Irlanda es una isla tenazmente barrida por los huracanes del levante, por el aullido, durante siglos enigmático, de un océano enfadoso. El país es muy llovido, de vegetación plena y bien engrasada, sin polvo. El verde irlandés es un verde sedante, espontáneo, contagia tranquilidad.
He subido a un autobús que hace la ruta de Dublín hacia el norte, hasta la frontera con el Ulster, por Shane atravesando el río Boyne, Ardee y Carrickmacross. A lo largo del camino pacen en los cercados ovejas muy tupidas, de cabeza negra y pelo muy blanco, largo. Y vacas lecheras, alguna de color de cobre, pero mayoritariamente moteadas en oscuro y claro. Con la cabeza gacha cortan el prado con una voracidad de insecto.
Si no hubiera tantas horas trabajadas en las artigas, en el bosque, si no hubiera rebaños paciendo en las praderas, la humedad oceánica de Irlanda devolvería esta tierra, en pocos años, a la primitiva exuberancia selvática. En los bordes de las veredas, en los jardines, el verde se aúna con las glicinas amoratadas y el espino florido, lleno de pinchos, de un blanco decolorado.
Ahora que es primavera, florece con un amarillo vivísimo la flor de la colza, el forraje para el ganado (del que se hace también biocombustible). Colonizan las colinas grandes extensiones de amarillo, de verde. Todos los colores que se dan en estado natural, por extraño que parezca, nunca se estorban, nunca hacen daño a la vista.
El interior de la isla es de una ruralidad elemental y despoblada, sin otra historia que la periódica irrupción de los invasores. O sin más novedad que la cadenciosa rueda de las horas sin sustancia. Las niñas de pueblo todavía saludan al paso del coche de línea.
Voy a casa de unos amigos en el condado de Monaghan. Ya cerca de Clones, en la frontera con Irlanda del Norte, el autobús minora al pasar por una villa y el chófer tira por la ventana el paquete de periódicos. Mientras que la eternidad se consolida, la sorpresa es efímera y pasa volando.
Clones es un pueblecito de paso, sin gente por la calle. A pie de carretera espero en el pub que me vengan a buscar. Es un cubil en penumbra, con cortezas de años y años. Cuando mis ojos se habitúan a la oscuridad identifico ante la barra dos silenciosos bebedores de cerveza. Entablamos conversación con la voz de fondo del televisor.
El pub es una cripta donde encontrarse con los otros, salir de uno mismo consumiendo una clase u otra de alcohol
Hace pocos días ha sido Saint Patrick’s Day, la fiesta del santo patrón de Irlanda. En una pared hay una diana de dardos, de franjas en amarillo y negro, y fotografías de los ídolos musicales. Botellas apretujadas, los taburetes y, ya al atardecer, el griterío que es fácil de imaginar. Pero también, cosa notable de decir, las huchas para el recaudo de recursos para las misiones: The missionary sisters of our Lady of the Sacred Heart o Dominican missions in honour of Saint Martin, y Pallotine Fathers missions East Africa & South America, que se presentan con el eslogan the love of Christ urges us on.
En Irlanda puede decirse que se ha incubado una cultura del pub. Es el refugio y el lugar de encuentro, el confesionario público y la capilla de la concelebración. La media oscuridad crea el ambiente idóneo para esta idea de recogimiento. El pub es una cripta donde encontrarse con los otros, salir de uno mismo consumiendo una clase u otra de alcohol. Beber hace hombre. Así, sin manías, podría rezar un reclamo irlandés. Y eso porque la incitación al consumo alcohólico, como tantas otras cosas, se justifica en función del espíritu de trascender el mundo próximo. Beber hace hombre entre los hombres, nos abre a los otros, a una dimensión superior. Y si quien no bebe es un mochuelo, es porque no quiere saber nada de los otros y porque se cierra en sí mismo.
El nombre del pub Diamond me parece algo ambivalente. He leído otros tanto o más enigmáticos y sugerentes: The red parrot, The golden triangle, The cat and cage. Son cajas cerradas, que excitan la curiosidad del fisgón que todos llevamos dentro. Avanzamos entre bosques a la hora del crepúsculo, cuando ya sopla la lechuza.
En Irlanda hay una tierra anclada en los cimientos y un viento que la va laminando y haciendo polvo. Esta lucha entre la carne y el espíritu ha trascendido a todas las manifestaciones de la vida humana en este relativamente pequeño territorio atlántico
La abundancia de pastos hace del vacuno de este país un manjar delicado y sabroso. Y la producción de quesos es aquí de gran interés. Ahora es primavera y el buen tiempo va viniendo. Pero las lluvias siempre llegan, tarde o temprano. El frío, por estos lares, quizás no es tan determinante como la oscuridad, esta noche que en los meses de invierno empieza tan pronto, helada, triste, inacabable.
En Irlanda hay una tierra anclada en los cimientos y un viento que la va laminando y haciendo polvo. Esta lucha entre la carne y el espíritu ha trascendido a todas las manifestaciones de la vida humana en este relativamente pequeño territorio atlántico. Quizás eso explica que en la isla sean -o hayan sido- tan frecuentes, según me exageran, los robos en los bancos. Parece que es -o ha sido- una afición muy extendida, corriente. En el alma de los asaltantes, me dicen, quizás hay una oscura atracción por los cimientos. Cuando se retiran de la vista de la gente y se ocultan, la venganza de los ladrones se plantea como una restitución de las cosas en su sitio, que es la superficie del mundo.
Es el mismo espíritu que anima a los misioneros y los tinkers, los gitanos quincalleros, esos trotamundos impenitentes. Unos y otros quizás han heredado ese instinto trashumante de los pueblos celtas. O de los pastores. Por eso Dublín es famosa todavía hoy por el comercio de lana. También de algodón y de seda.
Esta isla era un Finisterre. Para los medievales aquí se acababa todo peregrinaje humano sobre la tierra. Era en Irlanda donde se acababa el camino del sol por el territorio de Occidente.