Ha vuelto a ocurrir, 2017 pasa a la historia como uno de los años más cálidos de los que se tiene constancia. 2015, 2016 y 2017 han sido confirmados como los tres años más cálidos de los que se tienen datos. Según la Organización Meteorológica Mundial es una señal de la continuidad del cambio climático a largo plazo causado por el aumento de las concentraciones atmosféricas de gases de efecto invernadero. Y 2018 apunta maneras. En enero varias localizaciones han registrado sus temperaturas más altas para este mes desde que se cuenta con registros.
Al calor podemos añadir la sequía. 2017 ha sido el segundo año más seco en España desde 1965 según los datos de la Agencia Estatal de Meteorología. La precipitación media se situó en unos a 474 mm. Un 27% por debajo del valor medio anual según el periodo de referencia 1981-2010.
Ejemplos para la esperanza tenemos algunos como aquel Protocolo de Montreal que desde 1987 marca el camino para reducir y eliminar los gases que agotan la capa de ozono. Un ejemplo de respuesta a una amenaza clara para la vida en nuestro planeta.
Afortunadamente no todo lo relativo al clima son malas noticias. Si bien algunos líderes se regodean en su desconocimiento de cómo funciona el sistema climático y su desprecio a la evidencia científica, son muchos más los que avanzan en los acuerdos que plantean líneas de trabajo para avanzar en compromisos de reducción de emisiones de gases de efecto invernadero.
Ejemplos para la esperanza tenemos algunos como aquel Protocolo de Montreal que desde 1987 marca el camino para reducir y eliminar los gases que agotan la capa de ozono. Un ejemplo de respuesta a una amenaza clara para la vida en nuestro planeta. Así, pese a las dudas razonables, el Acuerdo de París encendió una lucecita que permite confiar en que la especie humana es lo suficientemente inteligente como para evitar su propia extinción.
La medida estrella, el compromiso adquirido es mantener el aumento de la temperatura media mundial por debajo de 2 °C. No es mucho, pero esa media global esconde lo que estamos viviendo: un aumento de la frecuencia en los episodios extremos. Sobre todo en la parte alta de la tabla: veranos más calurosos, inviernos más suaves… sequía. Y temporales de nieve, tan raros y ocasionales que nos pillan desprevenidos convirtiendo la consecuencia inevitable de una temeridad colectiva en una polémica nacional sobre la gestión de una autopista de peaje.
Las noticias se suceden con celeridad ¿más calor? ¿más frío? ¿estamos condenados a vivir en un desierto árido? ¿vamos de cabeza a la siguiente glaciación? ¿podremos cultivar en Siberia o vamos a quedar atrapados en una gran masa de hielo?
Los avisos de lo que nos espera no paran de llegar. A corto y medio plazo los glaciares retroceden y disminuyen las grandes masas de hielo. De la Antártida se desprenden grandes bloques de hielo que nos llegan en forma de titulares sobre un nuevo tamaño record para el siguiente iceberg. Pero lo realmente preocupante cuando se desprende parte de la plataforma Larson C no es su escasa contribución al aumento del nivel del mar. Es que deja a los glaciares que la alimentaban sin la barrera que retenía un hielo que ya no se acumulará más.
Todavía podemos incorporar los Objetivos de Desarrollo Sostenible de Naciones Unidas a nuestros procesos de toma de decisiones y ponerlos en el centro del modelo de negocio de nuestras empresas
En el Ártico la situación es similar. La banquisa de hielo desaparece. Todo un éxito para el tránsito de mercancías por vía marítima y una gran oportunidad para quienes pretenden explorar los recursos protegidos por el hielo. Un drama para el clima del planeta tal y como lo conocemos: menos hielo, menos superficie blanca, menos radiación solar reflejada… más calor y más agua dulce.
¿Se nos inundarán Barcelona y otras ciudades costeras? Quizá la geoingeniería pueda dotar al Mediterráneo de una barrera física que lo aísle del océano y que, mediante un sofisticado sistema de bombeo, permita evitar la subida del nivel del mar en nuestro litoral. Quizá sea una solución tan costosa que no nos la podamos permitir.
Lo que sí parece ser es que los cambios de salinidad por los aportes de agua dulce del deshielo ártico afectarán a la circulación termohalina. La maravillosa cinta transportadora oceánica, que, desde la última glaciación, distribuye la temperatura que recibe el planeta y permite el clima que hemos conocido hasta ahora.
¿Hemos roto el clima? Todavía no lo suficiente. Todavía disfrutamos de cuatro estaciones. Todavía podemos cambiar nuestro comportamiento individual para adoptar un modelo de consumo más sostenible. Todavía podemos incorporar los Objetivos de Desarrollo Sostenible de Naciones Unidas a nuestros procesos de toma de decisiones y ponerlos en el centro del modelo de negocio de nuestras empresas.
Todavía podemos mantenernos por debajo del fatídico aumento de dos grados centígrados que frenarían la cinta transportadora oceánica, un milagro de la naturaleza que trae a nuestras latitudes el calor que el Sol nos regala en el Golfo de México. Si seguimos mirando hacia otro lado, pensando que al invierno no se lo come el lobo, nos quedaremos sin el aliado que evita que el frío polar se extienda por toda Europa.
No, no hemos roto el clima, pero hemos demostrado capacidad suficiente para hacerlo. La cuestión es ¿somos lo suficientemente inteligentes como para adoptar en nuestro ámbito de responsabilidad las decisiones que nos permitan seguir disfrutando del clima que nos gusta? ¿podemos hacerlo sin cargarnos el planeta y respetando la dignidad de todas las personas que lo habitan?. Confío en que sí y en poder compartir con ustedes este camino.