma de sumisión fantasmal, que eventualmente abisma a quien desea a la posibilidad más extrema, a la realidad del no-ser. El camino que apunta a la realización del deseo conduce voluntaria pero inconscientemente a un lugar que no existe, como sugirió Hitchcock en Vértigo, originalmente titulada De entre los muertos.
Materialización de las pulsiones en el Liceu
Precisamente por ser irrealizable, utópico, el principio del deseo admite narrativas y puestas en escena abiertas a la interdisciplinariedad. Puede ser vehiculado por la música y visualizado por los cuerpos en movimiento que parecen materializar una realidad de otro mundo o máximamente inmanente, afectada por pulsiones instintivas. La apuesta del Liceu por la danza no es ni mucho menos nueva. En la temporada que culmina Coppél-i.A., bajo el lema Grietas irreversibles —que señala el carácter constitutivo de la escisión entre cuerpo y espíritu— el público ha disfrutado recientemente con una versión del Dido&Aeneas de Purcell en que baile y música se retroalimentaban, como también —aun más reciente— obtuvo un incontestable éxito la colaboración de la compañía de Sasha Waltz y la orquesta del Liceu en el Grec, que conocerá un nuevo episodio la temporada próxima, con la programación del clásico de la danza como La consagración de la primavera de Igor Stravinsky. Una obra aún revolucionaria, por la abrumadora intrusión de ritmos y sonoridades que despiertan el desconcierto, y que convivirán durante 2023-24 con el —en principio más pacífico— Lago de los cisnes, por el Ballet del Teatro dell’Opera di Roma y el siempre imaginativo Sueño de una noche de verano, por el coreógrafo Alexander Ekman.
“No menos quimérica se antoja la conformación de relaciones afectivas, cuya reciprocidad se haya minada por la proliferación de simulacros falsamente accesibles”
Volviendo, para concluir, a los Ballets de Montecarlo, decir que la Coppél-i.A. de Jean-Christophe Maillot capta la atención del público por el cuidadoso despliegue escénico, pero sin duda también por la convincente actuación de los bailarines, tanto en los solos y duetos de los protagonistas como en los números conjuntos, reminiscentes de la edad de oro de la danza clásica. Cobra vida de forma admirable la criatura cibernética que caracteriza Lou Beyne, y tanto más interesante es la imitación de la imitación por aquella —la Swanilda de Anna Blackwell y Alessandra Tognoloni— que quiere convencer a su amado Frantz, para que él —Simone Tribuna o Jérôme Tisserand— la acabe prefiriendo a la creación cibernética, de una belleza irreal. El happy end puede rezumar impostura, desde la perspectiva de la realidad digital, en que triunfa la implementación de la IA y el empleo de filtros que constituyen la imagen de quien uno desea ser. Sintomáticamente, los cirujanos plásticos reciben en sus consultas pacientes que quieren parecerse a la versión de sí mismos a la que el uso de dispositivos móviles los ha acostumbrado. No menos quimérica que el control de la propia imagen se antoja la conformación de relaciones afectivas, cuya reciprocidad se haya minada por la proliferación de simulacros falsamente accesibles.