En pocas situaciones, o en casi ninguna, uno se podría imaginar mirando un cuadro con la cabeza boca abajo y descalzo. Probablemente, no se trate de la postura más óptima para apreciar los trazos del artista e intentar descifrar el mensaje que quería transmitir. Pero, si uno se encuentra haciendo yoga, puede que el diagnóstico cambie. La Fundación Joan Miró ha querido que sus lienzos dialoguen con una práctica caracterizada por ser física, mental y, sobre todo, espiritual, como el artista barcelonés. “Fluye muy bien, es un vínculo natural con Miró”, cuenta Laura Rodríguez, organizadora del primer ciclo de yoga en el museo. Los típicos oms invaden las salas, llenas de esterillas y cantimploras y con las bambas en la pared, pronunciados por un nuevo perfil de espectador artístico, armado de ropa cómoda y en calcetines.
La Fundación Miró ha querido así abrirse a nuevos públicos demostrando que un museo no es una caja hermética en la que hay cuadros que esperan a ser contemplados, uno de los mantras que quiere destronar su director, Marko Daniel. Las obras se pueden sentir de una manera diferente, estirándose, tumbándose, incluso sudando.
Además, de la proximidad que Miró igual no imaginó que podía tener con el yoga, la actividad propuesta por su fundación no es muy común en los museos locales. Los organizadores explican que se hace, por ejemplo, en algunos lejanos como el Museum of Modern Art (MoMA) y el Metropolitan Museum of Art (MET), ambos en Nueva York, pero no conocen una alternativa más cercana.
El ciclo, formado por 16 sesiones que empezaron en noviembre y se alargan hasta este febrero, lo han diseñado junto con la supervisión de Supernova, apoyándose en profesores de diferentes disciplinas, desde el popular y mediático yoga vinyasa hasta menos conocidos como el kirtan o el iyengar. Incluso se han programado sesiones de yoga sensible al trauma. Se ha querido así llegar a diferentes practicantes y dar un aliciente para subir la montaña de Montjuïc, más allá de ponerse de patas arriba rodeado de cuadros. De momento, con llenos absolutos cada día, parece que han convencido a muchos. Las clases, que empiezan a las 18 horas y duran una hora y media, tienen un coste de 12 euros por sesión, con un precio rebajado para los Amigos de la Fundación Joan Miró.
Antes de entrar en materia, se explica un cuadro de Miró, escogido según la variedad de yoga que se vaya a practicar. Si toca yoga iyengar, se empieza con una de sus primeras obras, Mont-roig, la iglesia y el pueblo, teniendo en cuenta que es una muy detallista, como la variedad de yoga en cuestión, que busca la precisión en las posturas, asanas para los asiduos.
Y también es muy terrenal, anclando bien los pies en el suelo, tomando consciencia de todos los dedos que tienen e intentando que cada uno tenga la misma fuerza. Precisamente, el cuadro escogido parte del paisaje vital del pintor, con mucha tierra, con raíces y árboles que luego habrá que intentar imitar en la clase. Hasta se pueden entender los diferentes estados del yoga, de lo físico, el campo, a lo espiritual, la iglesia.
Una vez entendido el concepto, toca ponerlo en práctica. Desde el suelo, tomando consciencia de los soportes, para ir subiendo, hasta atreverse con asanas de equilibrista. Al final, hay que ponerse boca abajo y mirar Personaje delante del sol, El oro del azur, La esperanza del condenado a muerte I, II, III o Payés catalán en el claro de luna desde una nueva óptica, sin desconcentrarse y sin caerse, además de ir notando como cada vez pesan más los brazos y las piernas. Visto desde fuera, parece que los yoguis se crean estrellas de Miró con sus posturas imposibles.